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Tengo un problema.

Desde hace ya tiempo tengo déjà vus en los que todo se repite. Todo, salvo la chica. Mismas situaciones, mismos escenarios y ningún sentimiento. Ninguno. Tengo déjà vus reales con decenas de mujeres pero, sin embargo, sólo sueño con ella. Y duele.

Quizá es que me convertí en un príncipe de alquiler, con un esmoquin arrendado que terminará la noche descansando sobre suelo enemigo. Tal vez es que para tratar de olvidarla me sumergí entre otras piernas con la esperanza de que, al regresar de nuevo a tierra, me encontrarse su cara. Puede ser, imagino, que yo buscara en sábanas ajenas lo que ella nunca me dio en las suyas. No sé.

Aunque, si os soy sincero, creo que sólo intento aliviar la culpa por no atreverme jamás a desenfundar aquel 'Te necesito' que se quedó a vivir en la punta de mi lengua. Puede que siga enamorado de ella aunque nunca me haya atrevido a confesárselo y en parte sé que explorando bajo otras faldas sólo trato de sofocar el amargor de una derrota para dejar de martirizarme con los '¿Y qué pudo haber sido?'

Y por eso me pierdo en cada noche, para que no sea capaz de encontrarme y decirme lo feliz que es con el tipo que hizo lo que yo nunca me atreví a hacer. En definitiva, quisiera pasar horas en miles de camas, pero la noche entera sólo en la suya.

Ese es mi problema.

Dani Rivera

Ya me estoy desintoxicando de tu droga,
dejé de buscar por oscuros callejones
a aquellos que supieran dónde encontrarte.

Que las cicatrices que decoran mis brazos
sólo evocan que hace mucho tiempo
que no recorres mis venas.

Y lo mejor de olvidarte,
de saber que ya encontraste final para nuestra historia,
es tener la certeza de que llegará alguien mejor que tú
que pinte de blanco la pared del recuerdo
y empiece a garabatear sobre ella
un nuevo “Érase una vez”

Porque, llámame optimista,
pero el final de cada aventura sólo significa
que la mujer de mi vida está un paso más cerca.

Y no.
Lógicamente no eras tú.

Dani Rivera
Imagen: Skyscrapercity.com

Tengo ganas de llorar
pero nunca fui de lágrima fácil.
Tengo ganas de escribir pero no tengo fuerzas,
siempre estuve inspirado tras un 'Adiós' cruel.
Tengo conversaciones kilométricas con las que me derrumbaría,
pero me obligo a mí mismo a no leerlas jamás.
Tengo el corazón acelerado y por primera vez no es por culpa del amor
sino de todo lo contrario.
Tengo muchos recuerdos archivados
y cuantos más tienes, más duele el olvido.
Tengo mil y un silencios tuyos
que ahora cobran sentido.
Tengo tu portazo de despedida
en el modo replay de mi mente.
Tengo, al fin y al cabo, una soledad que regresa
y una esperanza que se marcha.

Y tengo una certeza...

Porque lo peor de todo es que sé que tú no estás igual.
Y que hoy camuflarás los gritos de tu corazón con el ruido de los muelles.

Dani Rivera
@DaniRivera4S
Imagen: FranciscoAcuyo.com

Fui el guapo de la clase, pero nunca supe medir los tiempos. A mis inocentes doce pensaba que las chicas que dibujaban corazoncitos encima de la 'i' de Dani siempre estarían ahí. Al año siguiente se marcharon. No pensaba que a mis inocentes diez y dos ya fuese lícito desenfundar un beso en los labios. Lo dicho. Jamás supe medir los tiempos.

Sin embargo me tocó vivir en la generación del vértigo. En la de los besos a los doce, el sexo a los dieciséis y el primer desengaño amoroso a los dieciocho. En la de los cigarrillos de después de la clase de Ciencias Naturales y en la de los botellones para festejar que habíamos terminado con segundo de la ESO.

Así que pagué mis errores con una retahíla de 'Hasta siempre'. Las chicas que un año me 'quisieron' se largaron al siguiente con aquellos para los que no estuviera prohibido que dos soledades se juntaran en el roce de unos labios. A partir de ahí fui descompasado.

Aplacé mi primera cita, mi primera vez, mi primer adiós. Cuando el resto ya había querido y perdido yo todavía no había ni besado. Cuando los demás ya se habían perdido en miles de noches regadas con alcohol, condones y caladas esporádicas, yo apenas había saboreado mi primer 'Te quiero'.

Ya dije que nunca supe medir los tiempos. O quizá es que yo sí sé medirlos y es el mundo el que se ha vuelto loco.


No sé.

