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  • “Damián, mañana a la hora de siempre, en el mismo lugar ¿ok?”

  • “Esperaré impaciente a que lleguen las cinco de la tarde de mañana.”

Cerró la conversación, deslizó el ratón hasta la esquina inferior izquierda de la pantalla. Un clic. Apagar. Otro clic. Instantáneamente la preciosa vista que presidía el escritorio del ordenador cambió y en su lugar apareció un fondo azul celeste con un mensaje muy simple: “Apagando equipo.” Segundos después, el molesto ruido del ventilador interno de la torre de control cesó. Silencio.


Damián siguió sentado delante de la pantalla ya apagada. Pensaba. Pensaba en alguien que no conocía, en una chica que se había cruzado en su vida sin querer, en una persona misteriosa a quien un buen día encontró en las profundidades de la inmensa red que es internet. Se llamaba Natalia, pese a que él estaba más familiarizado con su nick, y vivía en Murcia a cientos de kilómetros de su Valladolid natal, casi en la otra punta de España.


Cuanto más la conocía, cuantas más palabras intercambiaba con ella, más ganas tenía de verla, de hablar en persona, pero se tenía que contentar únicamente con leer sus mensajes, sus mails o escuchar su voz a través del teléfono. Sentía que si hubiera vivido en su misma ciudad se hubiese podido convertir en una personal especial, en algo más que una amiga.


Una y otra vez le asaltaba el mismo recuerdo mientras no quitaba la mirada de la pantalla del ordenador. Hacía tiempo, un amigo se había reído de él cuando le había dicho que necesitaba encontrar a su media naranja, a la persona que le complementase, a la otra pieza de un puzle compuesto únicamente por dos. Cuando su amigo terminó de reirse, le puso la mano derecha en su hombro. Su expresión cambió, dejando a un lado la mueca burlona. Se puso moderadamente serio y le preguntó. “¿De verdad crees que todos tenemos a alguien predestinado para nosotros?”


  • “Creo que sí...” Respondió Damián algo inseguro.

  • “¿De verdad?” Insistió su amigo. Viendo que asentía con la cabeza volvió a formular una pregunta. “¿Y si la persona que está hecha para ti vive en un lugar remoto? ¿Qué pasa si no la encuentras en toda tu vida? ¿Te conformarás con otra que no esté hecha a tu medida?”

  • “La encontraré, estoy seguro.” La energía que depositó en su contestación hizo que la respuesta fuese muy convincente.

  • “¿Sí? ¿De verdad lo crees?” Se miraron a los ojos y el chico volvió a asentir. “Pues no sé cómo lo vas a hacer...”

  • “Daré con ella, sea como sea...”

  • “Prueba a teclear en google 'chica perfecta' y clica en 'voy a tener suerte' a lo mejor te sale algo”


Pero Damián ya no prestaba atención a la enésima burla de su amigo. Divagaba entre sus pensamientos. En cuanto llegó a casa, encendió el ordenador. Cuando se dio cuenta estaba en un buscador de internet y ya había tecleado 'Chica perfecta'. “Qué absurdo” pensó y borró lo que había puesto. Sin embargo, al compás parpadeante del cursor, escribió una palabra muy corta. “Chat”. Y clicó sobre la primera opción que apareció.


Allí fue donde se había iniciado todo. La conocío, intercambiaron números de móvil, correos... y poco a poco, sin él quererlo la fue queriendo. Se había enamorado de una completa desconocida. Había visto fotos suyas, se había quedado prendado de un ideal, le encantaba compartir con ella horas y horas hablando de cualquier cosa. Estaba seguro. Era su otra mitad, la persona que le complementaba y, sin embargo, la lejanía les mantenía separados.


Pasó el tiempo y la fogosidad de sus conversaciones se fue enfriando. Decayó lentamente hasta extinguirse por completo. En unos meses se dió cuenta de que la había perdido definitivamente.


La vida de Damián fue cambiando. Dejó de tener diecisiete años para tener veinte y estar en la universidad. Ya no era el niño que una vez soñó con conocer a Natalia. Después de ella, vinieron muchas. Novias, amigas, chicas de una noche... Pero ninguna consiguió borrar su recuerdo. Con ninguna se repitió el sentimiento que le había poseído cuando la conoció en aquel chat hacía ya tres años. Era extraño pero seguía enloquecidamente 'enamorado'.


Una noche fría de un sábado cualquiera de octubre se despidió de sus amigos. Les dejaba a que se fuesen a tomar la última en un bar de copas cercano. Él estaba agotado y emprendió el camino de vuelta a casa. Se subió la cremallera de su cazadora hasta que le rozó la garganta. Diez grados y un viento gélido le hacían tiritar.


Caminaba prácticamente solo por las céntricas calles de Valladolid. Miraba al suelo a la vez que trataba de ponerse bien los cascos para escuchar algo de música. Se cruzó con una chica. Levantó la vista. Era muy guapa. Regresó a lo suyo. No lograba enchufar el dichoso cable correctamente. Espera un momento.


Miró hacia atrás. “No, no puede ser.” sonrió. Era una locura. Por fin acertó. Presionó la tecla de 'Play'. Los primeros compases de 'Los lunes de octubre' vibraron en sus oídos. Demasiado alto. Bajó el volumen. Se volvió a dar la vuelta.


La chica estaba ya algo lejos, veinte metros, quizá. Estaba a punto de hacer algo absurdo. Desenchufó lo que tanto trabajo le había costado enchufar. Paró la música. Cogió aire. Notó como los nervios estrujaban su corazón como si fuese un puño. Y lo dijo.


“¿Natalia?”. La pregunta resonó en aquella calle vacía de Valladolid. La chica seguía su camino, como si no hubiera escuchado nada. “Al menos no me quedo con la duda” dijo Damián. El color rojo comenzaba a apoderarse de su cara, la vergüenza por haber metido la pata. Se iba a girar cuando la chica, diez segundos después de aquella pregunta, se dió la vuelta. Le miró. “Tierra trágame” pensó, y el color rojo de su rostro se acentuó.


  • “No, no puede ser.” dijo ella “¿Damián?” Al pronunciar su nombre, Natalia sonrió.

Damián tragó saliva a la vez que se fue acercando, sin querer, hacia ella. La chica también andaba hacia su encuentro.


  • “¿En serio? ¿Eres Natalia?” Seguía sin creérselo, incrédulo por un azar que de vez en cuando nos sorprende.

Se abrazaron como si se conocieran de toda la vida. Tras darse los dos besos de rigor se sentaron en un banco cercano, entonces Natalia le comenzó a contar su historia, la razón por la cual ahora estaba a su lado.


Tras acabar bachiller, tenía decidido hacer periodismo. Las cosas se complicaron con las notas de corte, demasiado altas como para poder hacer la carrera en Murcia, en ese momento se planteó salir fuera, a otro lugar. Declinó las opciones de Madrid, Sevilla, Valencia o Barcelona impulsada por el morbo de tener una posibilidad real de conocer al 'amor de su infancia', al único chico que le había hecho sentir algo especial. Asi que dejó su vida a orillas del Mediterráneo y viajó rumbo a Valladolid.


Natalia confesó que desde que había llegado allí, cada vez que pisaba la calle, anhelaba ver su cara entre los rostros desconocidos de la gente. A Damián aquello le parecía surrealista, un esfuerzo demasiado grande para tener simplemente la oportunidad de conocer a una persona que conocía tan sumamente bien y con la que hacía años que no hablaba. No sabía si estaba loca de atar o loca por culpa de un sentimiento que se asemejaba mucho al amor.


El caso es que, por muy rocambolesca que fuese la historia, las piezas del puzle por fin habían encajado. La tenía donde había deseado tantas veces tenerla, a su lado, a escasos centímetros. Ella seguía hablando pero hacía tiempo que él se había perdido en el abrir y cerrar de sus labios. La quería. Ahora estaba más que seguro.


Once años después de aquel encuentro, también un frío sábado de octubre, contrajeron matrimonio en una iglesia muy cercana al lugar donde se vieron por primera vez. Dos años después de la boda, nacerían sus dos hijos, mellizos, un chico y una chica. Al primero le pusieron Roberto, casualmente el mismo nombre que tenía el amigo de Damián con el que una vez había discutido sobre la chica perfecta. A la niña la llamaron Esperanza, la esperanza que hizo que Natalia tomase la decisión más alocada de su vida y dejase todo en Murcia para irse a orillas del río Pisuerga y tener así, al menos, la posibilidad de conocer a Damián, la misma esperanza que había hecho que Damián gritase su nombre en una fría noche de octubre en una solitaria y céntrica calle de Valladolid.


Dani Rivera



Escuché el leve rumor de una conversación entre susurros demasiado próxima a mí. Me pasé la mano por la cara y, bostezando, me incorporé. Era de noche y comenzaba a hacer mucho frío, esa sensación que se repite cada vez que cae el sol en septiembre y que hace que un agudo escalofrío recorra la columna vertebral en orden ascendente, segundos después, suele comenzar una tiritona que convulsiona todo el cuerpo.

Dormir en un banco resultaba algo incómodo pero, increíblemente, estaba bastante descansado. Recapitulé. Recordaba pocas cosas, bajar unos escalones oscuros, un bar coronado por una anticuada bola recubierta de pequeños espejitos, un par de cervezas, unos labios rojo carmín, una mano recorriendo mi espalda hasta detenerse en mi cintura, ese sudor frío que precede momentos clave, acercarse mucho a una chica cuyo rostro me era imposible recordar, la puerta de unos lavabos... Para, me dije a mí mismo. No, no, no quiero seguir. Me aterra todo aquello, me da miedo ver en lo que me había convertido, en un sonámbulo de una vida que ya no me pertenecía, en un ciego guiado por la tristeza y el alcohol, una burda copia barata de alguien al que habían roto el corazón, un espectro al que el recuerdo le había condenado al olvido.

