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Era una mañana de finales de septiembre. Una espesa neblina se cernía sobre el río Pisuerga dotándolo de un aspecto fantástico, casi mágico y, sin apenas prestar atención al halo de irrealismo que desprendía el apacible agua, un autobús blanquiazul rasgó velozmente la densa niebla y cruzó el puente en escasos segundos.

Estaba nervioso, muy nervioso. Era mi primer día de clase en mi facultad. El simple nombre de Universidad hacía que pareciera mayor de lo que me creía, me hacía pensar que ya no era tan niño y que la hora de jugar y reír había quedado, hace tiempo, atrás. El pulso se me disparaba por momentos y trataba de borrar de mi frente un sudor imaginario que me parecía recorrer todo el cuerpo. Sentía que cada minuto que pasaba me ahogaba un poco más, intentaba coger una bocanada profunda de aire, pero no daba resultado, así que me limité a buscar algo con lo que poder distraerme, durante unos escasos segundos, al otro lado de la ventana de aquel renqueante bus.

Cada metro era uno menos para llegar, cada parada que se quedaba atrás era una menos para llegar a mi destino final, cada latido de mi inquieto corazón era uno menos que restaba para acabar en aquella facultad, en esa vieja Escuela Universitaria que poseía aquel aspecto elegante que le confería la inmensa fachada marmórea.

Me abstraje durante los escasos segundos que tardé en llegar hasta allí, después de bajarme en la parada más cercana del bus y sin darme cuenta, estaba andando hacia un gran edificio de color ocre con unas ventanas verdes que se encargaban de poner el toque llamativo. No sentía nada, por unos momentos la sorpresa se dibujó en mi cara, preguntándome a dónde habrían ido aquellos latidos tan sonoros que retumbaban en mi pecho, por unos instantes no tuve miedo, ni temor, ni respeto, durante un breve periodo de tiempo, me invadió un sentimiento positivo que me hacía creer que podía hacer todo lo que me propusiera... Por desgracia, pasados diez segundos, toda aquel despliegue de sentimientos cruzados, cesó.

Allí estaba. Apoyado sobre una columna, intentando no mezclarme con todos los que a partir de entonces serían mis compañeros, aparentando ser una isla solitaria en el inmenso océano, nunca jamás me ha importado estar sólo, es más, a veces, incluso, se agradece y por esto, el tiempo que transcurrió entre mi llegada y que saliera el último grupo de chicas de la clase anterior del aula, pareció pasarse con bastante celeridad.

No recuerdo a nadie en especial, pero cuando la puerta de entrada a aquella gran sala repleta de mesas se convirtió en un embudo, me fijé, detenidamente y una por una en todas las personas que la cruzaban. Andaba perdido, muy perdido...

Después, no recuerdo nada, oscuridad, es como si hubiera olvidado todo, como si estuviera en un túnel vacío, sin una luz de un tren a lo lejos, tan oscuro como un enero en soledad... Todo lo que me queda de aquel día no tan lejano es un breve reguero de imágenes que no me llevan a ningún sitio, y que terminan por desembocar en aquel rostro, en su cara, en aquellos ojos, en su mirada, en aquella sonrisa, en sus labios...

Y pasaron los días y terminamos hablando y pasaron los días y cada vez me sentía más próximo a ella. Me encantaba levantarme todas las mañanas pensando que tenía un motivo por el que hacer aquel esfuerzo sobrehumano, me alegraba la simple idea de que quizás ese día habláramos durante un largo rato que para mí siempre acababa demasiado pronto y por ella, por su culpa cometía tantas estupideces al cabo del día.

Me levantaba todos los días antes de que sonara el molesto despertador. Rápidamente, hacía todo lo que debía hacer y como una exhalación, me dirigía a la parada del autobús. A simple vista, todo parecía normal, pero sin embargo, estaba todo planeado. Todos y cada uno de los largos días de la semana cogía el bus que pasaba veinte minutos antes del que en realidad debería coger, tan sólo para coincidir “espontáneamente” con ella en el tramo final de camino a la facultad y todos y cada uno de los cinco días, perdía el bus que tendría que coger, simplemente para acompañarla durante unos escasos metros y que, al final de estos, cuando me daba la vuelta para encauzar mi camino, me dedicase aquella sonrisa, aquella sonrisa que, sin saber por qué, tan feliz me hacía.

Me fui enamorando, poco a poco, de ella, me fui quedando colgado de sus ojos, prendado de su risa, fui cayendo, sin darme cuenta, en lo más profundo de su mirada. Sin embargo, cada día me sentía peor, tenía miedo al rechazo, tenía miedo de depender tanto de ella y no sabía que hacer, si arriesgarme a que me rompiera el corazón o alejarme de su sonrisa.

Aquel día todo me iba bien, mi visión más pesimista de mi vida parecía oculta detrás de una densa y ficticia capa de felicidad, era capaz de morir por estar durante un par de segundos abrazado a ella, cada segundo que pasaba aún la quería más, pero fui un cobarde o quizás una persona sensata al no darla el menor indicio de que me gustaba, pero aquel lluvioso día, en que el calor del interior de aquella clase hacía que los cristales se tornaran opacos, por culpa del vapor, algo cambió, todavía no sé si fue mi culpa o tal vez se debiera a su inconsciencia, a su nulo conocimiento de mis sentimientos.

