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Estaba absolutamente aterrado. Sentado, con las manos en mis rodillas, dándole vueltas a pensamientos absurdos que apenas sí me lograban abstraer de mis intensas preocupaciones, rodeado de la soledad, en un banco de un largo pasillo en un impoluto y a la vez aterrador hospital.

Sentía una gran presión en el pecho, tenía miedo de que todos mis temores me esperasen detrás de aquella puerta, camuflándose entre un señor de bata blanca y una mesa repleta de instrumentos médicos y papeles desparramados por encima.

Tragaba y tragaba saliva, cogía bocanadas de aire inútiles porque seguía ahogándome en mis temores más perversos, no podía más, había vivido toda mi vida pensando en lo mal que estaba, en lo solo y en lo triste que me sentía y ahora, sin embargo, me daba cuenta de lo estúpido que fui, de que aquellos miedos no eran más que sentimientos absurdos, porque cuando uno se encuentra en el borde del precipicio, se pone a pensar en lo feliz que realmente era cuando pensaba que la vida no le sonreía.

Se abrió, sin previo aviso, la puerta de mi izquierda. Una voz masculina, de tono más bien grave y calmado, pronunció mi nombre y yo, aturdido, con mi corazón agonizando, como si estuviera exprimido por un puño cruel, me levanté y entré en aquel despacho en el que todo estaba sumamente ordenado, sin dejar nada al más remoto azar.

Me senté en aquella silla azul acolchada, situada justo enfrente del doctor, que ni si quiera se dignó a mirarme, permanecía absorto ojeando papeles y papeles, informes e informes. Cuando por fin acabó, unos segundos más tarde que a mí se me hicieron eternos, clavó su mirada en mis ojos y respirando profundamente, me dijo:

“ El tratamiento no ha servido de nada, lo siento.”

Me derrumbé, los cimientos de una vida entera se vinieron abajo en escasas milésimas de segundo, mi enfermedad, una enfermedad silenciosa que llegó un maldito día y que no se ha vuelto a ir, acababa de arrasar todas mis esperanzas, acababa de destruir mi mundo. Sin embargo, no lloraba, no conseguía derramar una sola lágrima, me mareaba, era una situación extraña, como cuando te despiertas y no sabes si aún continúas en una pesadilla o si ya estás en el mundo real.

“ ¿ Y eso significa que me quedan...?”

Dejé que acabase la frase, sentía que se me nublaba la vista, que no lograba hacerme a la idea de algo a lo que pensé que estaba preparado. Llevaba tres años con aquella extraña enfermedad, tres largos años en los que creía haberme preparado para aquel momento, tres años en los que pensaba que tarde o temprano mi vida llegaría a su final, mi camino se terminaba allí, acababa justo en el borde de aquel acantilado, donde las olas rompían... Tres años de sufrimientos, de pesadillas... Tres años de amarga agonía.

“Apenas 24 horas”

Su voz tenía un deje de dolor, obviamente a nadie le gusta dar una noticia así. Sin respiración, huí, salí a toda prisa de aquella habitación que cada vez se hacía más pequeña, ahogándome lentamente.
Mi final ya estaba fijado, pero mi destino aún no estaba escrito, debía asumir la dura verdad, cuanto más tiempo perdía, menos quedaba.

Decidido a olvidar aquel inhumano cronómetro, arranqué el coche, dispuesto a cometer una locura, algo que debí haber hecho hace mucho tiempo.

Aparqué en frente de un edificio de viviendas muy alto. Llovía, pero no me importaba mojarme lo más mínimo, pisando charcos, llegué al portal de mi casa.

