Sígueme


George comenzaba a desesperarse. Tachaba una y otra vez los números garabateados en una hoja de papel que distaba mucho de estar perfectamente inmaculada, cada cierto tiempo echaba un rápido vistazo al ordenador, como si algo no le terminara de cuadrar tras horas y horas de duro trabajo. Estaba solo, sumido en la más absoluta oscuridad. Era de noche y poco quedaba ya para que los cambiantes dígitos rojos de un reloj que descansaba encima de su mesa anunciaran que había comenzado un nuevo y ajetreado día.

La parpadeante luz violeta del flexo hacía que cada poco rato se llevase la mano derecha a sus ojos y, frotándoselos suavemente, volvía a enfrascarse en aquel baile de números en el que se había visto envuelto desde las primeras horas de una soleada tarde de febrero. Nada. Absolutamente nada. Fueron varias las veces en las que creyó rendirse, en las que quiso dejar aquellos desordenados papeles encima de su mesa de caoba, apagar el ordenador y cerrar la puerta de su despacho, una de las muchas oficinas de aquel rascacielos, uno de los muchos que dominaban el horizonte y el cielo de la gran ciudad, de la capital de las ciudades, de Nueva York.

Se levantó de la cómoda silla de cuero que parecía pegársele a la espalda por momentos. Dio unos pocos pasos hasta llegar a la enorme ventana de su despacho. Cogió aire. Por muchos años que llevase en aquella gran oficina aún le seguía dando auténtico pánico la vertiginosa altura que le separaba del suelo. A lo lejos, al mirar hacia abajo, un gélido escalofrío le recorrió la espalda mientras contemplaba los pocos coches que todavía circulaban por aquella gran avenida, atestada de tráfico por el día e increíblemente vacía cuando el sol se ponía.

Suspiró. Su mes estaba siendo especialmente horroroso. Los problemas parecían haberse puesto de acuerdo para salir todos al unísono, aquella avalancha parecía premeditada, como si una mente perversa hubiese ideado todo aquel caos en el que ahora se veía sumergido. En el trabajo nada le iba bien y la gota que estaba empezando a colmar el vaso aún descansaba sobre su desordenada mesa, aquel informe le agobiaba y le atemorizaba a partes iguales, además, su novia, con quien había estado saliendo durante ocho eternos y, a la vez, mágicos años le dejó, huyendo del apartamento que compartían en un céntrico edificio de Manhattan para irse a vivir a un chalet en Nueva Jersey con uno de sus mejores amigos y antiguo compañero de trabajo.

Sentía como la corbata le apretaba la garganta, casi hasta el punto de asfixiarlo, deshizo el nudo que le oprimía el cuello y se sentó a los pies de la ventana. A través del cristal, se contemplaba una maravillosa vista, que parecía un precioso cuadro o una fotografía nocturna de los rascacielos de Nueva York, desde la planta trigésimo tercera de un monumental edificio que se alzaba hacia el cielo de la capital estadounidense.

Toda la oficina al completo estaba en silencio. Haría ya tres horas que el último trabajador había salido por la puerta del NY Building, de un rascacielos que se estaba convirtiendo poco a poco en su casa, un gigantesco coloso de cristal que emergía del suelo hasta acabar en el piso doscientos cinco, arriba del cual, en el tejado, un helipuerto ponía el broche al edificio.

Decidió acabar definitivamente y, cogiendo su chaqueta de raya diplomática, un tanto arrugada del perchero de su despacho, apagó el flexo y el ordenador. Intentó recoger el desorden que se había desatado desde primera hora de la tarde en su mesa y guardó las llaves de su flamante coche, aparcado en las entrañas del NY, en el bolsillo derecho de su pantalón.

Bajó por el ascensor después de despedirse del guardia de seguridad de su planta. Le apetecía andar y, desoyendo su voz interior que le decía que cogiera el coche y se fuese a descansar a su solitaria casa, salió por la puerta principal, coronada por un pequeño tejado. Bajó las escaleras a paso acelerado y justo cuando pisó el suelo firme de la acera, dejando atrás el último escalón, comenzó a diluviar sin previo aviso.
Meditó que hacer y tras unos escasos segundos ensimismado en sus pensamientos, se dio cuenta de lo que sería lo mejor y, andando bajo la invernal lluvia, se perdió entre las calles poco transitadas de Nueva York.

Solo escuchaba el chapoteo de sus caros zapatos de cuero al pisar el suelo mojado. No se cruzó con ningún coche y sus oídos no adivinaron ningún rugido de motor en la lejanía. Hubiese pensado que era el fin del mundo, que se encontraba solo en la ciudad de no ser por las luces que brillaban a través de las ventanas de los demás rascacielos. Caminaba sin destino fijo, empapando un traje que estaba, hacía unos minutos, perfectamente inmaculado y seco, gastando un tiempo que era antes muy valioso pero que, sin embargo, ahora le sobraba.