Todo es por ella. Su sonrisa me caló hondo desde el primer día que la vi, con un 'Hola' había derrumbado las altas paredes de la timidez, había roto mis esquemas y les lanzó al fuego. Era ella. Siempre creí que cuando apareciese la chica ideal lo sabría. Y lo supe.

No dejábamos de hablar, ni de reir, de contarnos nuestros secretos y de recuperar el tiempo que habíamos perdido por no habernos conocido antes. Yo no dejaba de enamorarme más y más cada día, sin embargo, para ella, siempre fui simplemente un buen amigo. No dejaba de ir y de venir, de llegar sola y marcharse bien acompañada, de coleccionar besos interesados, de naufragar en noches eternas compartiendo cama.

Volví a la realidad. Había pasado un año desde que decidiese olvidarla y me seguía doliendo como si me hubiese hecho la profunda herida ayer mismo. Miré el reloj. Las dos. Todavía era pronto, pensé, pero no me apetecía volver a encontrarme con mis amigos asi que me levanté definitivamente del banco de madera, me situé y marché rumbo a casa.

Cuando apenas llevaba cinco minutos andando, entre botellas rotas y cigarillos humeantes, me topé con una chica, con el rostro tapado por sus manos, que parecía llorar sentada en un banco de una plaza bastante iluminada. Estaba completamente sola, cerca de la parada de un bus al que le quedaban veinte minutos para llegar. Sin saber por qué, algo me dijo que me acercase y yo, despacio, paso a paso lo hice.

Cuando me escuchó, asustada, me miró. Tuvieron que pasar unos segundos para que nos diésemos cuenta de lo que estaba pasando. Era ella, era ella. Ambos tardamos en reaccionar.

  • “¿Laura?” pregunté aunque estuviera completamente seguro de que era ella.
  • “Hola, Mario” dijo tan bajito que me costó escucharla.

Me senté a su lado y la pregunté que la pasaba. Ahí fue cuando se desbordó, cuando comenzó a llorar de nuevo, porque el rimmel corrido que encharcaba sus ojos daba fe de que no era la primera vez que derramaba lágrimas ese mismo día. Me comenzó a contar la historia, siempre mirando al suelo, como si la avergonzase clavar sus pupilas en las mías.

Me contó que hacía unas semanas que había comenzado a salir, medio en serio medio en broma, con un chico que la gustaba. Le pareció guapo, simpático, gracioso, en fin, todo lo que cualquier mujer busca en un hombre y tras tontear durante una noche de viernes, el sábado siguiente la pidió salir.

Ella, embelesada, le dijo que sí, aunque hacía mucho tiempo que no tenía una relación seria, asqueada por sus anteriores experiencias con los hombres. Todo marchaba perfectamente bien, ella le quería, y él parecía quererla hasta que aquella misma noche, hacía escasos minutos, le había visto amparado por la oscuridad de un rincón de discoteca, jurando a otra el mismo amor eterno que hace tres semanas le juraba a ella.

Cuando paró definitivamente tomó aliento. Un suspiro que sonó a lamento. Me acerqué a ella y ella viéndome apoyó su cabeza sobre mi hombro. Estaba seguro. O ahora, o nunca. Asi que rodeándola con mis brazos, protegiéndola de una noche que ya era fría, se lo confesé.

  • “Déjame hacerte feliz” Ella se zafó de mi brazo derecho para mirarme a los ojos por primera vez en toda la noche.
  • “¿Cómo?” Preguntó.
  • “Que me dejes demostrarte que no todos somos unos capullos, que yo merezco la pena, déjame hacerte sentir lo que sentirías si estuvieses conmigo, venga, dame una oportunidad”
  • “Mario...” Comenzó pero no la dejé terminar.
  • “Dame dos horas, solo pido eso. Prestame dos horas de tu valioso tiempo para hacerte ver que podría significar mucho para ti, permíteme entrar en tu vida, abrir las puertas de tu maltrecho corazón de par en par, solo te 'secuestro' hasta las cuatro, de verdad.”
  • “Pero es que yo me tengo que ir a las tres...”
  • “Me es suficiente ¿Aceptas el reto?” Dije sin mucho convencimiento en mí mismo, pero con unas ganas locas de tener la oportunidad de la que, hasta entonces, había carecido.

Pensé rápidamente. ¿Qué podía hacer? Y se me ocurrió. La sequé las lágrimas de la cara cuidadosamente y la tendí la mano. Ese era el momento clave pero para mi alegría, ella también me dio la suya. Andamos rápidamente hasta la primera discoteca que conocía. Un “No tengo muchas ganas” no fue capaz de disuadirme. Era el instante que llevaba un año esperando. Nada podía fallar.

Cada escalón que bajábamos hacia el local parecía relajar a Laura que se limitaba a seguirme a escasos centímetros. Llegamos a la pista de baile y acercándome a su oído para que me escuchase bien entre todo el caos de la música, la dije:

  • “¿Bailamos?” Nada más terminar de formular la pregunta, sonrió. Sabía que a mí no me gustaba en absoluto bailar. Me conocía muy bien.
  • “Pero si tú lo odias...”
  • “Bailaría contigo hasta en el centro de un terremoto” Sentencié con rotundidad y ella se quedó sorprendida. Ya no era la misma que hacía escasos segundos, estaba más relajada, parecía haber olvidado, al menos en parte, a aquel cretino que quiso con locura.

Me acerqué a ella, lentamente y rodeé con mis brazos su cintura. Tocaba una canción lenta. “Mejor” pensé. Ella hizo lo propio, y acabamos abrazados, en medio de una gran pista de baile, medio vacía. Levanté la vista y la pillé mirándome, casi furtivamente. Trató de disimular pero era imposible. El suelo comenzaba a temblar, los gritos de pánico comenzaron a retumbar por las paredes del local, una enorme grieta nos separó del resto de la gente. Ella se asió más fuerte, apretando su cadera y acercaba cada vez más, milímetro a milímetro, su boca contra la mía. El rimmel corrido no hacía más que resaltar su belleza. El movimiento comenzaba a ser brusco, las copas caían alrededor nuestro, las personas huían despavoridas por las salidas de emergencia. Nosotros no. Seguímos fundidos. Nada nos importaba. Sus labios ya se rozaban con los míos, sentía su humedad. Un enorme cascote se desplomó a escasos metros de donde estábamos, pero no nos inmutamos. Antes de que dejasemos de ser dos para ser solo uno, cuando escasos milímetros separaban nuestras lenguas, dijo algo que me marcó para siempre.

  • “Yo siempre había sabido que, pese a los terremotos o a las tormentas, estaría bien a tu lado.”

Y aunque a nuestro alrededor reinaba la locura, permanecimos juntos, sin alterarnos lo más mínimo, en la mitad de unas ruinas que solo existían en nuestra imaginación. No queríamos abrir los ojos, continuábamos con los labios unidos, bailando un lento vals, intentando girar la manecilla de su reloj para que jamás llegasen las tres. Tenía la certeza de que la había encontrado, por fin. Y ella, por primera y única vez en su vida, también lo sintió. Fuimos dos personas perdidas que se encontraron en el epicentro de un terremoto y jamás nos volvimos a separar.

Dani Rivera



Foto: Ángel Torres.

Una, dos, tres... Ninguna. Sólo ella. ¿A quién quiero engañar? ¿A mí mismo? ¿A mi mente caprichosa que no cesa en el empeño de dibujar su cara en el rostro de las personas distantes que comienzan a perfilarse en el horizonte? ¿A mi subconsciente suicida que no deja de soñar con ella? ¿A quién?

La quise sin querer. Sin darme cuenta. Un día la vi, como la veía todos los días pero ya no era la misma, no, al menos no para mi. Era diferente, extrañamente diferente. No la conocía, no tenía el placer, pero algo me decía que era ella, ella y solo ella.

Más de un año después sigo pensando exactamente igual, pero por desgracia me he llevado innumerables desilusiones y muy pocas alegrías. Mil y una veces he jurado no volver a hablarla, olvidarme de ella, pero mil y una veces he roto mi promesa. Es una droga y creo que yo estoy enganchado. Colgado de su sonrisa, prendado de su pelo, juro que no quiero pero cuando menos me lo espero, recaigo. Y con ella vuelve el dolor, el sufrimiento y la amarga indiferencia.

He de reconocer que me encanta pasear por la noche, de regreso a casa. Mucha gente me dice que por qué no cojo el bus, que tardo menos y no me toca andar. No, no, prefiero cientos de veces más el caminar completamente solo, alejándome del bullicio habitual del centro, mientras escucho cada paso que doy o a los coches que pasan por mi lado con cuentagotas, es lo más parecido al silencio. Un silencio que solo me gustaría que fuese rasgado por su voz, una soledad que solo me gustaría que fuese rota por su presencia.

Ayer, después de jurarme de nuevo que no volvería a tropezar por su culpa, la vi, en un rincón oscuro de una noche peculiarmente iluminada por culpa de la luna llena. Ojalá nunca la hubiese visto, ojalá.

Dice el tópico que en ese mismo instante sientes como un puñal te atraviesa el corazón, pero es mentira. Es más bien un alfiler, un diminuto alfiler que se queda clavado casi de por vida impidiendo que la herida tarde en cerrarse. Litros de alcohol y algún que otro pintalabios rojo pasión tatuado en la boca harán falta para que acabe por cicatrizar.

Algún día tendré que visitar al psicólogo, o quizás, mejor, al médico del corazón. No, no, no hablo de un cardiólogo, hablo de un médico del corazón, así, tal cual. ¿Sabéis si existe?

Dani Rivera


Capítulo 1: Las sombras de su recuerdo.

