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Unas milésimas de segundo, unos centímetros, una palabra... Es lo que separa el poder llegar a tener todo a no tener nada. Llevo días comiéndome la cabeza, pensando y dando vueltas para no llegar a ninguna conclusión. Cuantas veces me habré preguntado a mi mismo si cambiaría tanto mi vida si pronunciase un par de palabras...

Pero esas dos palabras pueden hacer que cambien tantas cosas... La diferencia entre serlo todo o ser la nada. A una parte de mí le gustaría probar, anteponer una supuesta satisfacción a los riesgos que conlleva, pero por otra parte...

Creo que no lo haré. Es absurdo intentar cambiar algo cuando la persona que lo debe hacer no quiere. Es como intentar derribar un muro de piedra, tan sólo te puedes hacer daño, pero no consigues nada más, intento tras intento, golpe tras golpe, dolor tras dolor. ¿Cómo va a cambiar si ella no quiere?

Pero esto viene de lejos. No demasiado, unos cuantos meses atrás tan solo. Me gustaba , anda que si me gustaba ella, muchísimo, me atrevería a decir incluso, pero, por unas cosas o por otras jamás me atreví a dirigirla la palabra. Cada vez que la veía, balbuceaba estúpidamente un ligero murmullo, un “Hola” apagado por culpa de mi a veces exagerada timidez. Jamás creí que fuese capaz de hablar bien con ella, más allá de los cordiales saludos, y sin embargo, lo hice.

Fue por su culpa, bueno, mejor dicho, fue gracias a ella. Siempre simpática, por mucho que me enfadase con el mundo, jamás lo podría hacer con ella. La verdad es que nos hicimos amigos muy rápidamente, me caía muy bien. Llevo, desde hace años, mis secretos tatuados a fuego en la piel, pero nunca, hasta ahora, nadie había podido descifrarlos y llegó ella...

Tocaba cambiar, poner un punto y final a una etapa en mi vida que siempre recordaré. Pensaba olvidarla, pasar página y, de hecho, lo hice, pero volvió de nuevo su sonrisa y la triste burbuja donde me hallaba sumergido, se rompió.

Otra vez juntos, otra vez vuelta a hablar, a pensar, a opinar... Y con más fuerza, si cabe, que antes. Me di cuenta de que jamás podría volver a olvidarla, otra vez. Lloré, lo confieso, lloré, porque, sin querer, me enamoré, me enamoré y ahora, por desgracia no sé que hacer...

Sé que yo la necesito, pero ¿ella me necesita a mi también? Sé que la podría dar toda mi sinceridad, mi responsabilidad, mi fidelidad, en definitiva, todo mi amor. Sé que podría arroparla cuando tuviese frío, escucharla cuando necesitase a alguien para contarle sus penas, sus sueños, sus alegrías, sus desilusiones... Pero ¿es lo que está buscando?

Y ahora me encuentro en la bifurcación del camino de mi vida. Arriesgarme a perderlo todo o esperar a que no pase nada. Demasiado que perder y mucho que ganar. Me gustaría no volver a recordarla, que mi corazón no volviese a sufrir por ella, siento un dolor inmenso dentro de mí pecho, por desgracia, no puedo hacer nada.

Todo o nada, arriesgarse o esperar, ganar o perder, reír o llorar...Dos posibilidades, una única solución.
Acabó. Terminó el primer año, el de la resaca post PAU, el año de aclimatación a una nueva vida, a la universidad, a una forma distinta de trabajar. Y la verdad no me puedo quejar, a veces, incluso, me pregunto si no soy un niño demasiado mimado, si no tengo ya todo lo que quiero. Pero siempre llegó a la misma conclusión.

No tengo todo. Claro que no. Me falta mi infancia, el patio, los balones, la charla con mis amigos, el paseo hasta la biblioteca para refugiarse durante unos minutos de la habitual tormenta que hacía acto de presencia en el recreo. Echo de menos a algún profesor, a algún compañero que no he vuelto a ver desde que nuestros caminos se separaron hace ya un año. Echo en falta alguna clase en particular y las carcajadas en los intercambios. Mi mente todavía guarda apilados, en enormes cajas de cartón, folios y apuntes de educación física, historia o lengua.

Tengo la misma sensación que ya he tenido antes, justo cuando llegué a Valladolid y me despedí de mi querida Medina, solo que ahora ese sentimiento es mucho más fuerte, más profundo y duele horrorosamente más, porque sé que, haga lo que haga, el tiempo de colegio pasó, que nunca voy a volver, que es una etapa en mi vida que cerré definitivamente aquella tarde en la que grité de alegría al comprobar que había aprobado, que ya era universitario. Un capítulo acabado o una página en la que ya no caben más palabras. Y, como en todos los finales, lloras.

He de confesar que sé perfectamente que jamás he dejado huella en ningún lado, que nadie me va a echar de menos el día de mañana en aquel colegio en el que pasé tanto tiempo, que ninguna persona va a llorar si dentro de algún tiempo desaparezco, porque nunca le importé a nadie, a nadie, salvo a mis amigos. Es triste, lo sé, pero toca asumirlo.

Asumir que eres un mero ladrillo de un magnífico monumento, un minúsculo grano de arena en una bella playa o una fría gota de agua en la inmensidad del océano. Pero también te das cuenta de que sin ese simple ladrillo, el monumento se derrumbaría, que sin ese minúsculo grano de arena, la playa podría perder su belleza o que sin esa fría gota de agua, tal vez quizás, el océano ya no sería tan inmenso.

He estado ojeando la revista del colegio de este año. En las páginas centrales ya no estábamos nosotros, como hace un curso, no conocía a nadie excepto a una sola persona con la que hace meses que no hablo. Es la misma sensación. Sentir que la vida es como la inmensa playa a la que me refería, que a cada paso que das, se borra la huella del anterior, que no dejas ningún recuerdo tuyo más allá de una orla que perdurará durante años en el pasillo que te vio crecer.

No he marcado un antes y un después en ningún sitio. Soy excesivamente normal, arrebatadoramente tímido, demasiado introvertido. Nadie nunca se ha fijado en mí y ha creído ver un futuro prometedor o un presente maravilloso detrás de mis pupilas. Yo no habré dejado huella en el colegio, pero desde luego yo llevo el colegio tatuado a fuego en el corazón.