No tenía cuanto quería, no la tenía, ella se había convertido en el eje sobre el cual giraba su vida, en la base de su existencia, en un pilar sobre el que descansar cuando el destino no hace más que hacerte tropezar.

Vio su propio rostro reflejarse en uno de los muchos charcos que inundaban la acera. Tenía el pelo como si acabase de darse una ducha de agua caliente, le costaba reconocerse, era como si la derrota se hubiera dibujado en su cara haciéndola irreconocible hasta para él mismo. A su lado, de repente, comenzó a vislumbrarse un rostro de una palidez increíble, una cara femenina en la que cada detalle estaba perfectamente calculado al milímetro. Era rubia y los destellos de su cabello parecían cegarlo, en seguida se dio cuenta de quien era.

Hacía escasas horas, mientras se pegaba con aquella larga lista de números que no le terminaban de cuadrar, un email perturbó el solemne silencio del despacho. Cogiendo ágilmente el ratón, clicó sobre el icono del sobre sellado que venía acompañado por un “Para George” y una dirección de correo desconocida. El mensaje era sencillo, un simple “Todo entre nosotros ha acabado. Ch.” le llevó a darse cuenta de quien era el emisor.

Se llamaba Chris y en otra época había sido su mejor amigo y un excelente compañero de trabajo en un mundo en el que el que menos se pelea es el que siempre pierde, fue un acompañante de viaje por la selva inhóspita de aquel rascacielos. Es difícil sobrevivir en un hábitat en el que todos aguardan a verte desfallecer para lanzarse sobre ti, sin embargo, creyó encontrar a una persona muy diferente a las demás en aquel tímido chico de mirada huidiza, originario de la cercana Nueva Jersey.

Años después comprobaría que, en realidad, no era así. Fue el propio Chris quien le presentó, en una de las numerosas fiestas en su chalet, a Giuliette. Era italiana y estaba terminando el último año de su carrera, por aquel entonces andaba planteándose su futuro, el volver a su Palermo natal o quedarse en la ciudad de las oportunidades, buscarse un piso e intentar salir adelante en Nueva York.

Giuliette era amiga de la hermana de Chris y la conexión entre ella y George no tardó en surgir. Eran tal para cual, como dos imanes unidos, extrañamente, por un mismo polo. Tres semanas después de la fiesta y tras varias tardes de cafés y cine, la pidió salir mientras andaban, tranquilamente, por un paseo vacío entre los árboles silenciosos del Central Park.

Se lo pensó y, mientras caminaban callados, retumbaba en los oídos de George la última frase que acababa de decir. La miraba, esperando alguna señal que le invitase al optimismo o que le relegase al más oscuro de los olvidos. Después de diez segundos en los que George creyó ver su vida completa pasar ante sus ojos, Giulette sonrió y, retirando la mirada del suelo, posó sus ojos de aquel color verde tan sumamente fuerte en sus pupilas y se quedaron mirándose durante unos pocos pasos.

Ella se paró y casi al unísono, el tiempo se detuvo y Giuliette se abalanzó sobre él. Todavía recordaba los destellos de su pelo rubio al centellear con el sol primaveral que conquistaba todos los rincones de Nueva York, se acordaba del leve susurro en su oreja, de ese “Sí” apagado que le convirtió en el hombre más feliz de la tierra.

Escasos meses después de aquel momento, Giuliette se trasladó a vivir con él a un pequeño ático de uno de los edificios del centro de Manhattan. Ocho años después, cuando George empezaba a pensar en escalar al siguiente nivel, cuando comenzaba a quedarse parado cada vez que pasaba por el escaparate de cualquier joyería, prestando atención por si acaso el anillo perfecto se escondía detrás de un cristal, entre relojes y pulseras, en un pequeño negocio de la Quinta Avenida. Fue entonces, hacía apenas una semana, cuando una tarde, que comenzaba a teñirse de noche, su vida cambió.

Llegaba de trabajar más pronto de lo habitual. Aparcó el coche a pocos metros del portal de su casa, recogió la cartera y metió unos papeles con delicado esmero para no arrugarlos. Subió las escaleras, y se quedó quieto, enfrente de la puerta, mientras buscaba las llaves para abrirla, palpando los bolsillos de su pantalón. En ese preciso instante, se abrió. Apareció de la nada dos personas besándose apasionadamente. El hombre se ajustaba la corbata de finas rayas blancas mientras se despedía calurosamente, recorriendo la espalda de la mujer con la mano que le quedaba libre. Él era Chris y ella...

¿Qué hay que hacer en esos momentos? George se giró y volvió a bajar por las escaleras que acababa de subir. Ellos apenas se percataron de que alguien les había estado viendo y siguieron besándose bajo el marco de la puerta.