Viernes noche en Madrid. La juventud comenzaba a adueñarse de la ciudad. La gente, ya adulta, regresaba a sus casas aún cuando los último rayos de sol todavía iluminaban el centro de la capital. Era verano, un caluroso anochecer estival. Cogí las llaves, salí de casa y cerré cuidadosamente la puerta.

Comencé a andar pensando en otras cosas, reflexionando sobre mi vida, sobre los últimos días. Divagaba por las calles casi desiertas de un barrio del centro de la capital, caminaba, sin darme cuenta hacia dónde, sin tomar una dirección, sin dirigirme hacia ningún sitio en especial.

No tenía nada mejor que hacer. Estaba cansado de estar tumbado en el sofá mientras veía como los minutos pasaban en un viejo reloj de pared. Estaba cansado de que todos los días fueran un calco de los anteriores, de que las semanas se vieran abocadas a la más tediosa de la rutina. Estaba aburrido de mi propia vida, de una vida que acababa de empecezar, de mi nueva vida sin ella.

Paso tras paso, la luz del sol fue desapareciendo. Las farolas se iluminaron pese a que no tenían nadie a quien alumbrar. Caminaba solo. Sin rumbo. Perdido en mi propia ciudad. Apático. Andaba para entretenerme, porque no tenía otra cosa mejor que hacer. No quería llamar a nadie, ni siquiera a mis amigos, no quería salir, no quería entrar en discotecas ni en bares, ni beber algo que calmase ese dolor que llevaba días perforando mi pecho. Simplemente, caminaba.

No sé como llegué allí, a su calle, a aquel lugar por donde había paseado agarrado de la mano, feliz. Eran otros tiempos. Lejanos ya. Al notar mi gravísimo error me giré, mi cabeza guió a mis pies para que cambiasen de dirección, para que se alejaran del dolor.

Dos pasos después, cuando ya daba la espalda a aquellos recuerdos que perforaban mi mente, en un acto inconsciente, pero consciente a la vez, en un momento kamikaze, suicida, miré hacia atrás. Deseaba no volver a verla jamás, pero también soñaba con volver a verla.

Miré hacia atrás, sin querer... Y vi su imagen. Y recordé...

Y recordé su voz, bromeando en las tardes, diciendome “¿Qué harás si hay un cambio de planes?”. Y recordé su sonrisa, brillando mágicamente en la oscuridad de la habitación. Y recordé sus ojos, su mirada penetrante, sus tacones violetas, su risa contagiosa, su rojo de labios. Recordé las noches en vela, la pasión desenfrenada y su morena melena. Recordé el principio del final, los gintonics de más y las lágrimas cuando todo iba mal. Vi su imagen... Y la recordé.

Salí huyendo de allí, perseguido por los fantasmas de un pasado demasiado reciente. Crucé la acera e hice lo que llevaba haciendo un par de semanas, la traté de olvidar. La intenté apartar de mi mente, marginar su recuerdo. Pero fue en vano. Volví caminando. Regresé a la soledad de mi casa y tiré las llaves, como si fuese suya toda la culpa. Me desprendí de mis zapatos, de mi camisa. Arrojé los pantalones a la penumbra del salón e intenté dormir, deshaciendo con rapidez la cama.

Unas milésimas de segundo, unos centímetros, una palabra... Es lo que separa el poder llegar a tener todo a no tener nada. Llevo días comiéndome la cabeza, pensando y dando vueltas para no llegar a ninguna conclusión. Cuantas veces me habré preguntado a mi mismo si cambiaría tanto mi vida si pronunciase un par de palabras...

Pero esas dos palabras pueden hacer que cambien tantas cosas... La diferencia entre serlo todo o ser la nada. A una parte de mí le gustaría probar, anteponer una supuesta satisfacción a los riesgos que conlleva, pero por otra parte...

Creo que no lo haré. Es absurdo intentar cambiar algo cuando la persona que lo debe hacer no quiere. Es como intentar derribar un muro de piedra, tan sólo te puedes hacer daño, pero no consigues nada más, intento tras intento, golpe tras golpe, dolor tras dolor. ¿Cómo va a cambiar si ella no quiere?

Pero esto viene de lejos. No demasiado, unos cuantos meses atrás tan solo. Me gustaba , anda que si me gustaba ella, muchísimo, me atrevería a decir incluso, pero, por unas cosas o por otras jamás me atreví a dirigirla la palabra. Cada vez que la veía, balbuceaba estúpidamente un ligero murmullo, un “Hola” apagado por culpa de mi a veces exagerada timidez. Jamás creí que fuese capaz de hablar bien con ella, más allá de los cordiales saludos, y sin embargo, lo hice.

Fue por su culpa, bueno, mejor dicho, fue gracias a ella. Siempre simpática, por mucho que me enfadase con el mundo, jamás lo podría hacer con ella. La verdad es que nos hicimos amigos muy rápidamente, me caía muy bien. Llevo, desde hace años, mis secretos tatuados a fuego en la piel, pero nunca, hasta ahora, nadie había podido descifrarlos y llegó ella...

Tocaba cambiar, poner un punto y final a una etapa en mi vida que siempre recordaré. Pensaba olvidarla, pasar página y, de hecho, lo hice, pero volvió de nuevo su sonrisa y la triste burbuja donde me hallaba sumergido, se rompió.

Otra vez juntos, otra vez vuelta a hablar, a pensar, a opinar... Y con más fuerza, si cabe, que antes. Me di cuenta de que jamás podría volver a olvidarla, otra vez. Lloré, lo confieso, lloré, porque, sin querer, me enamoré, me enamoré y ahora, por desgracia no sé que hacer...

Sé que yo la necesito, pero ¿ella me necesita a mi también? Sé que la podría dar toda mi sinceridad, mi responsabilidad, mi fidelidad, en definitiva, todo mi amor. Sé que podría arroparla cuando tuviese frío, escucharla cuando necesitase a alguien para contarle sus penas, sus sueños, sus alegrías, sus desilusiones... Pero ¿es lo que está buscando?

Y ahora me encuentro en la bifurcación del camino de mi vida. Arriesgarme a perderlo todo o esperar a que no pase nada. Demasiado que perder y mucho que ganar. Me gustaría no volver a recordarla, que mi corazón no volviese a sufrir por ella, siento un dolor inmenso dentro de mí pecho, por desgracia, no puedo hacer nada.

Todo o nada, arriesgarse o esperar, ganar o perder, reír o llorar...Dos posibilidades, una única solución.
Acabó. Terminó el primer año, el de la resaca post PAU, el año de aclimatación a una nueva vida, a la universidad, a una forma distinta de trabajar. Y la verdad no me puedo quejar, a veces, incluso, me pregunto si no soy un niño demasiado mimado, si no tengo ya todo lo que quiero. Pero siempre llegó a la misma conclusión.

No tengo todo. Claro que no. Me falta mi infancia, el patio, los balones, la charla con mis amigos, el paseo hasta la biblioteca para refugiarse durante unos minutos de la habitual tormenta que hacía acto de presencia en el recreo. Echo de menos a algún profesor, a algún compañero que no he vuelto a ver desde que nuestros caminos se separaron hace ya un año. Echo en falta alguna clase en particular y las carcajadas en los intercambios. Mi mente todavía guarda apilados, en enormes cajas de cartón, folios y apuntes de educación física, historia o lengua.

Tengo la misma sensación que ya he tenido antes, justo cuando llegué a Valladolid y me despedí de mi querida Medina, solo que ahora ese sentimiento es mucho más fuerte, más profundo y duele horrorosamente más, porque sé que, haga lo que haga, el tiempo de colegio pasó, que nunca voy a volver, que es una etapa en mi vida que cerré definitivamente aquella tarde en la que grité de alegría al comprobar que había aprobado, que ya era universitario. Un capítulo acabado o una página en la que ya no caben más palabras. Y, como en todos los finales, lloras.

He de confesar que sé perfectamente que jamás he dejado huella en ningún lado, que nadie me va a echar de menos el día de mañana en aquel colegio en el que pasé tanto tiempo, que ninguna persona va a llorar si dentro de algún tiempo desaparezco, porque nunca le importé a nadie, a nadie, salvo a mis amigos. Es triste, lo sé, pero toca asumirlo.

Asumir que eres un mero ladrillo de un magnífico monumento, un minúsculo grano de arena en una bella playa o una fría gota de agua en la inmensidad del océano. Pero también te das cuenta de que sin ese simple ladrillo, el monumento se derrumbaría, que sin ese minúsculo grano de arena, la playa podría perder su belleza o que sin esa fría gota de agua, tal vez quizás, el océano ya no sería tan inmenso.

He estado ojeando la revista del colegio de este año. En las páginas centrales ya no estábamos nosotros, como hace un curso, no conocía a nadie excepto a una sola persona con la que hace meses que no hablo. Es la misma sensación. Sentir que la vida es como la inmensa playa a la que me refería, que a cada paso que das, se borra la huella del anterior, que no dejas ningún recuerdo tuyo más allá de una orla que perdurará durante años en el pasillo que te vio crecer.

No he marcado un antes y un después en ningún sitio. Soy excesivamente normal, arrebatadoramente tímido, demasiado introvertido. Nadie nunca se ha fijado en mí y ha creído ver un futuro prometedor o un presente maravilloso detrás de mis pupilas. Yo no habré dejado huella en el colegio, pero desde luego yo llevo el colegio tatuado a fuego en el corazón.

Dicen que cada segundo que pase,
es uno menos para llegar al final.
Dicen que cuando el muñequito verde se enciende,
tienes permiso para soñar.
Dicen que cuando una puerta se abre,
otra se debe cerrar.
Dicen que la poesía ya no se escribe,
que tarde o temprano agonizará.
Dicen que la libertad oprime
y que impide imaginar.
Dicen que cada oportunidad que pase,
es una menos por aprovechar...