Estaba exaltado, fuera de mí y no era para menos. Lo primero que hice fue dirigirme velozmente a mi mesa, cogí lápiz y papel y comencé a pensar en todas las cosas que me gustaría hacer antes de morir. No se me ocurría nada, los minutos pasaban y pasaban. “Decirla lo que siento” fue lo primero que escribí, “Visitar Nueva York, Londres, Edimburgo y Amsterdam” eran ciudades a las que me hubiese encantado ir “Despedirme de todas las personas a las que quiero” aunque prefería no hacerlo, sería muy duro, pero era algo que debía añadir a aquella macabra lista, “Tumbarme al sol cuando llueva” era algo que siempre me había atraído, “Contemplar un amanecer” algo que parece tan normal, pero que nunca había hecho. Y así estuve durante minutos y minutos, escribiendo una lista extraña hasta que por fin, anoté la última cosa que me gustaría hacer antes de morir, un enigmático “Preparar todo” cerraba aquella lista, tras acabar, doblé sin mucho cuidado aquella hoja de papel y la metí en el bolsillo derecho de mi pantalón.

Cogí otro folio y comencé a escribir, intentando que el temblor de mi mano izquierda no impidese que el mensaje fuese ilegible, antes de irme, después de dejar un sobre blanco encima de mi mesa vacía, coloqué un disco en mi minicadena y me disponía a escucharlo cuando me disuadí a mi mismo de hacerlo al echar una ojeada a mi reloj.

En pocos minutos estaba enfrente de aquella tienda de decoración. A través del escaparate veía a una chica joven, con el pelo negro que la caía hasta los hombros, estaba ordenando antes de cerrar. Dio la última vuelta a la llave de la puerta de entrada de aquella tienda que tanto esfuerzo la había costado, era su sueño, desde pequeña anhelaba ser decoradora, poner color en vidas grises, transformar por arte de magia, la tristeza por alegría.

Salí del coche rápidamente. Aún llovía, crucé la calle con cuidado de no ser atropellado por cualquier conductor que, en semejante condiciones, no me viese. Pronuncié su nombre procurando no levantar mucho la voz, ella ya se perdía entre la multitud, después de haber abierto cuidadosamente su paraguas. Inmediatamente se giró y al verme, sonrió.

Jamás había sido capaz de reunir el suficiente valor o,a lo mejor, era que prefería mantener a una amiga que intentar hacer algo y perderla. Eramos grandes amigos desde que nos conocimos un lejano lunes de octubre de nuestro primer curso de carrera. Ahora, después de diez años de confesar secretos, después de diez años de esconder un sentimiento que me mataba por dentro cada vez que la veía... Diez años después, una enfermedad me ponía en una encrucijada y yo, ya había decidido el camino por el que decantarme.

Me acerqué a ella y no la dejé, siquiera, que me saludase. Mi dedo índice, veloz, la cerró los labios, yo no quería esperar más, no podía...

“Te quiero” la confesé “Te quiero desde hace diez años, diez años de silencio que no han servido para acallar las voces que me animaban a confesarte mi amor, te quiero desde aquella mañana de octubre en la que el caprichoso destino nos unió, te he querido y nunca he dicho nada... hasta ahora..”

En su cara se dibujó la sorpresa. Me sentía un poco estúpido, no sabía que hacer, que decirla, desconocía lo que ella haría, si se marcharía, si me ignoraría, pero ahora que ya había rebasado la frontera del dolor, nada me podría hacer aún más daño. Ella miró al suelo, me pareció ver una sonrisa en sus labios y, en pocas décimas de un largo segundo, se abalanzó sobre mí, y la rodeé con mis brazos y, debajo de aquel paraguas amarillo, cuando la lluvia más arreciaba, nos besamos mientras la gente nos esquivaba, eramos una isla de felicidad en el océano de la monotonía.

Tenía el pelo empapado, las gotas me resbalaban por la cara, pero ni a mí, ni a ella, nos importó. Fuimos andando, agarrados de la mano como dos locos enamorados, hasta mi coche. Eran las ocho y el sol invernal agonizaba hasta casi apagarse. Conducía sin un destino fijo, hasta que ella me agarró firmemente la mano que tenía en el cambio de marchas. Entonces, supe dónde ir.