Arrancó el coche al tercer intento. Estaba fuera de sí pero extrañamente calmado. Parecía como si estuviera en uno de esos sueños del que siempre quieres despertar, de un sueño que lentamente se convertía en pesadilla. Conducía hacia ningún sitio y ya estaba empezando a oscurecer. Su teléfono móvil comenzó a sonar. Era Giuliette. No lo cogió. Suponía que estaría preocupada porque no había llegado aún. George sonrió. “Ahora si que te importo ¿no?” pensó. Y siguió aferrado al volante hasta cruzar el puente para salir de la gran ciudad y poner rumbo a ninguna parte.

Volvió a la realidad. Las visiones del charco se habían desvanecido, pero a él aún le seguía martilleando el recuerdo de aquella mujer, por supuesto que conocía el nombre de aquella chica rubia de ojos verdes profundamente oscuros, claro que sí, nunca se hubiera olvidado tan pronto del amor de su vida, de Giuliette, de su Giuliette.

¿Sería un error tan grave hacer lo que estaba apunto de hacer? Había andado hasta entonces haciendo caso siguiendo las voces de su subconsciente y ahora estaba enfrente de su nueva casa. Acababa de trasladar los últimos muebles del ático de Manhattan hasta aquel minúsculo apartamento alquilado a escasos minutos de la oficina de George en el NY.

Se veía tentado a llamar al portero. Deslizó su inquieto dedo índice hasta parar en el número de su casa. No podía. Le había hecho mucho daño. Era incapaz de perdonarla, de intentar olvidar lo que había pasado en esas últimas semanas. Pero es que era ella, la que durante ocho años creyó que era el amor de su vida, la mujer con la que se casaría, la madre de sus hijos y, sin embargo ahora, ahogaba su ira bajo una lluvia torrencial mientras contemplaba, ensimismado, la tibia luz que dejaba pasar las cortinas grisáceas de su salón.

Era la tercera planta de un pequeño edificio, de un edificio que parecía fuera de lugar, rodeado de gigantescos rascacielos. Sentía algo muy extraño. Ella estaba allí, probablemente tumbada sobre un sofá marrón, un tanto anticuado, viendo la vieja televisión que solía emitir unas molestas franjas blancas y negras cada poco tiempo. La tenía tan cerca, pero sin embargo, estaba ya tan lejos.

Giuliette era para él uno de esos errores que tratas de dejar atrás, de olvidar lo antes posible pero, ahora, por culpa de aquel correo tan inoportuno de Chris y guiado por sus propios pasos se encontraba de nuevo frente a lo que más había temido.

Se giró. Volvía al NY, a coger el coche y a encerrarse en casa durante otra solitaria noche de viernes. Las cortinas se movieron de repente, pero George no lo vio. Estaba pensativo, subiendo a la acera aunque no pasase nadie. Escuchó, en el silencio sepulcral, una ventana abrirse. Alguien gritó.

“¿George?”

¿Y ahora que hacía? Decidió no alterar sus planes y continuó como si nada hubiera ocurrido, sin darse la vuelta, sin hacer el menor atisbo de haber escuchado aquel grito casi desesperado.

“¡George!” Volvió a insistir.

Sonó como un disparo, sin embargo solo fue el estridente ruido de una ventana al cerrarse de golpe. En un árbol cercano a él, un pájaro se inquietó y huyó volando, buscando quizás un lugar donde nadie le pudiese importunar de nuevo.

Continuó andando. George escuchaba el leve chapoteo de sus pasos en la acera encharcada. El silencio volvió a reinar en aquella calle de la capital estadounidense. Un silencio efímero porque en pocos segundos, otro golpe le quebró.

Empezó a diluviar con más insistencia sobre Nueva York. Supo perfectamente lo que ocurría cuando oyó los pasos de alguien correr, no le hizo falta mirar hacia atrás, la conocía de sobra. En pocos segundos le dio alcance.

“George, espera.” le agarró del hombro. Dudó si apartar su mano o girarse por completo, no hizo nada, se limitó a proseguir su camino.

Giuliette se puso delante de él, bloqueándole el paso. Apenas llevaba décimas de segundo bajo la torrencial lluvia y su destelleante pelo rubio estaba ya empapado y las gotas la recorrían aquel pálido rostro.

“Sabía que eras tú, no podía ser otro, no hay nadie capaz de venirme a buscar andando mientras parece que se va a acabar el mundo. No sabes cuanto lo siento, de verdad, lo siento mucho, por favor, dejame que lo explique, tengo muchas cosas que contarte.”
“No quiero, Giuli, no me apetece tener que volver a pasar por lo que pasé hace un mes.” Le respondió, al fin, George. “Ha sido un error venir hasta aquí, sé que no me creerás pero era el último sitio al que me apetecía venir, todavía me pregunto como he sido capaz de llegar frente a tu casa.”