Dicen que los abrazos son eternos si estoy a tu lado,
que no existiría sujeto sin predicado...
Dicen que en tus labios se para el minutero,
que a cada minuto que pasa, te echo de menos...
Dicen tantas verdades que no son verdad...
La única certeza que ahora tengo es que jamás te voy a dejar...

Dicen que las relaciones no son para siempre,
que te cansas
Dicen que el amor se muere
y la llama se apaga
Pero... ¿Y si tengo una caja de cerillas lista para usar?

Era una mañana de finales de septiembre. Una espesa neblina se cernía sobre el río Pisuerga dotándolo de un aspecto fantástico, casi mágico y, sin apenas prestar atención al halo de irrealismo que desprendía el apacible agua, un autobús blanquiazul rasgó velozmente la densa niebla y cruzó el puente en escasos segundos.

Estaba nervioso, muy nervioso. Era mi primer día de clase en mi facultad. El simple nombre de Universidad hacía que pareciera mayor de lo que me creía, me hacía pensar que ya no era tan niño y que la hora de jugar y reír había quedado, hace tiempo, atrás. El pulso se me disparaba por momentos y trataba de borrar de mi frente un sudor imaginario que me parecía recorrer todo el cuerpo. Sentía que cada minuto que pasaba me ahogaba un poco más, intentaba coger una bocanada profunda de aire, pero no daba resultado, así que me limité a buscar algo con lo que poder distraerme, durante unos escasos segundos, al otro lado de la ventana de aquel renqueante bus.

Cada metro era uno menos para llegar, cada parada que se quedaba atrás era una menos para llegar a mi destino final, cada latido de mi inquieto corazón era uno menos que restaba para acabar en aquella facultad, en esa vieja Escuela Universitaria que poseía aquel aspecto elegante que le confería la inmensa fachada marmórea.

Me abstraje durante los escasos segundos que tardé en llegar hasta allí, después de bajarme en la parada más cercana del bus y sin darme cuenta, estaba andando hacia un gran edificio de color ocre con unas ventanas verdes que se encargaban de poner el toque llamativo. No sentía nada, por unos momentos la sorpresa se dibujó en mi cara, preguntándome a dónde habrían ido aquellos latidos tan sonoros que retumbaban en mi pecho, por unos instantes no tuve miedo, ni temor, ni respeto, durante un breve periodo de tiempo, me invadió un sentimiento positivo que me hacía creer que podía hacer todo lo que me propusiera... Por desgracia, pasados diez segundos, toda aquel despliegue de sentimientos cruzados, cesó.

Allí estaba. Apoyado sobre una columna, intentando no mezclarme con todos los que a partir de entonces serían mis compañeros, aparentando ser una isla solitaria en el inmenso océano, nunca jamás me ha importado estar sólo, es más, a veces, incluso, se agradece y por esto, el tiempo que transcurrió entre mi llegada y que saliera el último grupo de chicas de la clase anterior del aula, pareció pasarse con bastante celeridad.

No recuerdo a nadie en especial, pero cuando la puerta de entrada a aquella gran sala repleta de mesas se convirtió en un embudo, me fijé, detenidamente y una por una en todas las personas que la cruzaban. Andaba perdido, muy perdido...

Después, no recuerdo nada, oscuridad, es como si hubiera olvidado todo, como si estuviera en un túnel vacío, sin una luz de un tren a lo lejos, tan oscuro como un enero en soledad... Todo lo que me queda de aquel día no tan lejano es un breve reguero de imágenes que no me llevan a ningún sitio, y que terminan por desembocar en aquel rostro, en su cara, en aquellos ojos, en su mirada, en aquella sonrisa, en sus labios...

Y pasaron los días y terminamos hablando y pasaron los días y cada vez me sentía más próximo a ella. Me encantaba levantarme todas las mañanas pensando que tenía un motivo por el que hacer aquel esfuerzo sobrehumano, me alegraba la simple idea de que quizás ese día habláramos durante un largo rato que para mí siempre acababa demasiado pronto y por ella, por su culpa cometía tantas estupideces al cabo del día.

Me levantaba todos los días antes de que sonara el molesto despertador. Rápidamente, hacía todo lo que debía hacer y como una exhalación, me dirigía a la parada del autobús. A simple vista, todo parecía normal, pero sin embargo, estaba todo planeado. Todos y cada uno de los largos días de la semana cogía el bus que pasaba veinte minutos antes del que en realidad debería coger, tan sólo para coincidir “espontáneamente” con ella en el tramo final de camino a la facultad y todos y cada uno de los cinco días, perdía el bus que tendría que coger, simplemente para acompañarla durante unos escasos metros y que, al final de estos, cuando me daba la vuelta para encauzar mi camino, me dedicase aquella sonrisa, aquella sonrisa que, sin saber por qué, tan feliz me hacía.

Me fui enamorando, poco a poco, de ella, me fui quedando colgado de sus ojos, prendado de su risa, fui cayendo, sin darme cuenta, en lo más profundo de su mirada. Sin embargo, cada día me sentía peor, tenía miedo al rechazo, tenía miedo de depender tanto de ella y no sabía que hacer, si arriesgarme a que me rompiera el corazón o alejarme de su sonrisa.

Aquel día todo me iba bien, mi visión más pesimista de mi vida parecía oculta detrás de una densa y ficticia capa de felicidad, era capaz de morir por estar durante un par de segundos abrazado a ella, cada segundo que pasaba aún la quería más, pero fui un cobarde o quizás una persona sensata al no darla el menor indicio de que me gustaba, pero aquel lluvioso día, en que el calor del interior de aquella clase hacía que los cristales se tornaran opacos, por culpa del vapor, algo cambió, todavía no sé si fue mi culpa o tal vez se debiera a su inconsciencia, a su nulo conocimiento de mis sentimientos.

Todo desembarcó en la puerta principal de entrada a aquel vestíbulo presidido por una especie de figurita de plomo pequeña, que coronaba la escalinata. Ya era hora de irnos y parecía de noche aún siendo mediodía, las nubes oscuras no dejaban entrever ningún viso de mejora, no aparecía ni un solo claro entre toda aquella masa grisácea que encapotaba un cielo otrora azul. La sujeté su carpeta verde mientras ella se afanaba por encontrar su paraguas entre todas sus pertenencias esparcidas sin ningún tipo de orden aparente por aquel bolso turquesa. Mientras intentaba hallar algo en el fondo de semejante caos, la contemplaba sonriente. Cada poco tiempo, se echaba la mano al pelo, intentando recolocar lo que su energía impetuosa despeinaba, deslizando el dedo pulgar por su frente muy suavemente. La amaba, me encantaba verla resoplar y despeinarse y que alzase la vista tras algunos segundos sumergida en las profundidades de su bolso y me mirara con cara de: “¿Qué hacemos si no le encuentro?”.

Tras pasar algo más de un minuto, se dio por vencida. Se lo debía haber dejado en la entrada de su apartamento de estudiantes, la que entre semana, era su casa. Y me miró y empezamos a reírnos, preguntándonos cómo lo haríamos para no mojarnos con la incesante lluvia torrencial. Ni siquiera nos paramos a barajar la opción de quedarnos a esperar en aquel amplio vestíbulo hasta que amainase, decididos, abrimos la primera de las dos puertas de la entrada y, con cuidado de no resbalarnos por culpa de aquel suelo ennegrecido y húmedo por las pisadas constantes de los estudiantes que no dejaban de entrar, nos detuvimos ante la segunda, la puerta que daba al exterior, la que nos separaba de un más que probable catarro, la que nos distanciaba de cometer una de esas locuras que jamás se olvidan.

Quince minutos, quince angustiosos y a la vez divertidos minutos en la que las gotas penetraron, a cada paso, por entre toda nuestra ropa. Quince largos minutos en los que no pude dejar de mirarla, riéndose, como una niña pequeña que estrena botas katiuskas un día de lluvia, saltando en cada charco, divirtiéndose como si estuviese en un patio de recreo, abrazándome mientras corríamos a una velocidad no muy rápida entre las facultades y los edificios más cercanos.

Y la acompañé hasta su portal. Vivía en uno de esos bloques de edificios que no destacan ente la multitud, esos pisos de ladrillo rojizo, con una terraza con verjas grises. Ese era su pequeño mundo, en el que le tocaba hacer su vida, al menos, durante los cinco días lectivos que tenía cada semana.

Su pelo empapado mojaba, gota a gota, el suelo de aquel portal de baldosas grises. Me fui a despedir, como siempre hacía, pronunciando un tímido adiós y dándome la vuelta, de regreso a mi triste vida porque sin ella no era nada, sin ella era un chico diferente que vivía amargado y al que le agobiaba pensar en un futuro en el que ella no estuviera, aquella chica me convertía cada mañana, en alguien especial, en alguien distinto, en una persona graciosa, amable, simpática, pero tras cada tímido adiós, tras verla girar y contemplar su sonrisa por última vez, volvía a mi vida gris.

Y allí, frente a frente, todavía riéndonos e intentando recuperar un aliento derrochado en aquella alocada carrera, nos miramos a los ojos. Nunca me había fijado en el color tan profundo de sus pupilas, según se mirase tenía los ojos color miel o bien de un tono verdoso, aquella mirada hacía que algo en mi pecho fuera a estallar, aquella mirada que me enamoró me devolvía cada día a mi triste realidad, pero en aquel momento...

Su sonrisa se fue apagando lentamente, yo no sabía que hacer, si despedirme e irme, de nuevo corriendo entre las calles solitarias y encharcadas o quedarme, porque sentía que ella tenía dudas, no hablaba, simplemente, se limitaba a mirarme a los ojos hasta que su sonrisa se transformó en una mueca extraña.

