Nunca me han gustado los helados. Jamás. Esa sensación en los dientes... Es algo que me gustaría que quedase claro.
Seguramente de haber tenido allí un helado, se habría derretido antes de que hubiese podido terminarlo. La chimenea crepitaba como pocas veces antes había visto y yo, sentado en la alfombra de terciopelo rojo, a su orilla, abría la caja que nunca me hubiese gustado abrir.
Cincuenta días sin ella. Se decía pronto, pero se me habían hecho eternos. Cincuenta besos de 'Buenas noches' que jamás iba a recuperar. Cincuenta 'Buenos días' perdidos que me hacían recordar los que tuve. María nunca fue una más, siempre quise que fuera la última. Antes de conocerle había dejado de creer en el amor... Y entonces llegó ella y me recordó que quizá el amor se siente tan pocas veces que tendemos a olvidar esa sensación, a veces angustiosa, ese latido profundo en el pecho al pensar en ella, ese suspiro de 'Ojalá estuviera aquí', esa mirada caída que trataba de recordar cada centímetro de su piel aunque estuvieras danzando al molesto vaivén de un viejo cercanías.
Al desdoblar una de las solapas de la caja de cartón, el polvo, a la vez que el vetusto recuerdo, hizo acto de presencia. Aquel momento era tan radicalmente diferente al que un día soñé, que se me pasó por la cabeza parar justo ahí y devolver el polvoriento arca al lugar del que quizá no debería haber sido rescatado. Siempre pensé que en ese momento ella estaría a mi lado, a la vera de la chimenea, tumbados en la confortable alfombra y luciendo una de mis antiguas camisetas que la hacían tan sumamente irresistible. Nos reiríamos mientras yo sacaba, uno a uno, los particulares trofeos que había ido recolectando desde el día en que le conocí. Pero ahora estaba solo y, de hecho, ella no volvería a estar allí en una fría noche de invierno.
Esa sensación de que me faltaba algo se fue acrecentando a medida que revolvía los objetos de la caja. De pronto encontré la entrada de la película que significó nuestra primera cita. No fue una cita al uso, dicho sea de paso, porque jamás quedé con ella en ese angosto cine del centro de Madrid. Yo acababa de mudarme allí y con apenas tres días de estancia en la capital decidí irme a dar una vuelta. Perderse al principio es la mejor forma de encontrarse después, es algo que siempre tuve muy claro. Mientras trataba de perderme, me di de bruces con la entrada de un cine que parecía recién teletrasportado de la década de los ochenta. Tenía algo de encanto. También humedades que la desidia de los propietarios había permitido expandirse por la fachada. Siempre me han gustado los edificios así, lóbregos, como si tuvieran que ocultar algún pasaje tenebroso de su pasado menos reciente.
El caso es que aún desconozco el porqué terminé comprando una entrada para la última película romántica de Hugh Grant. Tal vez me sentía demasiado solo, puede ser que añorase tanto una relación de pareja que me contentase con ver que a otros les iba bien. Aunque en realidad todo fuera ficción.
No compré palomitas. Tampoco lo hice nunca y no era plan de aumentar aún más la vergüenza que sentía al entrar en un filme romántico. Apenas éramos cuatro cuando el acomodador cerró la puerta de acceso a la sala. Una pareja, ávida de amor que no tenían reparos en mostrar al mundo lo felices que eran. Pocas cosas hay que más deteste. Y una chica en mi misma fila. Una chica sola. Y con palomitas.
A mitad de la película, cuando en uno de esos giros predecibles la novia deja al novio, la chica de al lado se echó a llorar. Nunca he podido disfrutar en medio del dolor ajeno, así que me fui acercando, lentamente, hasta su butaca. Susurré a su oído un “¿Estás bien?” tan estúpido que me dieron ganas de darme cabezazos contra el respaldo, ¿cómo iba a estar bien?. No sé qué tipo de poder tendrán los susurros, pero sientes unas cosquillitas que te calman por dentro. Es prácticamente un remedio mágico. Y ese remedio, a mi enferma, le sentó genial.
Giró la cara, me miró y sonrió. Rimmel corrido. Enseguida supe diagnosticar su enfermedad. Mal de amores, sin lugar a dudas, me dije. “Me llamo Dani” seguí susurrando, intentaba que me cogiese confianza y además usé el diminutivo de mi nombre, una forma más coloquial, más de amigos. Lo bordé. “Yo María”, respondió. Ella enseguida se sintió cómoda a mi lado. Y creo que ya no me acuerdo de la otra mitad de la película. Por algo sería. Pasamos hablando todo el rato, tratando de no molestar a la parejita feliz, que por otra parte, no parecía demasiado concentrada en tratar de comprender la enrevesada historia de amor del pobre Hugh Grant.