Imagen: Todobrujeria.blogspot.com

Alcanzar una meta es siempre dejar de luchar. Llegar a tu objetivo significa saborear la victoria, una victoria cimentada a base de un esfuerzo proporcional a la satisfacción lograda. 

Por eso jamás digo 'Te quiero'.

Porque no deja de ser la señal para bajar los brazos, para coger una bocanada reparadora de aire, tirarse al suelo y dejarse llevar. La respuesta a un 'Te quiero' precipitado siempre es un 'Te hiero' sin intención.

Por eso nunca deberíais desenfundar un 'Te quiero' sin saber que tu rival tiene un 'Te amo' en la punta de la lengua. Porque un 'Te quiero', al fin y al cabo, otorga a tu contrincante la capacidad de destruirte, porque un 'Te quiero' verdadero es enseñar las cartas en mitad de una partida sin concluir.

Dani Rivera
@Dani_RiveraRuiz || @DaniRivera4S
Imagen: Quiéreme si te atreves

Ha pasado tanto tiempo y todavía recuerdo el primer día que la vi. Desde aquel momento me declaré fan de su sonrisa, desde aquel instante llevo colgado de sus palabras y todavía no sé cómo voy a bajarme de esta pared. Ha pasado tanto tiempo y todo sigue tan intacto. Todo, cada vez que la veo, es más, cada vez que la vislumbro en la lejanía, cada vez que quedamos y aguarda impaciente mi llegada, sigo sintiendo que dejo de ser yo para volver a ser aquel chaval inocente que se perdió en un cruce de miradas con la chica de sus sueños.

Ha pasado tanto tiempo y todo en ella ha cambiado. Dejó de ser una niña para convertirse en una mujer, dejó de tener su corazón abierto para tenerlo destrozado, una más de las que se enamora de aquel que no debió. Ha pasado tanto tiempo y sigo sintiendo los puñeteros nervios de una cita especial, de la cita con la que llevas meses esperando, justo desde que quedaste con ella por última vez. Ha pasado tanto tiempo...

Pero aprendí a vivir sin más aspiraciones que verla cada cuatro o cinco semanas, mientras me sonríe amparada por aquella cerveza que tanto ella como yo sabemos que no se acabará. No, porque mientras hablamos deja la compañía del liviano alcohol para encender un cigarrillo. Y entre calada y calada, historia e historia, se la olvidará y esa caña terminará semi acabada en la bandeja de un servicial camarero que no la ha tirado los tejos porque ha visto que estaba yo. Y mientras emprende el regreso a la barra, piensa que ojalá la vea algún sábado por la noche y no esté trabajando para que quizá surja algo. Y yo me quedo con las ganas de decirle que se ponga a la cola, que llevo más de un lustro gritándola en silencio que '¡Eh! Fíjate en mí' pero nunca se fija.

Y volvemos a la conversación. Bueno, en realidad sigue hablando ella, yo me perdí en la tercera palabra observando el movimiento sensual de sus labios. Y sonríe y deja de hablar mientras regresa al lado de su amigo el tabaco. Me cede cortésmente el turno de palabra y yo dejo mi mundo, que en realidad es el suyo, para contarla lo primero que se me pasa por la cabeza aguardando que termine la calada y continúe hablando de cómo se ligó a aquel chico que parecía imposible. Hace tiempo que preferí no escucharla. Imagino que no sabe lo mucho que duele escuchar las aventuras y desventuras de un romance como el que yo quiero tener con ella pero que nunca llega. Es más, lo daría todo porque respondiese con un breve '¡Sí!' a una sencilla pregunta que la formularía mientras su corazón y el mío comienzan a desbocarse. Pero nunca sucede.

Sí. Sé que soy la persona más afortunada del mundo por tenerla a mi lado. Y sí. También sé que soy el hombre más desdichado de la faz de la tierra que, aún sabiendo lo que quiere, no puede tenerlo y que, además, debe convivir con ello todos y cada uno de los días. Y ya van cinco años.

Si ella supiera que la quiero, si de una vez por todas me dejase de bobadas y me atreviese a confesárselo. Si después de tanto tiempo me tragase el orgullo para morder sus labios. Si derramase la cerveza al abalanzarse sobre mí tras susurrarla lo que siento, si dejase la compañía de ese cigarrillo que cree que la hace tan irresistible para estar conmigo, si abandonase a tipos como ese camarero que después de levantarnos de la mesa se quedó observándola como si fuera un póster de la última tia buena y semi desnuda de turno. Y si... Y si dejase de ser un cobarde quizá perdería lo único que tengo ahora. Y si fuese un valiente quizá ganaría lo único que no tengo ahora. Lo único que sé de todo esto es que la quiero. Y creo que es suficiente.