Lentamente, poco a poco, iba sintiendo su respiración más cercana. Cogía aire profundamente, tratandome de tranquilizar, algo que fue completamente inútil. Seguíamos sin apartar la vista de los ojos del otro, pero, paso a paso, nos acercábamos a nuestro final. Era preciosa, su pelo mojado centelleaba con la luz azul de tonalidades moradas de la bombilla del portal y sus labios dibujaban la amplia sonrisa de la que me enamoré instantáneamente aquel primer día. Traté de no romper la solemnidad del momento y suavemente y casi sin que lo notara, fui bajando mis manos hasta rodearla por la cintura y ella hizo lo propio, entremezclando sus brazos con los míos, fundiéndonos a fuego lento en aquel mediodía pasado por agua.

Aún me acuerdo del sabor de aquel primer beso, el dulzor de su perfume que, desde entonces me trae tan buenos recuerdos, el toque sutil del amargor de su pintalabios rojo apagado, la suavidad de sus labios, de su piel... Recorrí con mi mano izquierda lentamente su espalda, hasta llegar a su pelo negro azabache y noté como unas juguetonas gotas de agua, que seguían impregnadas entre su cabello, me resbalaban, zigzagueando, por mis dedos...

Aquel día dejé olvidada mi apatía, aquel día me encontré a mi mismo, aquel lluvioso mediodía conseguí, por fin, abandonar el intrincado caos en el que me hallaba sumergido, aquel esperanzador día, huí, para siempre, del cruel laberinto de la amargura.

Dani Rivera


George comenzaba a desesperarse. Tachaba una y otra vez los números garabateados en una hoja de papel que distaba mucho de estar perfectamente inmaculada, cada cierto tiempo echaba un rápido vistazo al ordenador, como si algo no le terminara de cuadrar tras horas y horas de duro trabajo. Estaba solo, sumido en la más absoluta oscuridad. Era de noche y poco quedaba ya para que los cambiantes dígitos rojos de un reloj que descansaba encima de su mesa anunciaran que había comenzado un nuevo y ajetreado día.

La parpadeante luz violeta del flexo hacía que cada poco rato se llevase la mano derecha a sus ojos y, frotándoselos suavemente, volvía a enfrascarse en aquel baile de números en el que se había visto envuelto desde las primeras horas de una soleada tarde de febrero. Nada. Absolutamente nada. Fueron varias las veces en las que creyó rendirse, en las que quiso dejar aquellos desordenados papeles encima de su mesa de caoba, apagar el ordenador y cerrar la puerta de su despacho, una de las muchas oficinas de aquel rascacielos, uno de los muchos que dominaban el horizonte y el cielo de la gran ciudad, de la capital de las ciudades, de Nueva York.

Se levantó de la cómoda silla de cuero que parecía pegársele a la espalda por momentos. Dio unos pocos pasos hasta llegar a la enorme ventana de su despacho. Cogió aire. Por muchos años que llevase en aquella gran oficina aún le seguía dando auténtico pánico la vertiginosa altura que le separaba del suelo. A lo lejos, al mirar hacia abajo, un gélido escalofrío le recorrió la espalda mientras contemplaba los pocos coches que todavía circulaban por aquella gran avenida, atestada de tráfico por el día e increíblemente vacía cuando el sol se ponía.

Suspiró. Su mes estaba siendo especialmente horroroso. Los problemas parecían haberse puesto de acuerdo para salir todos al unísono, aquella avalancha parecía premeditada, como si una mente perversa hubiese ideado todo aquel caos en el que ahora se veía sumergido. En el trabajo nada le iba bien y la gota que estaba empezando a colmar el vaso aún descansaba sobre su desordenada mesa, aquel informe le agobiaba y le atemorizaba a partes iguales, además, su novia, con quien había estado saliendo durante ocho eternos y, a la vez, mágicos años le dejó, huyendo del apartamento que compartían en un céntrico edificio de Manhattan para irse a vivir a un chalet en Nueva Jersey con uno de sus mejores amigos y antiguo compañero de trabajo.

Sentía como la corbata le apretaba la garganta, casi hasta el punto de asfixiarlo, deshizo el nudo que le oprimía el cuello y se sentó a los pies de la ventana. A través del cristal, se contemplaba una maravillosa vista, que parecía un precioso cuadro o una fotografía nocturna de los rascacielos de Nueva York, desde la planta trigésimo tercera de un monumental edificio que se alzaba hacia el cielo de la capital estadounidense.

Toda la oficina al completo estaba en silencio. Haría ya tres horas que el último trabajador había salido por la puerta del NY Building, de un rascacielos que se estaba convirtiendo poco a poco en su casa, un gigantesco coloso de cristal que emergía del suelo hasta acabar en el piso doscientos cinco, arriba del cual, en el tejado, un helipuerto ponía el broche al edificio.

Decidió acabar definitivamente y, cogiendo su chaqueta de raya diplomática, un tanto arrugada del perchero de su despacho, apagó el flexo y el ordenador. Intentó recoger el desorden que se había desatado desde primera hora de la tarde en su mesa y guardó las llaves de su flamante coche, aparcado en las entrañas del NY, en el bolsillo derecho de su pantalón.

Bajó por el ascensor después de despedirse del guardia de seguridad de su planta. Le apetecía andar y, desoyendo su voz interior que le decía que cogiera el coche y se fuese a descansar a su solitaria casa, salió por la puerta principal, coronada por un pequeño tejado. Bajó las escaleras a paso acelerado y justo cuando pisó el suelo firme de la acera, dejando atrás el último escalón, comenzó a diluviar sin previo aviso.
Meditó que hacer y tras unos escasos segundos ensimismado en sus pensamientos, se dio cuenta de lo que sería lo mejor y, andando bajo la invernal lluvia, se perdió entre las calles poco transitadas de Nueva York.

Solo escuchaba el chapoteo de sus caros zapatos de cuero al pisar el suelo mojado. No se cruzó con ningún coche y sus oídos no adivinaron ningún rugido de motor en la lejanía. Hubiese pensado que era el fin del mundo, que se encontraba solo en la ciudad de no ser por las luces que brillaban a través de las ventanas de los demás rascacielos. Caminaba sin destino fijo, empapando un traje que estaba, hacía unos minutos, perfectamente inmaculado y seco, gastando un tiempo que era antes muy valioso pero que, sin embargo, ahora le sobraba.

No tenía cuanto quería, no la tenía, ella se había convertido en el eje sobre el cual giraba su vida, en la base de su existencia, en un pilar sobre el que descansar cuando el destino no hace más que hacerte tropezar.

Vio su propio rostro reflejarse en uno de los muchos charcos que inundaban la acera. Tenía el pelo como si acabase de darse una ducha de agua caliente, le costaba reconocerse, era como si la derrota se hubiera dibujado en su cara haciéndola irreconocible hasta para él mismo. A su lado, de repente, comenzó a vislumbrarse un rostro de una palidez increíble, una cara femenina en la que cada detalle estaba perfectamente calculado al milímetro. Era rubia y los destellos de su cabello parecían cegarlo, en seguida se dio cuenta de quien era.

Hacía escasas horas, mientras se pegaba con aquella larga lista de números que no le terminaban de cuadrar, un email perturbó el solemne silencio del despacho. Cogiendo ágilmente el ratón, clicó sobre el icono del sobre sellado que venía acompañado por un “Para George” y una dirección de correo desconocida. El mensaje era sencillo, un simple “Todo entre nosotros ha acabado. Ch.” le llevó a darse cuenta de quien era el emisor.

Se llamaba Chris y en otra época había sido su mejor amigo y un excelente compañero de trabajo en un mundo en el que el que menos se pelea es el que siempre pierde, fue un acompañante de viaje por la selva inhóspita de aquel rascacielos. Es difícil sobrevivir en un hábitat en el que todos aguardan a verte desfallecer para lanzarse sobre ti, sin embargo, creyó encontrar a una persona muy diferente a las demás en aquel tímido chico de mirada huidiza, originario de la cercana Nueva Jersey.

Años después comprobaría que, en realidad, no era así. Fue el propio Chris quien le presentó, en una de las numerosas fiestas en su chalet, a Giuliette. Era italiana y estaba terminando el último año de su carrera, por aquel entonces andaba planteándose su futuro, el volver a su Palermo natal o quedarse en la ciudad de las oportunidades, buscarse un piso e intentar salir adelante en Nueva York.

Giuliette era amiga de la hermana de Chris y la conexión entre ella y George no tardó en surgir. Eran tal para cual, como dos imanes unidos, extrañamente, por un mismo polo. Tres semanas después de la fiesta y tras varias tardes de cafés y cine, la pidió salir mientras andaban, tranquilamente, por un paseo vacío entre los árboles silenciosos del Central Park.

Se lo pensó y, mientras caminaban callados, retumbaba en los oídos de George la última frase que acababa de decir. La miraba, esperando alguna señal que le invitase al optimismo o que le relegase al más oscuro de los olvidos. Después de diez segundos en los que George creyó ver su vida completa pasar ante sus ojos, Giulette sonrió y, retirando la mirada del suelo, posó sus ojos de aquel color verde tan sumamente fuerte en sus pupilas y se quedaron mirándose durante unos pocos pasos.

Ella se paró y casi al unísono, el tiempo se detuvo y Giuliette se abalanzó sobre él. Todavía recordaba los destellos de su pelo rubio al centellear con el sol primaveral que conquistaba todos los rincones de Nueva York, se acordaba del leve susurro en su oreja, de ese “Sí” apagado que le convirtió en el hombre más feliz de la tierra.

Escasos meses después de aquel momento, Giuliette se trasladó a vivir con él a un pequeño ático de uno de los edificios del centro de Manhattan. Ocho años después, cuando George empezaba a pensar en escalar al siguiente nivel, cuando comenzaba a quedarse parado cada vez que pasaba por el escaparate de cualquier joyería, prestando atención por si acaso el anillo perfecto se escondía detrás de un cristal, entre relojes y pulseras, en un pequeño negocio de la Quinta Avenida. Fue entonces, hacía apenas una semana, cuando una tarde, que comenzaba a teñirse de noche, su vida cambió.

