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Cinco rosas rojas por San Valentín.



Escrito por  Dani Rivera     1/18/2011    Etiquetas: 


La dí dos besos. Era el punto y final de nuestra cita que se había prolongado durante algo más de hora y media en la que ella, una chica no excesivamente guapa llamada Natalia, se había cansado de insinuarse, de provocarme, de mojarse suavemente sus labios con su lengua, de recorrer mi brazo izquierdo con la punta de sus dedos, de peinarse sensualmente el pelo castaño cada vez que el viento se encargaba de despeinarla. Sin embargo, yo no había sucumbido ante la tentación, la tenía donde exactamente quería y sabía perfectamente que esa noche la chica no dormiría, pensando en que había sido capaz de ver yo en ella.

Pero ahora estaba justo enfrente, intenté mantener una cierta distancia para evitar que ella se abalanzase sobre mí y acabara besándome. No, no, tenía que evitarlo a toda costa, sabía lo que ella quería hacer a modo de despedida, así que corté la conversación rápidamente y la dí dos besos en sus mejillas sonrosadas por el frío.

Miré a mi reloj de correa de cuero negro, tenía prisa, aquella no era la única ni la última cita que tenía hoy. Me despedi con un fugaz “Ya te llamaré”. Aquello era cierto, de lo poco verdaderamente cierto que había dicho en la última hora y media, ella no me gustaba, no era fea, ni tampoco tenía excesivo peso de más en su voluptuoso cuerpo, pero no era mi tipo, para mí, la tal Natalia, era simplemente, el último nombre de una larga lista de chicas. Y, apresuradamente, tras dedicarla un “Adiós” muy rápido, me giré y casi huyendo, me alejé de su vista.

No recuerdo quien fue la última novia formal que tuve, ni cómo se llamaba, ni cómo era, no me acordaba de nada, de absolutamente nada, pero a partir de ella, a partir de esa chica, ahora desconocida, a la que un día besé, me había vuelto insensible, mi corazón era puro cemento, un muro de hormigón al que poco le importaba el frío o el calor.

A partir de aquella última y lejana novia, a quién estoy seguro de que un día dije “Te quiero”, no había vuelto a ser el mismo, ni siquiera me planteaba algo más después de una noche al calor del edredón, tal vez es que el amor de mi vida aún no había llegado o, quizás, ya se había marchado llorando de mi cama una mañana de domingo, pero hacía demasiado tiempo que no sentía absolutamente nada al ver un corazón con mi nombre tatuado en la corteza de un viejo árbol.

No quedaba nada para que llegase el catorce de febrero, el tan odiado y a la vez tan esperado San Valentín. Yo ya tenía cinco rosas rojas guardadas en la recámara, descansaban en el oscuro fondo de un cajón de mi salón, cinco rosas rojas que significaban cinco “Te quiero” vacíos a cinco mujeres diferentes que, al contrario que yo, sí que estaban enamoradas de mí.

Llegué, como siempre, puntual a la cita y me quedé esperando en la fuente de la plaza Zorrilla rodeada por un monumental edificio revestido de una piedra que se asemejaba al mármol, la Academia de Caballería. Estaba en el centro de Valladolid, justo enfrente de uno de los “pulmones” verdes de la ciudad del Pisuerga, el Campo Grande.

Era ya noche cerrada. El inmóvil agua de la fuente parecía un espejo, apenas tres personas caminaban silenciosas por el paseo Zorrilla. Me fijé en la esfera de mi reloj de agujas, echando un vistazo a la hora, pero, sin embargo, mi mirada se perdió entre los minúsculos dígitos de la fecha: 13 de febrero, once de la noche.

Había quedado con una chica que conocí un sábado por la noche en una céntrica discoteca de Valladolid. Y tardó, pero acabó llegando. Estaba radiante, vestida con unos sencillos pantalones vaqueros, un par de tacones marrones y una cazadora del mismo color. Nos dimos los dos besos de cortesía. Era preciosa, ni siquiera me importó que me dejase marcada, débilmente, la huella de color rojo carmín de sus labios en mis mejillas.