Todo desembarcó en la puerta principal de entrada a aquel vestíbulo presidido por una especie de figurita de plomo pequeña, que coronaba la escalinata. Ya era hora de irnos y parecía de noche aún siendo mediodía, las nubes oscuras no dejaban entrever ningún viso de mejora, no aparecía ni un solo claro entre toda aquella masa grisácea que encapotaba un cielo otrora azul. La sujeté su carpeta verde mientras ella se afanaba por encontrar su paraguas entre todas sus pertenencias esparcidas sin ningún tipo de orden aparente por aquel bolso turquesa. Mientras intentaba hallar algo en el fondo de semejante caos, la contemplaba sonriente. Cada poco tiempo, se echaba la mano al pelo, intentando recolocar lo que su energía impetuosa despeinaba, deslizando el dedo pulgar por su frente muy suavemente. La amaba, me encantaba verla resoplar y despeinarse y que alzase la vista tras algunos segundos sumergida en las profundidades de su bolso y me mirara con cara de: “¿Qué hacemos si no le encuentro?”.

Tras pasar algo más de un minuto, se dio por vencida. Se lo debía haber dejado en la entrada de su apartamento de estudiantes, la que entre semana, era su casa. Y me miró y empezamos a reírnos, preguntándonos cómo lo haríamos para no mojarnos con la incesante lluvia torrencial. Ni siquiera nos paramos a barajar la opción de quedarnos a esperar en aquel amplio vestíbulo hasta que amainase, decididos, abrimos la primera de las dos puertas de la entrada y, con cuidado de no resbalarnos por culpa de aquel suelo ennegrecido y húmedo por las pisadas constantes de los estudiantes que no dejaban de entrar, nos detuvimos ante la segunda, la puerta que daba al exterior, la que nos separaba de un más que probable catarro, la que nos distanciaba de cometer una de esas locuras que jamás se olvidan.

Quince minutos, quince angustiosos y a la vez divertidos minutos en la que las gotas penetraron, a cada paso, por entre toda nuestra ropa. Quince largos minutos en los que no pude dejar de mirarla, riéndose, como una niña pequeña que estrena botas katiuskas un día de lluvia, saltando en cada charco, divirtiéndose como si estuviese en un patio de recreo, abrazándome mientras corríamos a una velocidad no muy rápida entre las facultades y los edificios más cercanos.

Y la acompañé hasta su portal. Vivía en uno de esos bloques de edificios que no destacan ente la multitud, esos pisos de ladrillo rojizo, con una terraza con verjas grises. Ese era su pequeño mundo, en el que le tocaba hacer su vida, al menos, durante los cinco días lectivos que tenía cada semana.

Su pelo empapado mojaba, gota a gota, el suelo de aquel portal de baldosas grises. Me fui a despedir, como siempre hacía, pronunciando un tímido adiós y dándome la vuelta, de regreso a mi triste vida porque sin ella no era nada, sin ella era un chico diferente que vivía amargado y al que le agobiaba pensar en un futuro en el que ella no estuviera, aquella chica me convertía cada mañana, en alguien especial, en alguien distinto, en una persona graciosa, amable, simpática, pero tras cada tímido adiós, tras verla girar y contemplar su sonrisa por última vez, volvía a mi vida gris.

Y allí, frente a frente, todavía riéndonos e intentando recuperar un aliento derrochado en aquella alocada carrera, nos miramos a los ojos. Nunca me había fijado en el color tan profundo de sus pupilas, según se mirase tenía los ojos color miel o bien de un tono verdoso, aquella mirada hacía que algo en mi pecho fuera a estallar, aquella mirada que me enamoró me devolvía cada día a mi triste realidad, pero en aquel momento...

Su sonrisa se fue apagando lentamente, yo no sabía que hacer, si despedirme e irme, de nuevo corriendo entre las calles solitarias y encharcadas o quedarme, porque sentía que ella tenía dudas, no hablaba, simplemente, se limitaba a mirarme a los ojos hasta que su sonrisa se transformó en una mueca extraña.

Lentamente, poco a poco, iba sintiendo su respiración más cercana. Cogía aire profundamente, tratandome de tranquilizar, algo que fue completamente inútil. Seguíamos sin apartar la vista de los ojos del otro, pero, paso a paso, nos acercábamos a nuestro final. Era preciosa, su pelo mojado centelleaba con la luz azul de tonalidades moradas de la bombilla del portal y sus labios dibujaban la amplia sonrisa de la que me enamoré instantáneamente aquel primer día. Traté de no romper la solemnidad del momento y suavemente y casi sin que lo notara, fui bajando mis manos hasta rodearla por la cintura y ella hizo lo propio, entremezclando sus brazos con los míos, fundiéndonos a fuego lento en aquel mediodía pasado por agua.

Aún me acuerdo del sabor de aquel primer beso, el dulzor de su perfume que, desde entonces me trae tan buenos recuerdos, el toque sutil del amargor de su pintalabios rojo apagado, la suavidad de sus labios, de su piel... Recorrí con mi mano izquierda lentamente su espalda, hasta llegar a su pelo negro azabache y noté como unas juguetonas gotas de agua, que seguían impregnadas entre su cabello, me resbalaban, zigzagueando, por mis dedos...

Aquel día dejé olvidada mi apatía, aquel día me encontré a mi mismo, aquel lluvioso mediodía conseguí, por fin, abandonar el intrincado caos en el que me hallaba sumergido, aquel esperanzador día, huí, para siempre, del cruel laberinto de la amargura.

Dani Rivera