Dani Rivera
Imagen vía Flickr

Nunca me han gustado los helados. Jamás. Esa sensación en los dientes... Es algo que me gustaría que quedase claro.


Seguramente de haber tenido allí un helado, se habría derretido antes de que hubiese podido terminarlo. La chimenea crepitaba como pocas veces antes había visto y yo, sentado en la alfombra de terciopelo rojo, a su orilla, abría la caja que nunca me hubiese gustado abrir.

Cincuenta días sin ella. Se decía pronto, pero se me habían hecho eternos. Cincuenta besos de 'Buenas noches' que jamás iba a recuperar. Cincuenta 'Buenos días' perdidos que me hacían recordar los que tuve. María nunca fue una más, siempre quise que fuera la última. Antes de conocerle había dejado de creer en el amor... Y entonces llegó ella y me recordó que quizá el amor se siente tan pocas veces que tendemos a olvidar esa sensación, a veces angustiosa, ese latido profundo en el pecho al pensar en ella, ese suspiro de 'Ojalá estuviera aquí', esa mirada caída que trataba de recordar cada centímetro de su piel aunque estuvieras danzando al molesto vaivén de un viejo cercanías.

Al desdoblar una de las solapas de la caja de cartón, el polvo, a la vez que el vetusto recuerdo, hizo acto de presencia. Aquel momento era tan radicalmente diferente al que un día soñé, que se me pasó por la cabeza parar justo ahí y devolver el polvoriento arca al lugar del que quizá no debería haber sido rescatado. Siempre pensé que en ese momento ella estaría a mi lado, a la vera de la chimenea, tumbados en la confortable alfombra y luciendo una de mis antiguas camisetas que la hacían tan sumamente irresistible. Nos reiríamos mientras yo sacaba, uno a uno, los particulares trofeos que había ido recolectando desde el día en que le conocí. Pero ahora estaba solo y, de hecho, ella no volvería a estar allí en una fría noche de invierno.

Esa sensación de que me faltaba algo se fue acrecentando a medida que revolvía los objetos de la caja. De pronto encontré la entrada de la película que significó nuestra primera cita. No fue una cita al uso, dicho sea de paso, porque jamás quedé con ella en ese angosto cine del centro de Madrid. Yo acababa de mudarme allí y con apenas tres días de estancia en la capital decidí irme a dar una vuelta. Perderse al principio es la mejor forma de encontrarse después, es algo que siempre tuve muy claro. Mientras trataba de perderme, me di de bruces con la entrada de un cine que parecía recién teletrasportado de la década de los ochenta. Tenía algo de encanto. También humedades que la desidia de los propietarios había permitido expandirse por la fachada. Siempre me han gustado los edificios así, lóbregos, como si tuvieran que ocultar algún pasaje tenebroso de su pasado menos reciente.

El caso es que aún desconozco el porqué terminé comprando una entrada para la última película romántica de Hugh Grant. Tal vez me sentía demasiado solo, puede ser que añorase tanto una relación de pareja que me contentase con ver que a otros les iba bien. Aunque en realidad todo fuera ficción.

No compré palomitas. Tampoco lo hice nunca y no era plan de aumentar aún más la vergüenza que sentía al entrar en un filme romántico. Apenas éramos cuatro cuando el acomodador cerró la puerta de acceso a la sala. Una pareja, ávida de amor que no tenían reparos en mostrar al mundo lo felices que eran. Pocas cosas hay que más deteste. Y una chica en mi misma fila. Una chica sola. Y con palomitas.

A mitad de la película, cuando en uno de esos giros predecibles la novia deja al novio, la chica de al lado se echó a llorar. Nunca he podido disfrutar en medio del dolor ajeno, así que me fui acercando, lentamente, hasta su butaca. Susurré a su oído un “¿Estás bien?” tan estúpido que me dieron ganas de darme cabezazos contra el respaldo, ¿cómo iba a estar bien?. No sé qué tipo de poder tendrán los susurros, pero sientes unas cosquillitas que te calman por dentro. Es prácticamente un remedio mágico. Y ese remedio, a mi enferma, le sentó genial.

Giró la cara, me miró y sonrió. Rimmel corrido. Enseguida supe diagnosticar su enfermedad. Mal de amores, sin lugar a dudas, me dije. “Me llamo Dani” seguí susurrando, intentaba que me cogiese confianza y además usé el diminutivo de mi nombre, una forma más coloquial, más de amigos. Lo bordé. “Yo María”, respondió. Ella enseguida se sintió cómoda a mi lado. Y creo que ya no me acuerdo de la otra mitad de la película. Por algo sería. Pasamos hablando todo el rato, tratando de no molestar a la parejita feliz, que por otra parte, no parecía demasiado concentrada en tratar de comprender la enrevesada historia de amor del pobre Hugh Grant.

