Escuché el leve rumor de
una conversación entre susurros demasiado próxima a mí. Me pasé
la mano por la cara y, bostezando, me incorporé. Era de noche y
comenzaba a hacer mucho frío, esa sensación que se repite cada vez
que cae el sol en septiembre y que hace que un agudo escalofrío
recorra la columna vertebral en orden ascendente, segundos después,
suele comenzar una tiritona que convulsiona todo el cuerpo.
Dormir en un banco
resultaba algo incómodo pero, increíblemente, estaba bastante
descansado. Recapitulé. Recordaba pocas cosas, bajar unos escalones
oscuros, un bar coronado por una anticuada bola recubierta de
pequeños espejitos, un par de cervezas, unos labios rojo carmín,
una mano recorriendo mi espalda hasta detenerse en mi cintura, ese
sudor frío que precede momentos clave, acercarse mucho a una chica
cuyo rostro me era imposible recordar, la puerta de unos lavabos...
Para, me dije a mí mismo. No, no, no quiero seguir. Me aterra todo
aquello, me da miedo ver en lo que me había convertido, en un
sonámbulo de una vida que ya no me pertenecía, en un ciego guiado
por la tristeza y el alcohol, una burda copia barata de alguien al
que habían roto el corazón, un espectro al que el recuerdo le había
condenado al olvido.
Todo es por ella. Su
sonrisa me caló hondo desde el primer día que la vi, con un 'Hola'
había derrumbado las altas paredes de la timidez, había roto mis
esquemas y les lanzó al fuego. Era ella. Siempre creí que cuando
apareciese la chica ideal lo sabría. Y lo supe.
No dejábamos de hablar,
ni de reir, de contarnos nuestros secretos y de recuperar el tiempo
que habíamos perdido por no habernos conocido antes. Yo no dejaba de
enamorarme más y más cada día, sin embargo, para ella, siempre fui
simplemente un buen amigo. No dejaba de ir y de venir, de llegar sola
y marcharse bien acompañada, de coleccionar besos interesados, de
naufragar en noches eternas compartiendo cama.
Volví a la realidad.
Había pasado un año desde que decidiese olvidarla y me seguía
doliendo como si me hubiese hecho la profunda herida ayer mismo. Miré
el reloj. Las dos. Todavía era pronto, pensé, pero no me apetecía
volver a encontrarme con mis amigos asi que me levanté
definitivamente del banco de madera, me situé y marché rumbo a
casa.
Cuando apenas llevaba
cinco minutos andando, entre botellas rotas y cigarillos humeantes,
me topé con una chica, con el rostro tapado por sus manos, que
parecía llorar sentada en un banco de una plaza bastante iluminada.
Estaba completamente sola, cerca de la parada de un bus al que le
quedaban veinte minutos para llegar. Sin saber por qué, algo me dijo
que me acercase y yo, despacio, paso a paso lo hice.
Cuando me escuchó,
asustada, me miró. Tuvieron que pasar unos segundos para que nos
diésemos cuenta de lo que estaba pasando. Era ella, era ella. Ambos
tardamos en reaccionar.
- “¿Laura?” pregunté aunque estuviera completamente seguro de que era ella.
- “Hola, Mario” dijo tan bajito que me costó escucharla.
Me senté a su lado y la
pregunté que la pasaba. Ahí fue cuando se desbordó, cuando comenzó
a llorar de nuevo, porque el rimmel corrido que encharcaba sus ojos
daba fe de que no era la primera vez que derramaba lágrimas ese
mismo día. Me comenzó a contar la historia, siempre mirando al
suelo, como si la avergonzase clavar sus pupilas en las mías.
Me contó que hacía unas
semanas que había comenzado a salir, medio en serio medio en broma,
con un chico que la gustaba. Le pareció guapo, simpático, gracioso,
en fin, todo lo que cualquier mujer busca en un hombre y tras tontear
durante una noche de viernes, el sábado siguiente la pidió salir.
Ella, embelesada, le dijo
que sí, aunque hacía mucho tiempo que no tenía una relación
seria, asqueada por sus anteriores experiencias con los hombres. Todo
marchaba perfectamente bien, ella le quería, y él parecía quererla
hasta que aquella misma noche, hacía escasos minutos, le había
visto amparado por la oscuridad de un rincón de discoteca, jurando a
otra el mismo amor eterno que hace tres semanas le juraba a ella.
