Sígueme
  • “Damián, mañana a la hora de siempre, en el mismo lugar ¿ok?”

  • “Esperaré impaciente a que lleguen las cinco de la tarde de mañana.”

Cerró la conversación, deslizó el ratón hasta la esquina inferior izquierda de la pantalla. Un clic. Apagar. Otro clic. Instantáneamente la preciosa vista que presidía el escritorio del ordenador cambió y en su lugar apareció un fondo azul celeste con un mensaje muy simple: “Apagando equipo.” Segundos después, el molesto ruido del ventilador interno de la torre de control cesó. Silencio.


Damián siguió sentado delante de la pantalla ya apagada. Pensaba. Pensaba en alguien que no conocía, en una chica que se había cruzado en su vida sin querer, en una persona misteriosa a quien un buen día encontró en las profundidades de la inmensa red que es internet. Se llamaba Natalia, pese a que él estaba más familiarizado con su nick, y vivía en Murcia a cientos de kilómetros de su Valladolid natal, casi en la otra punta de España.


Cuanto más la conocía, cuantas más palabras intercambiaba con ella, más ganas tenía de verla, de hablar en persona, pero se tenía que contentar únicamente con leer sus mensajes, sus mails o escuchar su voz a través del teléfono. Sentía que si hubiera vivido en su misma ciudad se hubiese podido convertir en una personal especial, en algo más que una amiga.


Una y otra vez le asaltaba el mismo recuerdo mientras no quitaba la mirada de la pantalla del ordenador. Hacía tiempo, un amigo se había reído de él cuando le había dicho que necesitaba encontrar a su media naranja, a la persona que le complementase, a la otra pieza de un puzle compuesto únicamente por dos. Cuando su amigo terminó de reirse, le puso la mano derecha en su hombro. Su expresión cambió, dejando a un lado la mueca burlona. Se puso moderadamente serio y le preguntó. “¿De verdad crees que todos tenemos a alguien predestinado para nosotros?”


  • “Creo que sí...” Respondió Damián algo inseguro.

  • “¿De verdad?” Insistió su amigo. Viendo que asentía con la cabeza volvió a formular una pregunta. “¿Y si la persona que está hecha para ti vive en un lugar remoto? ¿Qué pasa si no la encuentras en toda tu vida? ¿Te conformarás con otra que no esté hecha a tu medida?”

  • “La encontraré, estoy seguro.” La energía que depositó en su contestación hizo que la respuesta fuese muy convincente.

  • “¿Sí? ¿De verdad lo crees?” Se miraron a los ojos y el chico volvió a asentir. “Pues no sé cómo lo vas a hacer...”

  • “Daré con ella, sea como sea...”

  • “Prueba a teclear en google 'chica perfecta' y clica en 'voy a tener suerte' a lo mejor te sale algo”


Pero Damián ya no prestaba atención a la enésima burla de su amigo. Divagaba entre sus pensamientos. En cuanto llegó a casa, encendió el ordenador. Cuando se dio cuenta estaba en un buscador de internet y ya había tecleado 'Chica perfecta'. “Qué absurdo” pensó y borró lo que había puesto. Sin embargo, al compás parpadeante del cursor, escribió una palabra muy corta. “Chat”. Y clicó sobre la primera opción que apareció.


Allí fue donde se había iniciado todo. La conocío, intercambiaron números de móvil, correos... y poco a poco, sin él quererlo la fue queriendo. Se había enamorado de una completa desconocida. Había visto fotos suyas, se había quedado prendado de un ideal, le encantaba compartir con ella horas y horas hablando de cualquier cosa. Estaba seguro. Era su otra mitad, la persona que le complementaba y, sin embargo, la lejanía les mantenía separados.


Pasó el tiempo y la fogosidad de sus conversaciones se fue enfriando. Decayó lentamente hasta extinguirse por completo. En unos meses se dió cuenta de que la había perdido definitivamente.


La vida de Damián fue cambiando. Dejó de tener diecisiete años para tener veinte y estar en la universidad. Ya no era el niño que una vez soñó con conocer a Natalia. Después de ella, vinieron muchas. Novias, amigas, chicas de una noche... Pero ninguna consiguió borrar su recuerdo. Con ninguna se repitió el sentimiento que le había poseído cuando la conoció en aquel chat hacía ya tres años. Era extraño pero seguía enloquecidamente 'enamorado'.