Llegaba de trabajar más pronto de lo habitual. Aparcó el coche a pocos metros del portal de su casa, recogió la cartera y metió unos papeles con delicado esmero para no arrugarlos. Subió las escaleras, y se quedó quieto, enfrente de la puerta, mientras buscaba las llaves para abrirla, palpando los bolsillos de su pantalón. En ese preciso instante, se abrió. Apareció de la nada dos personas besándose apasionadamente. El hombre se ajustaba la corbata de finas rayas blancas mientras se despedía calurosamente, recorriendo la espalda de la mujer con la mano que le quedaba libre. Él era Chris y ella...

¿Qué hay que hacer en esos momentos? George se giró y volvió a bajar por las escaleras que acababa de subir. Ellos apenas se percataron de que alguien les había estado viendo y siguieron besándose bajo el marco de la puerta.

Arrancó el coche al tercer intento. Estaba fuera de sí pero extrañamente calmado. Parecía como si estuviera en uno de esos sueños del que siempre quieres despertar, de un sueño que lentamente se convertía en pesadilla. Conducía hacia ningún sitio y ya estaba empezando a oscurecer. Su teléfono móvil comenzó a sonar. Era Giuliette. No lo cogió. Suponía que estaría preocupada porque no había llegado aún. George sonrió. “Ahora si que te importo ¿no?” pensó. Y siguió aferrado al volante hasta cruzar el puente para salir de la gran ciudad y poner rumbo a ninguna parte.

Volvió a la realidad. Las visiones del charco se habían desvanecido, pero a él aún le seguía martilleando el recuerdo de aquella mujer, por supuesto que conocía el nombre de aquella chica rubia de ojos verdes profundamente oscuros, claro que sí, nunca se hubiera olvidado tan pronto del amor de su vida, de Giuliette, de su Giuliette.

¿Sería un error tan grave hacer lo que estaba apunto de hacer? Había andado hasta entonces haciendo caso siguiendo las voces de su subconsciente y ahora estaba enfrente de su nueva casa. Acababa de trasladar los últimos muebles del ático de Manhattan hasta aquel minúsculo apartamento alquilado a escasos minutos de la oficina de George en el NY.

Se veía tentado a llamar al portero. Deslizó su inquieto dedo índice hasta parar en el número de su casa. No podía. Le había hecho mucho daño. Era incapaz de perdonarla, de intentar olvidar lo que había pasado en esas últimas semanas. Pero es que era ella, la que durante ocho años creyó que era el amor de su vida, la mujer con la que se casaría, la madre de sus hijos y, sin embargo ahora, ahogaba su ira bajo una lluvia torrencial mientras contemplaba, ensimismado, la tibia luz que dejaba pasar las cortinas grisáceas de su salón.

Era la tercera planta de un pequeño edificio, de un edificio que parecía fuera de lugar, rodeado de gigantescos rascacielos. Sentía algo muy extraño. Ella estaba allí, probablemente tumbada sobre un sofá marrón, un tanto anticuado, viendo la vieja televisión que solía emitir unas molestas franjas blancas y negras cada poco tiempo. La tenía tan cerca, pero sin embargo, estaba ya tan lejos.

Giuliette era para él uno de esos errores que tratas de dejar atrás, de olvidar lo antes posible pero, ahora, por culpa de aquel correo tan inoportuno de Chris y guiado por sus propios pasos se encontraba de nuevo frente a lo que más había temido.

Se giró. Volvía al NY, a coger el coche y a encerrarse en casa durante otra solitaria noche de viernes. Las cortinas se movieron de repente, pero George no lo vio. Estaba pensativo, subiendo a la acera aunque no pasase nadie. Escuchó, en el silencio sepulcral, una ventana abrirse. Alguien gritó.

“¿George?”

¿Y ahora que hacía? Decidió no alterar sus planes y continuó como si nada hubiera ocurrido, sin darse la vuelta, sin hacer el menor atisbo de haber escuchado aquel grito casi desesperado.

“¡George!” Volvió a insistir.

Sonó como un disparo, sin embargo solo fue el estridente ruido de una ventana al cerrarse de golpe. En un árbol cercano a él, un pájaro se inquietó y huyó volando, buscando quizás un lugar donde nadie le pudiese importunar de nuevo.

Continuó andando. George escuchaba el leve chapoteo de sus pasos en la acera encharcada. El silencio volvió a reinar en aquella calle de la capital estadounidense. Un silencio efímero porque en pocos segundos, otro golpe le quebró.

Empezó a diluviar con más insistencia sobre Nueva York. Supo perfectamente lo que ocurría cuando oyó los pasos de alguien correr, no le hizo falta mirar hacia atrás, la conocía de sobra. En pocos segundos le dio alcance.

“George, espera.” le agarró del hombro. Dudó si apartar su mano o girarse por completo, no hizo nada, se limitó a proseguir su camino.

Giuliette se puso delante de él, bloqueándole el paso. Apenas llevaba décimas de segundo bajo la torrencial lluvia y su destelleante pelo rubio estaba ya empapado y las gotas la recorrían aquel pálido rostro.

“Sabía que eras tú, no podía ser otro, no hay nadie capaz de venirme a buscar andando mientras parece que se va a acabar el mundo. No sabes cuanto lo siento, de verdad, lo siento mucho, por favor, dejame que lo explique, tengo muchas cosas que contarte.”
“No quiero, Giuli, no me apetece tener que volver a pasar por lo que pasé hace un mes.” Le respondió, al fin, George. “Ha sido un error venir hasta aquí, sé que no me creerás pero era el último sitio al que me apetecía venir, todavía me pregunto como he sido capaz de llegar frente a tu casa.”

Mentía y ella se dio cuenta. Sabía que el corazón le podía más que la cabeza y Giuliette era aún la dueña de aquello que un día le rompió. Le agarró de la mano. Se fueron acercando, lentamente, poco a poco, suspiro tras suspiro. Giuliette comenzaba a sentir sus latidos desbocados, la respiración se le aceleró y George la rodeó fuertemente con sus brazos.

Dejó su mano derecha sobre la cadera y con la izquierda recorrió rápidamente su espalda, de sur a norte, de abajo a arriba, hasta llegar a aquel rostro con el que tanto había soñado durante aquel último mes. Seguía lloviendo, pero parecía no importarles. La acarició suavemente, limpiándola las frías gotas que resbalaban por su cara y llevó la mano a su nuca. Se acercaban y quedaban escasos segundos para la colisión. Giuliette cerró los ojos, él, sin embargo no, prefirió guardar aquel momento con todo detalle en lo más profundo de su memoria por si acaso jamás se volvía a repetir.

Ella suspiró profundamente. Escasos milímetros. Sus húmedos labios se rozaron. George hizo ademán de retirarles, como si se fuera a arrepentir en el último segundo. Sabía Giuliette que era incapaz de hacerlo pero, aún así, arremetió contra sus labios con fiereza, buscando calor para sus heladas manos ,le desabrochó su elegante abrigo y le rodeó por la cintura, deslizando sus manos pausadamente hacia abajo.

Abrió la puerta de su casa con muchos problemas. Era complicado intentar hacer algo cuando estás preocupada por hacer otras cosas. Al cabo de un minuto, Giuliette lo consiguió. La cogió en brazos y cerró la puerta.

Ella aprovechó para quitarse las zapatillas empapadas con las que había bajado a buscarle, tirándolas sobre la alfombra del salón. La tumbó suavemente sobre su cama y se quitó el abrigo y la chaqueta arrugada, arrojándolos al sofá marrón. Volvieron a juntar sus labios en una explosión de pasión desenfrenada. Giuliette comenzó a desabrocharle los botones de la camisa, uno a uno y cuando acabó, George la tiró sobre el suelo de la habitación...

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Aún seguía allí la camisa azul de rayas blancas, sobre el frío suelo de una habitación que comenzaba a teñirse de naranja. Era la única vez en todo el día que la luz del sol podía abrirse paso entre la jungla de rascacielos que rodeaban el pequeño edificio de cinco plantas.

Estaba despierto, acariciando con ternura el brazo derecho de Giuliette. Intentaba pensar con claridad, pero era imposible. ¿Había hecho lo correcto o se había limitado a actuar según le dijo su impulsivo corazón? Ahora ya era tarde y no había remedio.

Los párpados de la joven se abrieron, dejando a la vista sus preciosos ojos verdes. Se giró para mirarle y él inclinó su cabeza hacia la izquierda.

“¿Y sabes lo mejor de todo?” le dijo Giuliette a modo de Buenos días. “Sé que lo de Chris fue un error, te echaba de menos, comprendí que no podía vivir sin tu sonrisa, sin tus miradas cómplices, sin compartir amaneceres como este, me di cuenta de que Chris no eras tú y me dio miedo, miedo de haberte perdido definitivamente y le dejé.”

Parecía que estaba a punto de resbalar alguna lágrima por su cara, pero continuó.

“Me quedé llorando, tirada en el sofá. Chris fue un error, un error muy grave, un fallo de esos que nadie nunca perdona, pero me di cuenta de que tú eras George y de que tú, por suerte, eres muy diferente de los demás.”

Se abrazaron y callaron. Mientras, Nueva York empezaba un nuevo día y un sol recién estrenado bañaba el impenetrable horizonte de rascacielos de un color naranja, del mismo naranja que simboliza el volver a empezar, el volver a retomar una vida que habías dejado aparcada.

Dani Rivera.
Disculpad otro largo periodo de inactividad. Ya estoy de vuelta con más Relatos de un romántico. En escasos días publicaré el primero de otra larga lista de relatos. Por último me encantaría dar las gracias a todos los lectores de Relatos de un Romántico, a los españoles, a los argentinos, mexicanos, chilenos, venezolanos, ecuatorianos y de demás países de lengua hispana, a mis seguidores de Twitter o a los que visitan a través de Tuenti. A todos ellos, o mejor dicho, a todos vosotros, muchas gracias.

