“Yo no quiero un amor
civilizado, con recibos y...” La canción de Sabina quedó
incompleta por el ruido de un golpe seco, excesivamente brusco. “Yo
no quiero que viajes al pasado...” De nuevo la suave melodía se
vio interrumpida, esta vez por un gemido, un grito ahogado que
prontamente se vio sofocado.
Él había subido a su
casa con el pretexto de echar un vistazo a la vasta colección de CDs
que la joven de sempiterna sonrisa, de la que se había enamorado en
el último bar, guardaba con demasiado esmero en un lugar secreto de
su piso de soltera. Ambos sabían que aquello no iba a terminar tras
la copa de rigor, que lo que había comenzado con un vulgar pero
acertado piropo acabaría a la mañana siguiente con una ducha rápida
y un 'Ya nos llamaremos'.
Ella puso delicadamente
el primer disco que encontró en una desfasada minicadena mientras
los latidos de él comenzaban a multiplicarse. Cuando la mano se
perdió en la frontera que separa lo racional de lo irracional,
prometieron no usar sus nombres, llamarse, simplemente, por un
neutral 'Tú' que ayudase a simplificar las cosas. Cuando el hoy
moría y arrancaba el mañana, dejaron los sentimientos aparcados por
una sola noche en la que únicamente tendría lugar reservado el
placer.
Sus manos se fueron
deslizando hacia su cadera. Hasta que dejó de ser cadera. Sus labios
convenientemente húmedos se juntaron por primera vez en toda la
noche y solo se separarían el tiempo justo para coger aire. Los
corazones de ambos, desbocados, hacían que todo fuese excesivamente
rápido. Él recorrió con la mano derecha el rebelde pelo castaño
que hacía apenas treinta minutos le había llamado la atención en
un rincón de un bar del que ahora ni siquiera recordaba su nombre.
Ella comenzaba a desabrochar los botones de su camisa hasta que su
paciencia se agotó y terminó por arrancar los dos últimos con un
hábil tirón.
La tendió suavemente
sobre su cama. “... Porque el amor cuando no muere, mata, porque
amores que matan nunca mueren...” La voz de Joaquín Sabina todavía
resonaba con claridad desde el salón, pero hacía ya mucho tiempo
que ellos no prestaban atención. Un sendero de besos unió su cuello
con su ombligo. Ella volvió a dejar escapar un grito de
satisfacción. Estaba en el camino correcto.
Trataba de coger aire lo
más rápido posible para no perderse ningún detalle, ningún
suspiro de aprobación, ningún movimiento de la mano izquierda de la
chica que ahora se enredaba entre su pelo. Adoraban ese momento.
Prácticamente cualquier persona del mundo lo desearía y ellos lo
estaban viviendo. Eso sí, como quedó pactado al comienzo de la
noche, aquello no podía ir a mayores, no podía volver a repetirse.
Y al compás de la luna,
se perdieron entre la noche que alguna vez habían deseado en sus
sueños, entre suspiros de placer y sábanas blancas, entre un
persona desconocida y un colchón que aquel día sería el único
testigo de un delito que nunca fue tal. Lo pasaron bien.
Excesivamente bien.
Por eso, a la mañana
siguiente, él no salió huyendo hacia la ducha para marcharse lo
antes posible de aquel lugar, por eso, a la mañana siguiente, ella
no se tapó enseguida al ver que el desconocido no identificado aún
seguía en su cama. Por eso, aquella mañana, él dejó de ser él
para convertirse en Álvaro, por eso, aquella mañana ella dejó de
ser ella para volver a ser Nadia. Por eso, en aquel cálido amanecer
de abril, él y ella dejaron de ser él y ella para convertirse en
ellos.
Dani Rivera
PD: Contigo, el título de este relato, es también el nombre de la canción de Joaquín Sabina que retumba en las paredes de la habitación de Nadia.
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