Abrió la puerta de su casa. Sabía que la había leído la mente, que ella quería llevarme allí y sin decírmelo, aparqué enfrente de su puerta, la conocía demasiado bien... Dejó su bolso en una silla de la entrada, mientras yo me quitaba la cazadora y ella dejaba su abrigo en un percha del vestíbulo. La esperé sentado en su sofa mientras se iba al baño, cuando regresó se abalanzó sobre mí, sin previo aviso y me fue desabrochando la camisa, poco a poco, mientras sus labios se enredaban con los míos, recorría mi torso desnudo con su dedo corazón, lentamente...

Sentía que me desvanecía, la amaba, deseaba estar junto a ella toda la noche, anhelaba ser suyo, mis manos se fueron deslizando, desde sus hombros hasta sus caderas y la agarré fuertemente, queriendo seguir el compás que ella había iniciado. El sol finalmente murió y tras su muerte, la luna resucitó.

Me desperté por culpa de los insolentes rayos que se colaban a través de su persiana. Giré la cabeza, ella continuaba durmiendo sobre aquella cama que fue testigo de una noche de desenfreno, de una noche en la que no nos importó el mañana. Me levanté, cogí mis pantalones, mis zapatos y mi camisa, desperdigados entre el suelo del salón y su habitación. Busqué un pequeño papel en un bolsillo de mis vaqueros y le saqué.

Era la lista. Eché un vistazo a mi alrededor y encontré un bolígrafo. Taché todas y cada una de las frases de aquel papel arrugado con una fina raya negra, aunque no había hecho realidad ninguna. Me senté en el sofá donde había comenzado todo y tras pensar detenidamente, añadí una única frase al final de todos mis deseos. “Pasar mi último día con ella.” Sonreí, orgulloso, todas aquellas fantasías no eran nada comparada con esa. No había cumplido ninguno de mis sueños y, sin embargo, lo había hecho todo.

Me vestí mientras veía salir el sol entre las columnas de edificios. Aquel era el amanecer de mi último día. Me puse mis zapatos, cogí mi chaqueta y, con sumo cuidado, cerré la puerta. Debía hacer una última cosa y para eso, tenía que volver a mi casa.

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La costó, pero tras un forcejeo con la llave, consiguió entrar. Tres días habían pasado desde aquella noche que pareció no tener final y aún no podía contener las lágrimas. Llevaba un vestido negro que la llegaba más allá de las rodillas, zapatos del color del carbón y el rimmel parecía resbalarla por las mejillas.

Estaba en su apartamento y, rápidamente encontró una carta cerrada encima de una mesa vacía. Delicadamente, la cogió. “ Para mi amor eterno” rezaba la parte delantera de aquel sobre y, después de abrirle, sacó la carta.

Querida Laura,

Una vez soñé que despertaba junto a ti, por desgracia al despertar no te tenía a mi lado.
Una vez soñé que te besaba al fin, pero en la vida real nunca se cumple lo deseado.
Una vez soñé que moría sin ti, eso, por suerte, nunca se llevará a cabo.

Me he callado tantos Te quieros, he reprimido tantos besos y sin embargo ahora sé que podía haber sido mucho más feliz junto a tí, si te hubiera dicho lo que sentía mucho antes, todo hubiera cambiado.

No llores, quédate con los momentos que pasamos juntos, pasé mi último día aquí como siempre he deseado, yo ya no lloro, tan sólo lamento haber perdido un tiempo muy valioso... a tu lado.

Siempre tuyo.

Dani Rivera.


La dí dos besos. Era el punto y final de nuestra cita que se había prolongado durante algo más de hora y media en la que ella, una chica no excesivamente guapa llamada Natalia, se había cansado de insinuarse, de provocarme, de mojarse suavemente sus labios con su lengua, de recorrer mi brazo izquierdo con la punta de sus dedos, de peinarse sensualmente el pelo castaño cada vez que el viento se encargaba de despeinarla. Sin embargo, yo no había sucumbido ante la tentación, la tenía donde exactamente quería y sabía perfectamente que esa noche la chica no dormiría, pensando en que había sido capaz de ver yo en ella.