A María le había dejado el último chico del que se enamoró. Un gilipollas integral, por supuesto. Las chicas tienen la facultad de escoger siempre al tonto de turno mientras que tipos como yo, dispuestos a hacerlas feliz, teníamos que sufrir en soledad que la señorita de la que siempre estuvimos enamorados entregue su corazón para que se lo terminen rompiendo. Y chicos como yo, claro, teníamos que tener a mano las veinticuatro horas del día el superglue. Restaurador de corazones rotos, debería añadir en mi currículum.
Dejé la entrada en la alfombra roja. Volví a revolver, valga la redundancia, la caja ya de por sí desordenada. Un diario que no me atreví a abrir para evitar males mayores, el número de teléfono de un amor adolescente y una tarrina de helado. Por amor se hace cualquier cosa.
Nunca me ha gustado el helado. Creo que ya quedó claro. Aún así, en mi segunda cita con María, la primera oficial, asentí como un tonto a la pregunta “¿Te apetece un helado?”. Por amor se hace cualquier cosa, reitero.
Y allí, en una heladería de imitación italiana, con banderitas 'tricolore' por todo el establecimiento, nos sentamos. Leche merengada con canela... Imaginé por un momento lo que debía pensar María de mí. En nuestra primera cita me encontró solo en una película excesivamente ñoña y en la segunda me pido una tarrina de leche merengada. Y añadí a la simpática dependienta, “écheme un poco más de canela, por favor”. Sonaba algo ridículo. Y digo algo para no herir mis propios sentimientos.
Sea como fuere, allí estábamos. Con el suave sonido procedente de la granizadora, con una dulce música italiana resonando por un establecimiento vacío. Por un momento pensé que de verdad estaba en Italia, al siguiente instante me esforcé para que el frío de mi leche merengada no se traspasase a mis dientes. Odiaba esa sensación. Nos quedamos en silencio por miedo a estropear aquello. Y entonces lo rompí.
“Te hielo” le dije con una sonrisa en la boca “Te hielo mucho”, repetí.
La carcajada que soltó hizo que mi 'Te quiero' pasase a ser un 'Te amo', un 'Déjame hacerte feliz, por favor'. Desde pequeño fui muy precoz para manifestar mi sentimientos. Iba demasiado rápido, a veces únicamente hablaba la necesidad de tener a alguien, y en ocasiones terminé por chocarme contra algún que otro muro. Esta vez no quería estropearlo, así que me callé.
Coloqué la tarrina con sumo cuidado a la orilla de la entrada de cine que nunca me arrepentí de comprar. Regresé a la caja. Una llave resplandecía más que cualquier otro objeto y atrajo mi atención aunque yo traté desde el principio en ignorarle. Aquella llave abría la puerta de los momentos que nunca querría haber vuelto a recordar. En realidad, simplemente era la llave de su casa, su regalo de nuestro primer aniversario.
Ojalá nunca hubiera pasado por mi mente hacerla aquella sorpresa. Siempre me afané en mantener intacta la llama, en sorprenderle cada día, en tenerla feliz cometiendo locuras que a un ex cuerdo como yo nunca se le habían pasado por la cabeza. Aquel día, el peor día de mi vida, decidí prepararle una cena romática de viernes noche, a la luz de las velas y al sonido de una suave melodía de Extremoduro, nuestro grupo común favorito.
Aquel día, el peor de mi vida, ella regresó de trabajar. En cuanto escuché un par de golpes en el pasillo, me parapeté en el sofá. Los golpes se sucedieron hasta que por fin logró abrir la puerta. Aquel día, el peor de mi vida, 'Stand by' no fue la banda sonora de la noche, aquel día, sin lugar a dudas el peor en mis veintiocho años, la banda sonora fueron los gemidos provocados por otro que no era yo. Ella, por desgracia, sí era ella.
Me derrumbé. Toda mi ira se fue con la corbata que desanudé y le lancé a la cara. Esta vez no era el rimmel, esta vez era el pintalabios el que estaba corrido. Restauré un corazón roto para que me le rompiesen a mí, cruel ironía de la vida. “Nunca me quiso, nunca me quiso” me repetí a mí mismo, una y otra vez, una y otra vez, mientras descendía las escaleras a toda prisa.
Cuando dejé la llave al lado de la tarrina y la entrada, sonreí. Cincuenta días después comprendí que la herida comenzaba a suturar. Reí. Una carcajada de alivio. De entender por fin la clave. “El amor que nunca terminó de ser” pensé “es el que siempre será”. Ese “será” en futuro, en un futuro en el que olvidaré la llave y recordaré con nostalgia la historia de la tarrina y de la entrada de cine. Y eso que yo siempre odié los helados.
Dani Rivera
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