A María le había dejado el último chico del que se enamoró. Un gilipollas integral, por supuesto. Las chicas tienen la facultad de escoger siempre al tonto de turno mientras que tipos como yo, dispuestos a hacerlas feliz, teníamos que sufrir en soledad que la señorita de la que siempre estuvimos enamorados entregue su corazón para que se lo terminen rompiendo. Y chicos como yo, claro, teníamos que tener a mano las veinticuatro horas del día el superglue. Restaurador de corazones rotos, debería añadir en mi currículum.

Dejé la entrada en la alfombra roja. Volví a revolver, valga la redundancia, la caja ya de por sí desordenada. Un diario que no me atreví a abrir para evitar males mayores, el número de teléfono de un amor adolescente y una tarrina de helado. Por amor se hace cualquier cosa.

Nunca me ha gustado el helado. Creo que ya quedó claro. Aún así, en mi segunda cita con María, la primera oficial, asentí como un tonto a la pregunta “¿Te apetece un helado?”. Por amor se hace cualquier cosa, reitero.

Y allí, en una heladería de imitación italiana, con banderitas 'tricolore' por todo el establecimiento, nos sentamos. Leche merengada con canela... Imaginé por un momento lo que debía pensar María de mí. En nuestra primera cita me encontró solo en una película excesivamente ñoña y en la segunda me pido una tarrina de leche merengada. Y añadí a la simpática dependienta, “écheme un poco más de canela, por favor”. Sonaba algo ridículo. Y digo algo para no herir mis propios sentimientos.

Sea como fuere, allí estábamos. Con el suave sonido procedente de la granizadora, con una dulce música italiana resonando por un establecimiento vacío. Por un momento pensé que de verdad estaba en Italia, al siguiente instante me esforcé para que el frío de mi leche merengada no se traspasase a mis dientes. Odiaba esa sensación. Nos quedamos en silencio por miedo a estropear aquello. Y entonces lo rompí.

“Te hielo” le dije con una sonrisa en la boca “Te hielo mucho”, repetí.

La carcajada que soltó hizo que mi 'Te quiero' pasase a ser un 'Te amo', un 'Déjame hacerte feliz, por favor'. Desde pequeño fui muy precoz para manifestar mi sentimientos. Iba demasiado rápido, a veces únicamente hablaba la necesidad de tener a alguien, y en ocasiones terminé por chocarme contra algún que otro muro. Esta vez no quería estropearlo, así que me callé.

Coloqué la tarrina con sumo cuidado a la orilla de la entrada de cine que nunca me arrepentí de comprar. Regresé a la caja. Una llave resplandecía más que cualquier otro objeto y atrajo mi atención aunque yo traté desde el principio en ignorarle. Aquella llave abría la puerta de los momentos que nunca querría haber vuelto a recordar. En realidad, simplemente era la llave de su casa, su regalo de nuestro primer aniversario.

Ojalá nunca hubiera pasado por mi mente hacerla aquella sorpresa. Siempre me afané en mantener intacta la llama, en sorprenderle cada día, en tenerla feliz cometiendo locuras que a un ex cuerdo como yo nunca se le habían pasado por la cabeza. Aquel día, el peor día de mi vida, decidí prepararle una cena romática de viernes noche, a la luz de las velas y al sonido de una suave melodía de Extremoduro, nuestro grupo común favorito.

Aquel día, el peor de mi vida, ella regresó de trabajar. En cuanto escuché un par de golpes en el pasillo, me parapeté en el sofá. Los golpes se sucedieron hasta que por fin logró abrir la puerta. Aquel día, el peor de mi vida, 'Stand by' no fue la banda sonora de la noche, aquel día, sin lugar a dudas el peor en mis veintiocho años, la banda sonora fueron los gemidos provocados por otro que no era yo. Ella, por desgracia, sí era ella.

Me derrumbé. Toda mi ira se fue con la corbata que desanudé y le lancé a la cara. Esta vez no era el rimmel, esta vez era el pintalabios el que estaba corrido. Restauré un corazón roto para que me le rompiesen a mí, cruel ironía de la vida. “Nunca me quiso, nunca me quiso” me repetí a mí mismo, una y otra vez, una y otra vez, mientras descendía las escaleras a toda prisa.

Cuando dejé la llave al lado de la tarrina y la entrada, sonreí. Cincuenta días después comprendí que la herida comenzaba a suturar. Reí. Una carcajada de alivio. De entender por fin la clave. “El amor que nunca terminó de ser” pensé “es el que siempre será”. Ese “será” en futuro, en un futuro en el que olvidaré la llave y recordaré con nostalgia la historia de la tarrina y de la entrada de cine. Y eso que yo siempre odié los helados.

Dani Rivera