Tomó aire. Lo
necesitaba. Echó un fugaz vistazo al reloj, lo había logrado. Bajo
elevado techo de la estación de tren de Valladolid, recogió su
mochila del suelo, se la colgó en el hombro izquierdo y volvió a
emprender una marcha que se había visto pausada por culpa de su
forma física. Llevaba corriendo algunos minutos, necesitaba coger
ese tren, el haberlo perdido hubiese significado tener que quedarse
otra noche más en aquella gélida ciudad. Y llegó.
No estaba lejos de casa,
con suerte en apenas cuarenta y cinco minutos el tren se detendría
en los andenes de su estación. Estaba feliz, radiante, atrás dejaba
una semana plagada de trabajo, de idas y venidas, de llamadas
telefónicas estériles, de gritos, de discusiones, de soledad al
llegar a casa. En el fondo la echaba de menos, a sus veinticinco años
había pasado seis de ellos a su lado, pero sabía que la culpa había
sido única y exclusivamente suya, de la mujer a la que había amado
desde que la pidió salir después de un tímido “Me gustas” allá
en un lejano 2005.
Tenía ganas de coger las
llaves de la casa de sus padres, abrir la puerta y pasar un fin de
semana alejado de todo aquel recuerdo que le hacía pensar en ella.
Hacía tiempo que no les visitaba, un par de meses, una semana antes
de que ella hiciese las maletas y se largase a no se dónde con no se
quién, un tipo que, por cierto, había aprendido a hacerla feliz.
Llegaba puntual, pese a
las prisas, a su cita con el tren. Esperó un par de minutos a que el
morro del Media Distancia apareciese en la lejanía en un andén
repleto, lleno a rebosar de lágrimas de despedida, de maletas de ida
y vuelta, de sentimientos encontrados, de esperanzas y de nervios, de
últimos besos y de adioses de esos que encharcan las pupilas. Todos
parecían tener alguien de quien despedirse o alguien a quien
esperar, todos menos él y una chica que no dejaba de apartar la
mirada de un libro que parecía interesarla tanto que ni se dio
cuenta de que su tren acababa de soltar el resoplido de alivio y se
había detenido a su lado, milésimas de segundo antes de que
comenzase el alboroto, el ir y venir, el mirar el número de vagón,
las puertas de las que no cesan de salir gente.
Se despreocupó de ella
pese a que se había quedado ensimismado contemplándola. Necesitaba
buscar su asiento, necesitaba descansar de la carrera que se había
echado para llegar a tiempo. Cuando paró de salir gente, comenzó la
lucha por entrar en las primeras posiciones. Él esperó a que todos
subiesen, sin meterse en peleas absurdas.
No había posado ni
siquiera el pie en el primer escalón de la escalerilla metálica del
tren cuando alguien le golpeó. Miró hacia atrás aguardando alguna
explicación cuando se dio cuenta de que era ella. Se le acababa de
caer una voluminosa maleta que no había podido controlar por culpa
de su exceso de equipaje. Queriéndola ayudar, la tendió la mano y
ella le fue pasando las tres bolsas que descansaban sobre el cemento
del andén. Justo cuando subió al tren, el pitido aviso de que las
puertas comenzaban a cerrarse.
- “Muchas gracias”
- “Si no te llego a ayudar, todavía sigues en la estación” dijo sonriendo.
- “Pues sí, no estaba prestando atención porque me había quedado leyendo un libro, de verdad, muchas gracias” Y fue entonces cuando enarboló una preciosa sonrisa. Él se quedó absorto, como cuando la había visto por primera vez. Los latidos se atropellaban y le costó articular palabra.
- “De nada, ha sido un placer” Sus caminos se separaron, ella sacó su billete y sin mirarlo si quiera, entró al vagón de la izquierda, él al de la derecha.
Se cerraron las puertas
después de que las cruzase y fue consciente de que había perdido la
oportunidad. “¿Un placer?” Pensó “¿Un placer cargar con tus
maletas? Así no ligaré en la vida, de verdad, estoy tonto”.