Caminamos. Su largo pelo moreno parecía acariciar al viento, al mecerse suavemente al compás de una suave brisa de invierno, sus grandes ojos verdes parecían desnudarme por dentro cada vez que nuestras miradas se cruzaban y su inmaculada sonrisa parecía intentar rivalizas con el brillo blanco de las estrellas de aquella noche de febrero.

Hablábamos mientras nos dirigíamos hacia uno de mis bares favoritos, cuando al terminar de cruzar el paso de cebra que nos conducía a la entrada del local, se abalanzó sobre mí y, sin previo aviso, me besó.

Esta vez no me importó, no la puse ninguna objeción, ni siquiera hice amago de retirar mis labios. Acabamos abrazados en mitad de la nada, a medio camino entre la puerta del bar y el paso de cebra. Recorrió con su mano derecha mi pierna, hasta llegar a uno de los bolsillos de mis pantalones donde tenía las llaves de mi casa y del coche.

Acercó sus labios rojos a mi oído, como si alguien nos pudiese escuchar en el centro del desierto, y me susurró: “Llevame a tu casa.” Tampoco puse trabas, la noche era larga y no tenía nada mejor que hacer.

Veinte minutos después, estaba abriendo la puerta de mi casa. La invité a pasar al salón, coronado por una enorme y preciosa chimenea que ponía la nota clásica. Encendí el fuego y cuando me iba a sentar en el sofá, a su lado, se levantó y me agarró de la mano.

“En la cama mejor ¿no?” dijo, esbozando una sonrisa que me recordó a la de una niña pequeña que se acaba de meter en un grave lío. Asentí con la cabeza y la llevé hasta mi habitación.

Me desperté en mitad de la noche. Ella, a mi izquierda, seguía durmiendo, arropada entre las sábanas, con cara de felicidad. Me quedé observándola durante largo rato, con la mirada con la que un preso contempla su libertad, con la mirada con la que un anciano contempla a un recién nacido, con la mirada cargada con un sentimiento llamado amor, algo que hacía mucho tiempo ya que no sentía. Y pensé, estuve pensando minutos y minutos, hasta que, sin saber por qué, abandone el calor que reinaba debajo de las sábanas y sin hacer ruido, me deslicé hasta el salón.

El fuego de la chimenea aún seguía ardiendo. Abrí con cuidado uno de los cajones de un gran armario. Saqué cinco rosas rojas y sin premeditarlo, arrojé cuatro al fuego casi apagado, que pareció estallar mientras devoraba sin piedad las flores.

Regresé a mi habitación, con la única rosa que me quedaba en la mano izquierda, y, al llegar la dejé delicadamente sobre su ropa, perfectamente doblada, que descansaba sobre una silla al lado izquierdo de la cama.

Había llegado a la conclusión de quemar cuatro “Te quiero” vacíos que no hubieran significado más que un precioso tiempo perdido, me había dado cuenta de que, por poco que la conociese, su quinta y última rosa ya tenía dueña, estaba seguro de que mi amor de verdad, mi chica perfecta, dormía ahora en mi cama.

Y procurando no despertarla, me tumbé de nuevo a su izquierda, y me quedé dormido.

El insolente sol que se colaba por las ranuras de la persiana me despertó. Sonreí y abrí los ojos. Estiré mi brazo para rodearla pero ya no estaba, no había nada en su lugar. Sorprendido, me incorporé rápidamente y eché un vistazo a la habitación. Una rosa roja descansaba sobre el suelo a los pies de una silla vacía.

Me levanté. Corriendo por los pasillos, aún se podía oler su delicado perfume. Llegué al salón y ya no había nadie, únicamente un pétalo de rosa medio quemado a la orilla de la chimenea. Le cogí y, arrodillado, con la mano izquierda manchada de ceniza, de polvo de rosa, me prometí a mi mismo renacer como un ave fénix, como un ave fénix que renace de sus cenizas, de unas cenizas que, en mi caso, eran de cuatro rosas rojas.

Dani Rivera.

- Imagen de portada: Academia de Caballería de Valladolid con la estatua de Zorrilla en la plaza que lleva su nombre en primer plano. Copyright perteneciente a: http://www.flickriver.com/photos/marcp_dmoz/tags/nikkor/

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