Una noche fría de un sábado cualquiera de octubre se despidió de sus amigos. Les dejaba a que se fuesen a tomar la última en un bar de copas cercano. Él estaba agotado y emprendió el camino de vuelta a casa. Se subió la cremallera de su cazadora hasta que le rozó la garganta. Diez grados y un viento gélido le hacían tiritar.


Caminaba prácticamente solo por las céntricas calles de Valladolid. Miraba al suelo a la vez que trataba de ponerse bien los cascos para escuchar algo de música. Se cruzó con una chica. Levantó la vista. Era muy guapa. Regresó a lo suyo. No lograba enchufar el dichoso cable correctamente. Espera un momento.


Miró hacia atrás. “No, no puede ser.” sonrió. Era una locura. Por fin acertó. Presionó la tecla de 'Play'. Los primeros compases de 'Los lunes de octubre' vibraron en sus oídos. Demasiado alto. Bajó el volumen. Se volvió a dar la vuelta.


La chica estaba ya algo lejos, veinte metros, quizá. Estaba a punto de hacer algo absurdo. Desenchufó lo que tanto trabajo le había costado enchufar. Paró la música. Cogió aire. Notó como los nervios estrujaban su corazón como si fuese un puño. Y lo dijo.


“¿Natalia?”. La pregunta resonó en aquella calle vacía de Valladolid. La chica seguía su camino, como si no hubiera escuchado nada. “Al menos no me quedo con la duda” dijo Damián. El color rojo comenzaba a apoderarse de su cara, la vergüenza por haber metido la pata. Se iba a girar cuando la chica, diez segundos después de aquella pregunta, se dió la vuelta. Le miró. “Tierra trágame” pensó, y el color rojo de su rostro se acentuó.


  • “No, no puede ser.” dijo ella “¿Damián?” Al pronunciar su nombre, Natalia sonrió.

Damián tragó saliva a la vez que se fue acercando, sin querer, hacia ella. La chica también andaba hacia su encuentro.


  • “¿En serio? ¿Eres Natalia?” Seguía sin creérselo, incrédulo por un azar que de vez en cuando nos sorprende.

Se abrazaron como si se conocieran de toda la vida. Tras darse los dos besos de rigor se sentaron en un banco cercano, entonces Natalia le comenzó a contar su historia, la razón por la cual ahora estaba a su lado.


Tras acabar bachiller, tenía decidido hacer periodismo. Las cosas se complicaron con las notas de corte, demasiado altas como para poder hacer la carrera en Murcia, en ese momento se planteó salir fuera, a otro lugar. Declinó las opciones de Madrid, Sevilla, Valencia o Barcelona impulsada por el morbo de tener una posibilidad real de conocer al 'amor de su infancia', al único chico que le había hecho sentir algo especial. Asi que dejó su vida a orillas del Mediterráneo y viajó rumbo a Valladolid.


Natalia confesó que desde que había llegado allí, cada vez que pisaba la calle, anhelaba ver su cara entre los rostros desconocidos de la gente. A Damián aquello le parecía surrealista, un esfuerzo demasiado grande para tener simplemente la oportunidad de conocer a una persona que conocía tan sumamente bien y con la que hacía años que no hablaba. No sabía si estaba loca de atar o loca por culpa de un sentimiento que se asemejaba mucho al amor.


El caso es que, por muy rocambolesca que fuese la historia, las piezas del puzle por fin habían encajado. La tenía donde había deseado tantas veces tenerla, a su lado, a escasos centímetros. Ella seguía hablando pero hacía tiempo que él se había perdido en el abrir y cerrar de sus labios. La quería. Ahora estaba más que seguro.


Once años después de aquel encuentro, también un frío sábado de octubre, contrajeron matrimonio en una iglesia muy cercana al lugar donde se vieron por primera vez. Dos años después de la boda, nacerían sus dos hijos, mellizos, un chico y una chica. Al primero le pusieron Roberto, casualmente el mismo nombre que tenía el amigo de Damián con el que una vez había discutido sobre la chica perfecta. A la niña la llamaron Esperanza, la esperanza que hizo que Natalia tomase la decisión más alocada de su vida y dejase todo en Murcia para irse a orillas del río Pisuerga y tener así, al menos, la posibilidad de conocer a Damián, la misma esperanza que había hecho que Damián gritase su nombre en una fría noche de octubre en una solitaria y céntrica calle de Valladolid.


Dani Rivera