Comenzaba el tren a
acelerar, dejando poco a poco atrás a Valladolid, los fríos
edificios quedaban desfilaban y de pronto desaparecieron por completo
dejando solo campo. Sus ojos miraban el paisaje sin prestar demasiada
atención, aún seguía pensando en lo que debería haber dicho, le
daban ganas de pegarse cabezazos contra la ventanilla y mientras
gritar “Estúpido, estúpido” pero respiró, se puso los cascos,
cerró los ojos y dio al 'play'.
Justo un minuto después,
alguien perturbó su tranquilidad. Con dos pequeños golpes en su
hombro derecho bastó. Se sobresaltó. ¿Era ella? ¿Ella otra vez?
Preguntó en cuanto vio su cara.
- “Parece que este es mi asiento” dijo ella señalando a la butaca contigua a la suya. “Qué casualidad ¿eh?”
- “Sí, sí”
- “Me llamo Silvia, antes ni siquiera nos ha dado tiempo a presentarnos.”
- “Encantado, Silvia, yo soy Ismael” respondió mientras se afanaba en retirar la pesada maleta con la que había ocupado su sitio para subirla a la parte de arriba. En cuanto la colocó, pensó “Gracias, destino”.
Sin embargo apenas
hablaron. Cada uno se puso a hacer una cosa diferente. Él trataba de
pensar en un tema de conversación mientras observaba, impotente,
cómo el paisaje pasaba y el tiempo se iba agotando. Ella seguía
ensimismada con la lectura de su libro. Cuando apenas le quedaban
diez minutos de viaje para llegar a su destino, Silvia cerró el
libro y lo guardó delicadamente en un bolso. Aprovechó la ocasión
para pasar a la acción.
- “¿Y adónde vas?” preguntó Ismael como si no hubieran dejado de hablar.
Ese fue el comienzo de
una conversación breve pero intensa. Ella se marchaba a Madrid
durante unos días para pasar algo de tiempo con sus padres, aunque
vivía en Valladolid donde hacía tres años había conseguido
encontrar un buen trabajo como diseñadora de interiores. Al
principio la resultó difícil separarse de su familia, pero con el
paso del tiempo se fue aclimatando a las tardes de lluvia, las
mañanas de niebla y el frío que solía imperar a primeras horas de
la mañana. Ahora le encantaba Valladolid, de hecho se había
comprado piso propio, que obviamente había decorado ella misma.
Salvo a sus padres y a su hermana, que vivía en un apartamento del
paseo de la Castellana madrileño, todo lo tenía en Valladolid,
amigos, trabajo, casa... Todo salvo a un chico que la soportase y al
que soportar. Acababa de cumplir veinticuatro años y comenzaba a
sentir que el tiempo pasaba y ella, sin embargo, no avanzaba.
No se dio cuenta. Por los
altavoces sonó una preciosa voz de mujer anunciando la siguiente
parada, la suya. Fue un acto reflejo. Ismael se levantó, arrancó un
trozo de hoja de un cuaderno de su mochila, cogió un boli azul y
apuntó rápidamente su número de teléfono. Cuando terminó de
anotarlo, se lo tendió. Ella sonrió y lo cogió. “Por si acaso te
entran más ganas de hablar en cuanto regreses de Madrid” la dijo.
Se dieron los dos besos
de rigor y desapareció entre la multitud nada más apearse del tren.
Entre las idas y las venidas, él se detuvo en mitad del andén a
rebosar. Necesitaba verla una última vez para acordarse y grabar
cada detalle de su rostro en su falible memoria. Cuando se giró,
únicamente vio el final del tren. Sabía que los días se le harían
eternos, justo al contrario que cualquier fin de semana en el pueblo
que le vio crecer.
Los segundos no pasaban,
la aguja del minutero parecía haberse quedado quieta. Las horas se
estiraban y se estiraban hiciese lo que hiciese. A cada milésima,
echaba un vistazo al móvil, por si a ella se le hubiese ocurrido
darle un toque para que él también pudiera guardar su número de
teléfono. Pero nada. Ahora que lo pensaba más en frío parecía
algo estúpido. “¿Cómo se iba a poder enamorar una chica de mí
en apenas sesenta kilómetros?” pensaba.
Llegó el lunes y no le
llamó. Ni el martes, ni el miércoles. Pasó la semana entera y no
tenía ninguna noticia suya. Desistió. En el trabajo estaba fuera de
cobertura, pensativo y todos lo notaron.
