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24 horas.



Escrito por  Dani Rivera     1/21/2011    Etiquetas: 
Estaba absolutamente aterrado. Sentado, con las manos en mis rodillas, dándole vueltas a pensamientos absurdos que apenas sí me lograban abstraer de mis intensas preocupaciones, rodeado de la soledad, en un banco de un largo pasillo en un impoluto y a la vez aterrador hospital.

Sentía una gran presión en el pecho, tenía miedo de que todos mis temores me esperasen detrás de aquella puerta, camuflándose entre un señor de bata blanca y una mesa repleta de instrumentos médicos y papeles desparramados por encima.

Tragaba y tragaba saliva, cogía bocanadas de aire inútiles porque seguía ahogándome en mis temores más perversos, no podía más, había vivido toda mi vida pensando en lo mal que estaba, en lo solo y en lo triste que me sentía y ahora, sin embargo, me daba cuenta de lo estúpido que fui, de que aquellos miedos no eran más que sentimientos absurdos, porque cuando uno se encuentra en el borde del precipicio, se pone a pensar en lo feliz que realmente era cuando pensaba que la vida no le sonreía.

Se abrió, sin previo aviso, la puerta de mi izquierda. Una voz masculina, de tono más bien grave y calmado, pronunció mi nombre y yo, aturdido, con mi corazón agonizando, como si estuviera exprimido por un puño cruel, me levanté y entré en aquel despacho en el que todo estaba sumamente ordenado, sin dejar nada al más remoto azar.

Me senté en aquella silla azul acolchada, situada justo enfrente del doctor, que ni si quiera se dignó a mirarme, permanecía absorto ojeando papeles y papeles, informes e informes. Cuando por fin acabó, unos segundos más tarde que a mí se me hicieron eternos, clavó su mirada en mis ojos y respirando profundamente, me dijo:

“ El tratamiento no ha servido de nada, lo siento.”

Me derrumbé, los cimientos de una vida entera se vinieron abajo en escasas milésimas de segundo, mi enfermedad, una enfermedad silenciosa que llegó un maldito día y que no se ha vuelto a ir, acababa de arrasar todas mis esperanzas, acababa de destruir mi mundo. Sin embargo, no lloraba, no conseguía derramar una sola lágrima, me mareaba, era una situación extraña, como cuando te despiertas y no sabes si aún continúas en una pesadilla o si ya estás en el mundo real.

“ ¿ Y eso significa que me quedan...?”

Dejé que acabase la frase, sentía que se me nublaba la vista, que no lograba hacerme a la idea de algo a lo que pensé que estaba preparado. Llevaba tres años con aquella extraña enfermedad, tres largos años en los que creía haberme preparado para aquel momento, tres años en los que pensaba que tarde o temprano mi vida llegaría a su final, mi camino se terminaba allí, acababa justo en el borde de aquel acantilado, donde las olas rompían... Tres años de sufrimientos, de pesadillas... Tres años de amarga agonía.

“Apenas 24 horas”

Su voz tenía un deje de dolor, obviamente a nadie le gusta dar una noticia así. Sin respiración, huí, salí a toda prisa de aquella habitación que cada vez se hacía más pequeña, ahogándome lentamente.
Mi final ya estaba fijado, pero mi destino aún no estaba escrito, debía asumir la dura verdad, cuanto más tiempo perdía, menos quedaba.

Decidido a olvidar aquel inhumano cronómetro, arranqué el coche, dispuesto a cometer una locura, algo que debí haber hecho hace mucho tiempo.

Aparqué en frente de un edificio de viviendas muy alto. Llovía, pero no me importaba mojarme lo más mínimo, pisando charcos, llegué al portal de mi casa.

Estaba exaltado, fuera de mí y no era para menos. Lo primero que hice fue dirigirme velozmente a mi mesa, cogí lápiz y papel y comencé a pensar en todas las cosas que me gustaría hacer antes de morir. No se me ocurría nada, los minutos pasaban y pasaban. “Decirla lo que siento” fue lo primero que escribí, “Visitar Nueva York, Londres, Edimburgo y Amsterdam” eran ciudades a las que me hubiese encantado ir “Despedirme de todas las personas a las que quiero” aunque prefería no hacerlo, sería muy duro, pero era algo que debía añadir a aquella macabra lista, “Tumbarme al sol cuando llueva” era algo que siempre me había atraído, “Contemplar un amanecer” algo que parece tan normal, pero que nunca había hecho. Y así estuve durante minutos y minutos, escribiendo una lista extraña hasta que por fin, anoté la última cosa que me gustaría hacer antes de morir, un enigmático “Preparar todo” cerraba aquella lista, tras acabar, doblé sin mucho cuidado aquella hoja de papel y la metí en el bolsillo derecho de mi pantalón.

Cogí otro folio y comencé a escribir, intentando que el temblor de mi mano izquierda no impidese que el mensaje fuese ilegible, antes de irme, después de dejar un sobre blanco encima de mi mesa vacía, coloqué un disco en mi minicadena y me disponía a escucharlo cuando me disuadí a mi mismo de hacerlo al echar una ojeada a mi reloj.

En pocos minutos estaba enfrente de aquella tienda de decoración. A través del escaparate veía a una chica joven, con el pelo negro que la caía hasta los hombros, estaba ordenando antes de cerrar. Dio la última vuelta a la llave de la puerta de entrada de aquella tienda que tanto esfuerzo la había costado, era su sueño, desde pequeña anhelaba ser decoradora, poner color en vidas grises, transformar por arte de magia, la tristeza por alegría.