Pero ahora estaba justo enfrente, intenté mantener una cierta distancia para evitar que ella se abalanzase sobre mí y acabara besándome. No, no, tenía que evitarlo a toda costa, sabía lo que ella quería hacer a modo de despedida, así que corté la conversación rápidamente y la dí dos besos en sus mejillas sonrosadas por el frío.

Miré a mi reloj de correa de cuero negro, tenía prisa, aquella no era la única ni la última cita que tenía hoy. Me despedi con un fugaz “Ya te llamaré”. Aquello era cierto, de lo poco verdaderamente cierto que había dicho en la última hora y media, ella no me gustaba, no era fea, ni tampoco tenía excesivo peso de más en su voluptuoso cuerpo, pero no era mi tipo, para mí, la tal Natalia, era simplemente, el último nombre de una larga lista de chicas. Y, apresuradamente, tras dedicarla un “Adiós” muy rápido, me giré y casi huyendo, me alejé de su vista.

No recuerdo quien fue la última novia formal que tuve, ni cómo se llamaba, ni cómo era, no me acordaba de nada, de absolutamente nada, pero a partir de ella, a partir de esa chica, ahora desconocida, a la que un día besé, me había vuelto insensible, mi corazón era puro cemento, un muro de hormigón al que poco le importaba el frío o el calor.

A partir de aquella última y lejana novia, a quién estoy seguro de que un día dije “Te quiero”, no había vuelto a ser el mismo, ni siquiera me planteaba algo más después de una noche al calor del edredón, tal vez es que el amor de mi vida aún no había llegado o, quizás, ya se había marchado llorando de mi cama una mañana de domingo, pero hacía demasiado tiempo que no sentía absolutamente nada al ver un corazón con mi nombre tatuado en la corteza de un viejo árbol.

No quedaba nada para que llegase el catorce de febrero, el tan odiado y a la vez tan esperado San Valentín. Yo ya tenía cinco rosas rojas guardadas en la recámara, descansaban en el oscuro fondo de un cajón de mi salón, cinco rosas rojas que significaban cinco “Te quiero” vacíos a cinco mujeres diferentes que, al contrario que yo, sí que estaban enamoradas de mí.

Llegué, como siempre, puntual a la cita y me quedé esperando en la fuente de la plaza Zorrilla rodeada por un monumental edificio revestido de una piedra que se asemejaba al mármol, la Academia de Caballería. Estaba en el centro de Valladolid, justo enfrente de uno de los “pulmones” verdes de la ciudad del Pisuerga, el Campo Grande.

Era ya noche cerrada. El inmóvil agua de la fuente parecía un espejo, apenas tres personas caminaban silenciosas por el paseo Zorrilla. Me fijé en la esfera de mi reloj de agujas, echando un vistazo a la hora, pero, sin embargo, mi mirada se perdió entre los minúsculos dígitos de la fecha: 13 de febrero, once de la noche.

Había quedado con una chica que conocí un sábado por la noche en una céntrica discoteca de Valladolid. Y tardó, pero acabó llegando. Estaba radiante, vestida con unos sencillos pantalones vaqueros, un par de tacones marrones y una cazadora del mismo color. Nos dimos los dos besos de cortesía. Era preciosa, ni siquiera me importó que me dejase marcada, débilmente, la huella de color rojo carmín de sus labios en mis mejillas.

Caminamos. Su largo pelo moreno parecía acariciar al viento, al mecerse suavemente al compás de una suave brisa de invierno, sus grandes ojos verdes parecían desnudarme por dentro cada vez que nuestras miradas se cruzaban y su inmaculada sonrisa parecía intentar rivalizas con el brillo blanco de las estrellas de aquella noche de febrero.