- “Ismael, Ismael” repitió Fer, uno de sus mejores amigos. “¿Qué te pasa? Estás alelado últimamente... Incluso más que de costumbre”
- “No llama... ¿Y sabes? No llamará.”
- “¿Que no llamará quién?”
- “Ella...”
- “¡Anda, que Isma ha ligado esta semana!” dijo, casi gritando, a la vez que le golpeó el hombro con la mano.
La mirada que le dirigió
hizo que bajar el tono de voz casi de inmediato. Nadie lo entendía y
nadie lo entendería. A él le daba igual. Necesitaba volver a verla,
urgentemente. Pero aquel día nunca llegó, jamás descolgó el
teléfono y comprobó, exultante, que al otro lado de la línea
estaba ella, era su anhelada voz.
Pasó el tiempo y el
recuerdo de aquella chica pronto quedó enterrado entre montañas de
ligues de una noche, de novias sin compromisos y de relaciones sin
futuro. Ocho meses después de que se subiese a aquel tren que
trastocó su vida momentáneamente, regresó a la escena del crimen,
como ya había vuelto cada fin de semana desde ese día que parecía
tan lejano.
Llegó asfixiado por las
prisas a la estación. Como siempre. Respiró y subió al tren. Ni
siquiera ojeó el billete y se paró en el primer asiento que vio
libre, dejó a su lado el poco equipaje que llevaba y se sentó a
contemplar la ventana, deseoso de que el tren emprendiese su camino
cuanto antes para llegar a casa lo más pronto posible.
Comenzaba a quedarse
dormido acunado por la suave melodía de 'Brothers in arms' cuando
dos golpes muy leves, prácticamente imperceptibles, le hicieron
sobresaltarse. Rápidamente abrió los ojos y sin apenas fijarse,
buscó con viveza el billete, creyendo que era el revisor. Cuando
levantó la cara tuvo ante sí algo que le resultaba familiar.
Aquella sonrisa descarada, los ojos que le evocaban un mar en calma,
la melena perfectamente cuidada que apenas llegaba a la altura de los
hombros... Tardó unos segundos en darse cuenta. Era ella.
- “¡Silvia!” Exclamó.
- “Pensé que no te darías cuenta” dijo ella mientras esbozó aquella sonrisa que hacía tambalear las desconfianzas “¿Me dejas que me siente a tu lado? Tengo muchas cosas que contarte” Nada más acabar la frase su sonrisa se esfumó.
- “Por supuesto, siéntate”
- “Disculpa por no haberte llamado... Lo siento, de verdad...” Parecía que de un momento a otro se iba a poner a llorar “Cuando llegué a Madrid me enteré que mi madre había fallecido...” Finalmente se derrumbó “Cuando me recuperé días después ya había perdido la pista del papel con tu número de teléfono...” La costaba retener las lágrimas e Ismael la rodeó con su brazo izquierdo, intentando consolarla.
Se quedaron en silencio.
Ella seguía llorando aunque a medida que transcurrían los minutos
parecía mejorar y los sollozos fueron a menos. Continuaban agarrados
en un vagón vacío. Cuando se secó las últimas lágrimas y mirando
al suelo, incapaz de cruzar su mirada con la de Ismael, retomó la
conversación.
- “Desde entonces, todos los viernes, venía hasta la estación y te esperaba en el andén por si algún día conseguía encontrarte... ¿Sabes? Nunca me había enamorado a primera vista... Nunca... De hecho, renegaba de ello, no creía que dos personas que se viesen por primera vez fuesen capaces de llegar a quererse el uno al otro... Como la típica película en la que se miran el chico y la chica y no se vuelven a separar...Qué tontos, pensaba, y fíjate, ahora yo soy la protagonista...”
Entonces subió la vista
y sus miradas se cruzaron por primera vez. Los azules ojos vidriosos
se clavaron en sus pupilas. La mano de Ismael recorrió su cuerpo
hasta llegar a la cara. Respiraron profundamente y los corazones
comenzaron a latir al unísono. Por fin se volvió a dibujar en el
rostro la sonrisa que tanto le gustaba. Aquel día, después de
recorrer los sesenta kilómetros, no se apeó sólo del tren. Aquel
fue el primero de infinitos viajes, juntos.
Dani Rivera
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