Y agradecer especialmente a toda la gente que me apoya, tanto en el libro de visitas, como por cualquier red social anteriormente mencionada. De nuevo, gracias. Es un placer escribir para gente como vosotros.
Estaba absolutamente aterrado. Sentado, con las manos en mis rodillas, dándole vueltas a pensamientos absurdos que apenas sí me lograban abstraer de mis intensas preocupaciones, rodeado de la soledad, en un banco de un largo pasillo en un impoluto y a la vez aterrador hospital.

Sentía una gran presión en el pecho, tenía miedo de que todos mis temores me esperasen detrás de aquella puerta, camuflándose entre un señor de bata blanca y una mesa repleta de instrumentos médicos y papeles desparramados por encima.

Tragaba y tragaba saliva, cogía bocanadas de aire inútiles porque seguía ahogándome en mis temores más perversos, no podía más, había vivido toda mi vida pensando en lo mal que estaba, en lo solo y en lo triste que me sentía y ahora, sin embargo, me daba cuenta de lo estúpido que fui, de que aquellos miedos no eran más que sentimientos absurdos, porque cuando uno se encuentra en el borde del precipicio, se pone a pensar en lo feliz que realmente era cuando pensaba que la vida no le sonreía.

Se abrió, sin previo aviso, la puerta de mi izquierda. Una voz masculina, de tono más bien grave y calmado, pronunció mi nombre y yo, aturdido, con mi corazón agonizando, como si estuviera exprimido por un puño cruel, me levanté y entré en aquel despacho en el que todo estaba sumamente ordenado, sin dejar nada al más remoto azar.

Me senté en aquella silla azul acolchada, situada justo enfrente del doctor, que ni si quiera se dignó a mirarme, permanecía absorto ojeando papeles y papeles, informes e informes. Cuando por fin acabó, unos segundos más tarde que a mí se me hicieron eternos, clavó su mirada en mis ojos y respirando profundamente, me dijo:

“ El tratamiento no ha servido de nada, lo siento.”

Me derrumbé, los cimientos de una vida entera se vinieron abajo en escasas milésimas de segundo, mi enfermedad, una enfermedad silenciosa que llegó un maldito día y que no se ha vuelto a ir, acababa de arrasar todas mis esperanzas, acababa de destruir mi mundo. Sin embargo, no lloraba, no conseguía derramar una sola lágrima, me mareaba, era una situación extraña, como cuando te despiertas y no sabes si aún continúas en una pesadilla o si ya estás en el mundo real.

“ ¿ Y eso significa que me quedan...?”

Dejé que acabase la frase, sentía que se me nublaba la vista, que no lograba hacerme a la idea de algo a lo que pensé que estaba preparado. Llevaba tres años con aquella extraña enfermedad, tres largos años en los que creía haberme preparado para aquel momento, tres años en los que pensaba que tarde o temprano mi vida llegaría a su final, mi camino se terminaba allí, acababa justo en el borde de aquel acantilado, donde las olas rompían... Tres años de sufrimientos, de pesadillas... Tres años de amarga agonía.

“Apenas 24 horas”

Su voz tenía un deje de dolor, obviamente a nadie le gusta dar una noticia así. Sin respiración, huí, salí a toda prisa de aquella habitación que cada vez se hacía más pequeña, ahogándome lentamente.
Mi final ya estaba fijado, pero mi destino aún no estaba escrito, debía asumir la dura verdad, cuanto más tiempo perdía, menos quedaba.

Decidido a olvidar aquel inhumano cronómetro, arranqué el coche, dispuesto a cometer una locura, algo que debí haber hecho hace mucho tiempo.

Aparqué en frente de un edificio de viviendas muy alto. Llovía, pero no me importaba mojarme lo más mínimo, pisando charcos, llegué al portal de mi casa.

Estaba exaltado, fuera de mí y no era para menos. Lo primero que hice fue dirigirme velozmente a mi mesa, cogí lápiz y papel y comencé a pensar en todas las cosas que me gustaría hacer antes de morir. No se me ocurría nada, los minutos pasaban y pasaban. “Decirla lo que siento” fue lo primero que escribí, “Visitar Nueva York, Londres, Edimburgo y Amsterdam” eran ciudades a las que me hubiese encantado ir “Despedirme de todas las personas a las que quiero” aunque prefería no hacerlo, sería muy duro, pero era algo que debía añadir a aquella macabra lista, “Tumbarme al sol cuando llueva” era algo que siempre me había atraído, “Contemplar un amanecer” algo que parece tan normal, pero que nunca había hecho. Y así estuve durante minutos y minutos, escribiendo una lista extraña hasta que por fin, anoté la última cosa que me gustaría hacer antes de morir, un enigmático “Preparar todo” cerraba aquella lista, tras acabar, doblé sin mucho cuidado aquella hoja de papel y la metí en el bolsillo derecho de mi pantalón.

Cogí otro folio y comencé a escribir, intentando que el temblor de mi mano izquierda no impidese que el mensaje fuese ilegible, antes de irme, después de dejar un sobre blanco encima de mi mesa vacía, coloqué un disco en mi minicadena y me disponía a escucharlo cuando me disuadí a mi mismo de hacerlo al echar una ojeada a mi reloj.

En pocos minutos estaba enfrente de aquella tienda de decoración. A través del escaparate veía a una chica joven, con el pelo negro que la caía hasta los hombros, estaba ordenando antes de cerrar. Dio la última vuelta a la llave de la puerta de entrada de aquella tienda que tanto esfuerzo la había costado, era su sueño, desde pequeña anhelaba ser decoradora, poner color en vidas grises, transformar por arte de magia, la tristeza por alegría.

Salí del coche rápidamente. Aún llovía, crucé la calle con cuidado de no ser atropellado por cualquier conductor que, en semejante condiciones, no me viese. Pronuncié su nombre procurando no levantar mucho la voz, ella ya se perdía entre la multitud, después de haber abierto cuidadosamente su paraguas. Inmediatamente se giró y al verme, sonrió.

Jamás había sido capaz de reunir el suficiente valor o,a lo mejor, era que prefería mantener a una amiga que intentar hacer algo y perderla. Eramos grandes amigos desde que nos conocimos un lejano lunes de octubre de nuestro primer curso de carrera. Ahora, después de diez años de confesar secretos, después de diez años de esconder un sentimiento que me mataba por dentro cada vez que la veía... Diez años después, una enfermedad me ponía en una encrucijada y yo, ya había decidido el camino por el que decantarme.

Me acerqué a ella y no la dejé, siquiera, que me saludase. Mi dedo índice, veloz, la cerró los labios, yo no quería esperar más, no podía...

“Te quiero” la confesé “Te quiero desde hace diez años, diez años de silencio que no han servido para acallar las voces que me animaban a confesarte mi amor, te quiero desde aquella mañana de octubre en la que el caprichoso destino nos unió, te he querido y nunca he dicho nada... hasta ahora..”

En su cara se dibujó la sorpresa. Me sentía un poco estúpido, no sabía que hacer, que decirla, desconocía lo que ella haría, si se marcharía, si me ignoraría, pero ahora que ya había rebasado la frontera del dolor, nada me podría hacer aún más daño. Ella miró al suelo, me pareció ver una sonrisa en sus labios y, en pocas décimas de un largo segundo, se abalanzó sobre mí, y la rodeé con mis brazos y, debajo de aquel paraguas amarillo, cuando la lluvia más arreciaba, nos besamos mientras la gente nos esquivaba, eramos una isla de felicidad en el océano de la monotonía.

Tenía el pelo empapado, las gotas me resbalaban por la cara, pero ni a mí, ni a ella, nos importó. Fuimos andando, agarrados de la mano como dos locos enamorados, hasta mi coche. Eran las ocho y el sol invernal agonizaba hasta casi apagarse. Conducía sin un destino fijo, hasta que ella me agarró firmemente la mano que tenía en el cambio de marchas. Entonces, supe dónde ir.

Abrió la puerta de su casa. Sabía que la había leído la mente, que ella quería llevarme allí y sin decírmelo, aparqué enfrente de su puerta, la conocía demasiado bien... Dejó su bolso en una silla de la entrada, mientras yo me quitaba la cazadora y ella dejaba su abrigo en un percha del vestíbulo. La esperé sentado en su sofa mientras se iba al baño, cuando regresó se abalanzó sobre mí, sin previo aviso y me fue desabrochando la camisa, poco a poco, mientras sus labios se enredaban con los míos, recorría mi torso desnudo con su dedo corazón, lentamente...

Sentía que me desvanecía, la amaba, deseaba estar junto a ella toda la noche, anhelaba ser suyo, mis manos se fueron deslizando, desde sus hombros hasta sus caderas y la agarré fuertemente, queriendo seguir el compás que ella había iniciado. El sol finalmente murió y tras su muerte, la luna resucitó.

Me desperté por culpa de los insolentes rayos que se colaban a través de su persiana. Giré la cabeza, ella continuaba durmiendo sobre aquella cama que fue testigo de una noche de desenfreno, de una noche en la que no nos importó el mañana. Me levanté, cogí mis pantalones, mis zapatos y mi camisa, desperdigados entre el suelo del salón y su habitación. Busqué un pequeño papel en un bolsillo de mis vaqueros y le saqué.

Era la lista. Eché un vistazo a mi alrededor y encontré un bolígrafo. Taché todas y cada una de las frases de aquel papel arrugado con una fina raya negra, aunque no había hecho realidad ninguna. Me senté en el sofá donde había comenzado todo y tras pensar detenidamente, añadí una única frase al final de todos mis deseos. “Pasar mi último día con ella.” Sonreí, orgulloso, todas aquellas fantasías no eran nada comparada con esa. No había cumplido ninguno de mis sueños y, sin embargo, lo había hecho todo.