Cuando paró
definitivamente tomó aliento. Un suspiro que sonó a lamento. Me
acerqué a ella y ella viéndome apoyó su cabeza sobre mi hombro.
Estaba seguro. O ahora, o nunca. Asi que rodeándola con mis brazos,
protegiéndola de una noche que ya era fría, se lo confesé.
- “Déjame hacerte feliz” Ella se zafó de mi brazo derecho para mirarme a los ojos por primera vez en toda la noche.
- “¿Cómo?” Preguntó.
- “Que me dejes demostrarte que no todos somos unos capullos, que yo merezco la pena, déjame hacerte sentir lo que sentirías si estuvieses conmigo, venga, dame una oportunidad”
- “Mario...” Comenzó pero no la dejé terminar.
- “Dame dos horas, solo pido eso. Prestame dos horas de tu valioso tiempo para hacerte ver que podría significar mucho para ti, permíteme entrar en tu vida, abrir las puertas de tu maltrecho corazón de par en par, solo te 'secuestro' hasta las cuatro, de verdad.”
- “Pero es que yo me tengo que ir a las tres...”
- “Me es suficiente ¿Aceptas el reto?” Dije sin mucho convencimiento en mí mismo, pero con unas ganas locas de tener la oportunidad de la que, hasta entonces, había carecido.
Pensé rápidamente. ¿Qué
podía hacer? Y se me ocurrió. La sequé las lágrimas de la cara
cuidadosamente y la tendí la mano. Ese era el momento clave pero
para mi alegría, ella también me dio la suya. Andamos rápidamente
hasta la primera discoteca que conocía. Un “No tengo muchas ganas”
no fue capaz de disuadirme. Era el instante que llevaba un año
esperando. Nada podía fallar.
Cada escalón que bajábamos hacia el
local parecía relajar a Laura que se limitaba a seguirme a escasos
centímetros. Llegamos a la pista de baile y acercándome a su oído
para que me escuchase bien entre todo el caos de la música, la dije:
- “¿Bailamos?” Nada más terminar de formular la pregunta, sonrió. Sabía que a mí no me gustaba en absoluto bailar. Me conocía muy bien.
- “Pero si tú lo odias...”
- “Bailaría contigo hasta en el centro de un terremoto” Sentencié con rotundidad y ella se quedó sorprendida. Ya no era la misma que hacía escasos segundos, estaba más relajada, parecía haber olvidado, al menos en parte, a aquel cretino que quiso con locura.
Me acerqué a ella,
lentamente y rodeé con mis brazos su cintura. Tocaba una canción
lenta. “Mejor” pensé. Ella hizo lo propio, y acabamos abrazados,
en medio de una gran pista de baile, medio vacía. Levanté la vista
y la pillé mirándome, casi furtivamente. Trató de disimular pero
era imposible. El suelo comenzaba a temblar, los gritos de pánico
comenzaron a retumbar por las paredes del local, una enorme grieta
nos separó del resto de la gente. Ella se asió más fuerte,
apretando su cadera y acercaba cada vez más, milímetro a milímetro,
su boca contra la mía. El rimmel corrido no hacía más que resaltar
su belleza. El movimiento comenzaba a ser brusco, las copas caían
alrededor nuestro, las personas huían despavoridas por las salidas
de emergencia. Nosotros no. Seguímos fundidos. Nada nos importaba.
Sus labios ya se rozaban con los míos, sentía su humedad. Un enorme
cascote se desplomó a escasos metros de donde estábamos, pero no
nos inmutamos. Antes de que dejasemos de ser dos para ser solo uno,
cuando escasos milímetros separaban nuestras lenguas, dijo algo que
me marcó para siempre.
- “Yo siempre había sabido que, pese a los terremotos o a las tormentas, estaría bien a tu lado.”
Y aunque a nuestro
alrededor reinaba la locura, permanecimos juntos, sin alterarnos lo
más mínimo, en la mitad de unas ruinas que solo existían en
nuestra imaginación. No queríamos abrir los ojos, continuábamos
con los labios unidos, bailando un lento vals, intentando girar la
manecilla de su reloj para que jamás llegasen las tres. Tenía la
certeza de que la había encontrado, por fin. Y ella, por primera y
única vez en su vida, también lo sintió. Fuimos dos personas
perdidas que se encontraron en el epicentro de un terremoto y jamás
nos volvimos a separar.
Dani Rivera
Segui @Dani_RiveraRuiz
Foto: Ángel Torres.