Salí del coche rápidamente. Aún llovía, crucé la calle con cuidado de no ser atropellado por cualquier conductor que, en semejante condiciones, no me viese. Pronuncié su nombre procurando no levantar mucho la voz, ella ya se perdía entre la multitud, después de haber abierto cuidadosamente su paraguas. Inmediatamente se giró y al verme, sonrió.

Jamás había sido capaz de reunir el suficiente valor o,a lo mejor, era que prefería mantener a una amiga que intentar hacer algo y perderla. Eramos grandes amigos desde que nos conocimos un lejano lunes de octubre de nuestro primer curso de carrera. Ahora, después de diez años de confesar secretos, después de diez años de esconder un sentimiento que me mataba por dentro cada vez que la veía... Diez años después, una enfermedad me ponía en una encrucijada y yo, ya había decidido el camino por el que decantarme.

Me acerqué a ella y no la dejé, siquiera, que me saludase. Mi dedo índice, veloz, la cerró los labios, yo no quería esperar más, no podía...

“Te quiero” la confesé “Te quiero desde hace diez años, diez años de silencio que no han servido para acallar las voces que me animaban a confesarte mi amor, te quiero desde aquella mañana de octubre en la que el caprichoso destino nos unió, te he querido y nunca he dicho nada... hasta ahora..”

En su cara se dibujó la sorpresa. Me sentía un poco estúpido, no sabía que hacer, que decirla, desconocía lo que ella haría, si se marcharía, si me ignoraría, pero ahora que ya había rebasado la frontera del dolor, nada me podría hacer aún más daño. Ella miró al suelo, me pareció ver una sonrisa en sus labios y, en pocas décimas de un largo segundo, se abalanzó sobre mí, y la rodeé con mis brazos y, debajo de aquel paraguas amarillo, cuando la lluvia más arreciaba, nos besamos mientras la gente nos esquivaba, eramos una isla de felicidad en el océano de la monotonía.

Tenía el pelo empapado, las gotas me resbalaban por la cara, pero ni a mí, ni a ella, nos importó. Fuimos andando, agarrados de la mano como dos locos enamorados, hasta mi coche. Eran las ocho y el sol invernal agonizaba hasta casi apagarse. Conducía sin un destino fijo, hasta que ella me agarró firmemente la mano que tenía en el cambio de marchas. Entonces, supe dónde ir.

Abrió la puerta de su casa. Sabía que la había leído la mente, que ella quería llevarme allí y sin decírmelo, aparqué enfrente de su puerta, la conocía demasiado bien... Dejó su bolso en una silla de la entrada, mientras yo me quitaba la cazadora y ella dejaba su abrigo en un percha del vestíbulo. La esperé sentado en su sofa mientras se iba al baño, cuando regresó se abalanzó sobre mí, sin previo aviso y me fue desabrochando la camisa, poco a poco, mientras sus labios se enredaban con los míos, recorría mi torso desnudo con su dedo corazón, lentamente...

Sentía que me desvanecía, la amaba, deseaba estar junto a ella toda la noche, anhelaba ser suyo, mis manos se fueron deslizando, desde sus hombros hasta sus caderas y la agarré fuertemente, queriendo seguir el compás que ella había iniciado. El sol finalmente murió y tras su muerte, la luna resucitó.

Me desperté por culpa de los insolentes rayos que se colaban a través de su persiana. Giré la cabeza, ella continuaba durmiendo sobre aquella cama que fue testigo de una noche de desenfreno, de una noche en la que no nos importó el mañana. Me levanté, cogí mis pantalones, mis zapatos y mi camisa, desperdigados entre el suelo del salón y su habitación. Busqué un pequeño papel en un bolsillo de mis vaqueros y le saqué.

Era la lista. Eché un vistazo a mi alrededor y encontré un bolígrafo. Taché todas y cada una de las frases de aquel papel arrugado con una fina raya negra, aunque no había hecho realidad ninguna. Me senté en el sofá donde había comenzado todo y tras pensar detenidamente, añadí una única frase al final de todos mis deseos. “Pasar mi último día con ella.” Sonreí, orgulloso, todas aquellas fantasías no eran nada comparada con esa. No había cumplido ninguno de mis sueños y, sin embargo, lo había hecho todo.

Me vestí mientras veía salir el sol entre las columnas de edificios. Aquel era el amanecer de mi último día. Me puse mis zapatos, cogí mi chaqueta y, con sumo cuidado, cerré la puerta. Debía hacer una última cosa y para eso, tenía que volver a mi casa.

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La costó, pero tras un forcejeo con la llave, consiguió entrar. Tres días habían pasado desde aquella noche que pareció no tener final y aún no podía contener las lágrimas. Llevaba un vestido negro que la llegaba más allá de las rodillas, zapatos del color del carbón y el rimmel parecía resbalarla por las mejillas.

Estaba en su apartamento y, rápidamente encontró una carta cerrada encima de una mesa vacía. Delicadamente, la cogió. “ Para mi amor eterno” rezaba la parte delantera de aquel sobre y, después de abrirle, sacó la carta.

Querida Laura,

Una vez soñé que despertaba junto a ti, por desgracia al despertar no te tenía a mi lado.
Una vez soñé que te besaba al fin, pero en la vida real nunca se cumple lo deseado.
Una vez soñé que moría sin ti, eso, por suerte, nunca se llevará a cabo.

Me he callado tantos Te quieros, he reprimido tantos besos y sin embargo ahora sé que podía haber sido mucho más feliz junto a tí, si te hubiera dicho lo que sentía mucho antes, todo hubiera cambiado.

No llores, quédate con los momentos que pasamos juntos, pasé mi último día aquí como siempre he deseado, yo ya no lloro, tan sólo lamento haber perdido un tiempo muy valioso... a tu lado.

Siempre tuyo.

Dani Rivera.

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