Hablábamos mientras nos dirigíamos hacia uno de mis bares favoritos, cuando al terminar de cruzar el paso de cebra que nos conducía a la entrada del local, se abalanzó sobre mí y, sin previo aviso, me besó.

Esta vez no me importó, no la puse ninguna objeción, ni siquiera hice amago de retirar mis labios. Acabamos abrazados en mitad de la nada, a medio camino entre la puerta del bar y el paso de cebra. Recorrió con su mano derecha mi pierna, hasta llegar a uno de los bolsillos de mis pantalones donde tenía las llaves de mi casa y del coche.

Acercó sus labios rojos a mi oído, como si alguien nos pudiese escuchar en el centro del desierto, y me susurró: “Llevame a tu casa.” Tampoco puse trabas, la noche era larga y no tenía nada mejor que hacer.

Veinte minutos después, estaba abriendo la puerta de mi casa. La invité a pasar al salón, coronado por una enorme y preciosa chimenea que ponía la nota clásica. Encendí el fuego y cuando me iba a sentar en el sofá, a su lado, se levantó y me agarró de la mano.

“En la cama mejor ¿no?” dijo, esbozando una sonrisa que me recordó a la de una niña pequeña que se acaba de meter en un grave lío. Asentí con la cabeza y la llevé hasta mi habitación.

Me desperté en mitad de la noche. Ella, a mi izquierda, seguía durmiendo, arropada entre las sábanas, con cara de felicidad. Me quedé observándola durante largo rato, con la mirada con la que un preso contempla su libertad, con la mirada con la que un anciano contempla a un recién nacido, con la mirada cargada con un sentimiento llamado amor, algo que hacía mucho tiempo ya que no sentía. Y pensé, estuve pensando minutos y minutos, hasta que, sin saber por qué, abandone el calor que reinaba debajo de las sábanas y sin hacer ruido, me deslicé hasta el salón.

El fuego de la chimenea aún seguía ardiendo. Abrí con cuidado uno de los cajones de un gran armario. Saqué cinco rosas rojas y sin premeditarlo, arrojé cuatro al fuego casi apagado, que pareció estallar mientras devoraba sin piedad las flores.

Regresé a mi habitación, con la única rosa que me quedaba en la mano izquierda, y, al llegar la dejé delicadamente sobre su ropa, perfectamente doblada, que descansaba sobre una silla al lado izquierdo de la cama.

Había llegado a la conclusión de quemar cuatro “Te quiero” vacíos que no hubieran significado más que un precioso tiempo perdido, me había dado cuenta de que, por poco que la conociese, su quinta y última rosa ya tenía dueña, estaba seguro de que mi amor de verdad, mi chica perfecta, dormía ahora en mi cama.

Y procurando no despertarla, me tumbé de nuevo a su izquierda, y me quedé dormido.

El insolente sol que se colaba por las ranuras de la persiana me despertó. Sonreí y abrí los ojos. Estiré mi brazo para rodearla pero ya no estaba, no había nada en su lugar. Sorprendido, me incorporé rápidamente y eché un vistazo a la habitación. Una rosa roja descansaba sobre el suelo a los pies de una silla vacía.

Me levanté. Corriendo por los pasillos, aún se podía oler su delicado perfume. Llegué al salón y ya no había nadie, únicamente un pétalo de rosa medio quemado a la orilla de la chimenea. Le cogí y, arrodillado, con la mano izquierda manchada de ceniza, de polvo de rosa, me prometí a mi mismo renacer como un ave fénix, como un ave fénix que renace de sus cenizas, de unas cenizas que, en mi caso, eran de cuatro rosas rojas.

Dani Rivera.

- Imagen de portada: Academia de Caballería de Valladolid con la estatua de Zorrilla en la plaza que lleva su nombre en primer plano. Copyright perteneciente a: http://www.flickriver.com/photos/marcp_dmoz/tags/nikkor/