Me vestí mientras veía salir el sol entre las columnas de edificios. Aquel era el amanecer de mi último día. Me puse mis zapatos, cogí mi chaqueta y, con sumo cuidado, cerré la puerta. Debía hacer una última cosa y para eso, tenía que volver a mi casa.

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La costó, pero tras un forcejeo con la llave, consiguió entrar. Tres días habían pasado desde aquella noche que pareció no tener final y aún no podía contener las lágrimas. Llevaba un vestido negro que la llegaba más allá de las rodillas, zapatos del color del carbón y el rimmel parecía resbalarla por las mejillas.

Estaba en su apartamento y, rápidamente encontró una carta cerrada encima de una mesa vacía. Delicadamente, la cogió. “ Para mi amor eterno” rezaba la parte delantera de aquel sobre y, después de abrirle, sacó la carta.

Querida Laura,

Una vez soñé que despertaba junto a ti, por desgracia al despertar no te tenía a mi lado.
Una vez soñé que te besaba al fin, pero en la vida real nunca se cumple lo deseado.
Una vez soñé que moría sin ti, eso, por suerte, nunca se llevará a cabo.

Me he callado tantos Te quieros, he reprimido tantos besos y sin embargo ahora sé que podía haber sido mucho más feliz junto a tí, si te hubiera dicho lo que sentía mucho antes, todo hubiera cambiado.

No llores, quédate con los momentos que pasamos juntos, pasé mi último día aquí como siempre he deseado, yo ya no lloro, tan sólo lamento haber perdido un tiempo muy valioso... a tu lado.

Siempre tuyo.

Dani Rivera.


La dí dos besos. Era el punto y final de nuestra cita que se había prolongado durante algo más de hora y media en la que ella, una chica no excesivamente guapa llamada Natalia, se había cansado de insinuarse, de provocarme, de mojarse suavemente sus labios con su lengua, de recorrer mi brazo izquierdo con la punta de sus dedos, de peinarse sensualmente el pelo castaño cada vez que el viento se encargaba de despeinarla. Sin embargo, yo no había sucumbido ante la tentación, la tenía donde exactamente quería y sabía perfectamente que esa noche la chica no dormiría, pensando en que había sido capaz de ver yo en ella.

Pero ahora estaba justo enfrente, intenté mantener una cierta distancia para evitar que ella se abalanzase sobre mí y acabara besándome. No, no, tenía que evitarlo a toda costa, sabía lo que ella quería hacer a modo de despedida, así que corté la conversación rápidamente y la dí dos besos en sus mejillas sonrosadas por el frío.

Miré a mi reloj de correa de cuero negro, tenía prisa, aquella no era la única ni la última cita que tenía hoy. Me despedi con un fugaz “Ya te llamaré”. Aquello era cierto, de lo poco verdaderamente cierto que había dicho en la última hora y media, ella no me gustaba, no era fea, ni tampoco tenía excesivo peso de más en su voluptuoso cuerpo, pero no era mi tipo, para mí, la tal Natalia, era simplemente, el último nombre de una larga lista de chicas. Y, apresuradamente, tras dedicarla un “Adiós” muy rápido, me giré y casi huyendo, me alejé de su vista.

No recuerdo quien fue la última novia formal que tuve, ni cómo se llamaba, ni cómo era, no me acordaba de nada, de absolutamente nada, pero a partir de ella, a partir de esa chica, ahora desconocida, a la que un día besé, me había vuelto insensible, mi corazón era puro cemento, un muro de hormigón al que poco le importaba el frío o el calor.

A partir de aquella última y lejana novia, a quién estoy seguro de que un día dije “Te quiero”, no había vuelto a ser el mismo, ni siquiera me planteaba algo más después de una noche al calor del edredón, tal vez es que el amor de mi vida aún no había llegado o, quizás, ya se había marchado llorando de mi cama una mañana de domingo, pero hacía demasiado tiempo que no sentía absolutamente nada al ver un corazón con mi nombre tatuado en la corteza de un viejo árbol.

No quedaba nada para que llegase el catorce de febrero, el tan odiado y a la vez tan esperado San Valentín. Yo ya tenía cinco rosas rojas guardadas en la recámara, descansaban en el oscuro fondo de un cajón de mi salón, cinco rosas rojas que significaban cinco “Te quiero” vacíos a cinco mujeres diferentes que, al contrario que yo, sí que estaban enamoradas de mí.

Llegué, como siempre, puntual a la cita y me quedé esperando en la fuente de la plaza Zorrilla rodeada por un monumental edificio revestido de una piedra que se asemejaba al mármol, la Academia de Caballería. Estaba en el centro de Valladolid, justo enfrente de uno de los “pulmones” verdes de la ciudad del Pisuerga, el Campo Grande.

Era ya noche cerrada. El inmóvil agua de la fuente parecía un espejo, apenas tres personas caminaban silenciosas por el paseo Zorrilla. Me fijé en la esfera de mi reloj de agujas, echando un vistazo a la hora, pero, sin embargo, mi mirada se perdió entre los minúsculos dígitos de la fecha: 13 de febrero, once de la noche.

Había quedado con una chica que conocí un sábado por la noche en una céntrica discoteca de Valladolid. Y tardó, pero acabó llegando. Estaba radiante, vestida con unos sencillos pantalones vaqueros, un par de tacones marrones y una cazadora del mismo color. Nos dimos los dos besos de cortesía. Era preciosa, ni siquiera me importó que me dejase marcada, débilmente, la huella de color rojo carmín de sus labios en mis mejillas.

Caminamos. Su largo pelo moreno parecía acariciar al viento, al mecerse suavemente al compás de una suave brisa de invierno, sus grandes ojos verdes parecían desnudarme por dentro cada vez que nuestras miradas se cruzaban y su inmaculada sonrisa parecía intentar rivalizas con el brillo blanco de las estrellas de aquella noche de febrero.

Hablábamos mientras nos dirigíamos hacia uno de mis bares favoritos, cuando al terminar de cruzar el paso de cebra que nos conducía a la entrada del local, se abalanzó sobre mí y, sin previo aviso, me besó.

Esta vez no me importó, no la puse ninguna objeción, ni siquiera hice amago de retirar mis labios. Acabamos abrazados en mitad de la nada, a medio camino entre la puerta del bar y el paso de cebra. Recorrió con su mano derecha mi pierna, hasta llegar a uno de los bolsillos de mis pantalones donde tenía las llaves de mi casa y del coche.

Acercó sus labios rojos a mi oído, como si alguien nos pudiese escuchar en el centro del desierto, y me susurró: “Llevame a tu casa.” Tampoco puse trabas, la noche era larga y no tenía nada mejor que hacer.

Veinte minutos después, estaba abriendo la puerta de mi casa. La invité a pasar al salón, coronado por una enorme y preciosa chimenea que ponía la nota clásica. Encendí el fuego y cuando me iba a sentar en el sofá, a su lado, se levantó y me agarró de la mano.

“En la cama mejor ¿no?” dijo, esbozando una sonrisa que me recordó a la de una niña pequeña que se acaba de meter en un grave lío. Asentí con la cabeza y la llevé hasta mi habitación.

Me desperté en mitad de la noche. Ella, a mi izquierda, seguía durmiendo, arropada entre las sábanas, con cara de felicidad. Me quedé observándola durante largo rato, con la mirada con la que un preso contempla su libertad, con la mirada con la que un anciano contempla a un recién nacido, con la mirada cargada con un sentimiento llamado amor, algo que hacía mucho tiempo ya que no sentía. Y pensé, estuve pensando minutos y minutos, hasta que, sin saber por qué, abandone el calor que reinaba debajo de las sábanas y sin hacer ruido, me deslicé hasta el salón.

El fuego de la chimenea aún seguía ardiendo. Abrí con cuidado uno de los cajones de un gran armario. Saqué cinco rosas rojas y sin premeditarlo, arrojé cuatro al fuego casi apagado, que pareció estallar mientras devoraba sin piedad las flores.

Regresé a mi habitación, con la única rosa que me quedaba en la mano izquierda, y, al llegar la dejé delicadamente sobre su ropa, perfectamente doblada, que descansaba sobre una silla al lado izquierdo de la cama.

Había llegado a la conclusión de quemar cuatro “Te quiero” vacíos que no hubieran significado más que un precioso tiempo perdido, me había dado cuenta de que, por poco que la conociese, su quinta y última rosa ya tenía dueña, estaba seguro de que mi amor de verdad, mi chica perfecta, dormía ahora en mi cama.

Y procurando no despertarla, me tumbé de nuevo a su izquierda, y me quedé dormido.

El insolente sol que se colaba por las ranuras de la persiana me despertó. Sonreí y abrí los ojos. Estiré mi brazo para rodearla pero ya no estaba, no había nada en su lugar. Sorprendido, me incorporé rápidamente y eché un vistazo a la habitación. Una rosa roja descansaba sobre el suelo a los pies de una silla vacía.

Me levanté. Corriendo por los pasillos, aún se podía oler su delicado perfume. Llegué al salón y ya no había nadie, únicamente un pétalo de rosa medio quemado a la orilla de la chimenea. Le cogí y, arrodillado, con la mano izquierda manchada de ceniza, de polvo de rosa, me prometí a mi mismo renacer como un ave fénix, como un ave fénix que renace de sus cenizas, de unas cenizas que, en mi caso, eran de cuatro rosas rojas.

Dani Rivera.

- Imagen de portada: Academia de Caballería de Valladolid con la estatua de Zorrilla en la plaza que lleva su nombre en primer plano. Copyright perteneciente a: http://www.flickriver.com/photos/marcp_dmoz/tags/nikkor/