Mentía y ella se dio cuenta. Sabía que el corazón le podía más que la cabeza y Giuliette era aún la dueña de aquello que un día le rompió. Le agarró de la mano. Se fueron acercando, lentamente, poco a poco, suspiro tras suspiro. Giuliette comenzaba a sentir sus latidos desbocados, la respiración se le aceleró y George la rodeó fuertemente con sus brazos.

Dejó su mano derecha sobre la cadera y con la izquierda recorrió rápidamente su espalda, de sur a norte, de abajo a arriba, hasta llegar a aquel rostro con el que tanto había soñado durante aquel último mes. Seguía lloviendo, pero parecía no importarles. La acarició suavemente, limpiándola las frías gotas que resbalaban por su cara y llevó la mano a su nuca. Se acercaban y quedaban escasos segundos para la colisión. Giuliette cerró los ojos, él, sin embargo no, prefirió guardar aquel momento con todo detalle en lo más profundo de su memoria por si acaso jamás se volvía a repetir.

Ella suspiró profundamente. Escasos milímetros. Sus húmedos labios se rozaron. George hizo ademán de retirarles, como si se fuera a arrepentir en el último segundo. Sabía Giuliette que era incapaz de hacerlo pero, aún así, arremetió contra sus labios con fiereza, buscando calor para sus heladas manos ,le desabrochó su elegante abrigo y le rodeó por la cintura, deslizando sus manos pausadamente hacia abajo.

Abrió la puerta de su casa con muchos problemas. Era complicado intentar hacer algo cuando estás preocupada por hacer otras cosas. Al cabo de un minuto, Giuliette lo consiguió. La cogió en brazos y cerró la puerta.

Ella aprovechó para quitarse las zapatillas empapadas con las que había bajado a buscarle, tirándolas sobre la alfombra del salón. La tumbó suavemente sobre su cama y se quitó el abrigo y la chaqueta arrugada, arrojándolos al sofá marrón. Volvieron a juntar sus labios en una explosión de pasión desenfrenada. Giuliette comenzó a desabrocharle los botones de la camisa, uno a uno y cuando acabó, George la tiró sobre el suelo de la habitación...

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Aún seguía allí la camisa azul de rayas blancas, sobre el frío suelo de una habitación que comenzaba a teñirse de naranja. Era la única vez en todo el día que la luz del sol podía abrirse paso entre la jungla de rascacielos que rodeaban el pequeño edificio de cinco plantas.

Estaba despierto, acariciando con ternura el brazo derecho de Giuliette. Intentaba pensar con claridad, pero era imposible. ¿Había hecho lo correcto o se había limitado a actuar según le dijo su impulsivo corazón? Ahora ya era tarde y no había remedio.

Los párpados de la joven se abrieron, dejando a la vista sus preciosos ojos verdes. Se giró para mirarle y él inclinó su cabeza hacia la izquierda.

“¿Y sabes lo mejor de todo?” le dijo Giuliette a modo de Buenos días. “Sé que lo de Chris fue un error, te echaba de menos, comprendí que no podía vivir sin tu sonrisa, sin tus miradas cómplices, sin compartir amaneceres como este, me di cuenta de que Chris no eras tú y me dio miedo, miedo de haberte perdido definitivamente y le dejé.”

Parecía que estaba a punto de resbalar alguna lágrima por su cara, pero continuó.

“Me quedé llorando, tirada en el sofá. Chris fue un error, un error muy grave, un fallo de esos que nadie nunca perdona, pero me di cuenta de que tú eras George y de que tú, por suerte, eres muy diferente de los demás.”

Se abrazaron y callaron. Mientras, Nueva York empezaba un nuevo día y un sol recién estrenado bañaba el impenetrable horizonte de rascacielos de un color naranja, del mismo naranja que simboliza el volver a empezar, el volver a retomar una vida que habías dejado aparcada.

Dani Rivera.
Disculpad otro largo periodo de inactividad. Ya estoy de vuelta con más Relatos de un romántico. En escasos días publicaré el primero de otra larga lista de relatos. Por último me encantaría dar las gracias a todos los lectores de Relatos de un Romántico, a los españoles, a los argentinos, mexicanos, chilenos, venezolanos, ecuatorianos y de demás países de lengua hispana, a mis seguidores de Twitter o a los que visitan a través de Tuenti. A todos ellos, o mejor dicho, a todos vosotros, muchas gracias.

Y agradecer especialmente a toda la gente que me apoya, tanto en el libro de visitas, como por cualquier red social anteriormente mencionada. De nuevo, gracias. Es un placer escribir para gente como vosotros.