Algún día te cansarás de ir a doscientos kilómetros por hora y verás que la velocidad ha impedido que te dieses cuenta de todo lo que dejabas atrás y yo seré en tu carretera esa intrascendente señal de stop que nunca viste y que se convertirá en crucial en el momento justo en el que aquel coche se cruce en tu camino.
Dani Rivera
Tremendamente arrebatadora. Apasionada
y apasionante. Princesa amenazante de caballeros andantes. A
diferencia de muchas, ama la sinceridad y detesta la mentira. Vital y
soñadora, que diría.
Extraordinariamente extraña. Ella es
amiga aunque sea de un equipo rival. Y no cualquier amiga, la amiga
que todo amigo desea y la que cualquier persona anhela encontrar.
Qué más da lo que la gente diga si
solo con lo que diga ella basta. Emocionalmente desordenada, nunca la
ordenes nada, que se lo pierdes. Tan inestable como un castillo de
naipes pero tan fuerte como los de las películas de vaqueros.
Ubicua, omnipresente, quizá más que
el mismísimo Dios. Tiene el don y la virtud de estirar el tiempo y a
la vez, cuando estás con ella, de que la aguja del reloj tenga que
parar cada cinco minutos para coger aire.
Imprescindible, casi tanto o más como
el mar en su Gijón. Imaginar un Valladolid sin ella o un mes sin
verla es meramente desalentador. Imprescindible porque, por mucho que
ella se empeñe en desaparecer, siempre hay gente que la necesita.
Eterna. Mucho más que Roma, cittá
eterna. Millones de veces más. Eso sí, italianos no, que no les
soporta, italiano sí, qué tendrá ese idioma que le hace tan
irresistible. Eternamente enamorada de las películas de amor,
eternamente desencantada de la vida real. Eternamente ella.
Romeo y Julieta quizá no existieron
pero un amor así no tardará en llegar. Y la llegará. Quizá hoy,
quizá mañana, o quizá hace dos años cuando conoció a aquel
chaval. Quizá sea aquel, quizá éste o quizá sea el de más allá.
Ojalá sea el segundo . Está tranquila porque ella de momento no le
espera, pero llegado el momento le esperará.
Ojalá nunca llegue el día en el que,
al doblar la esquina, la pierda para siempre de vista. Ojalá siempre
esté ahí, al otro lado. Donde lleva años estando y de donde espero
que, ojalá, no se vuelva a marchar.
Dani Rivera
¡Buenos días, princesa!
He soñado toda la noche contigo, íbamos al cine y tú llevabas aquel vestido rosa que me gusta tanto...
Sólo pienso en ti, princesa... ¡Pienso siempre en ti!
Escucha el fragmento
- “No existen los amores para siempre” dijo ella, atrincherada tras una taza humeante.
- “Que sí, Lucía” apuntó él, echando un vistazo a la mojada calle tras los cristales de aquel café “Hazme caso ¿cuándo te he mentido yo?”
- “¿Y por qué lo sabes?”
Nico sonrió fugazmente,
dejó de mirarla a los ojos y echó un vistazo a la mesa donde
reposaban sus dos cafés, ideal para días lluviosos y fríos como
era aquel. Mentalmente repasó los pros y contras de su próxima
frase y, como no tenía nada que perder, se lanzó como un kamikaze,
sin paracaídas y sin plan B.
- “Porque llevo enamorado de ti siete años...” Nico no se atrevió a mirarla a los ojos, asi que optó por juguetear con su taza “Sé que no es un desde siempre, pero sí un desde bastante.”
El silencio fue la peor
elección. Él hubiese preferido que le dijera algo, aunque no
hubiera sido agradable, antes que aquella tensa espera para que sus
labios volviesen a hablar.
- “Nico...” comenzó a decir. Ella tampoco le miraba a los ojos “¿por qué hoy?”
- “Creo que esa no es la pregunta, la pregunta es por qué no hace siete años”
De nuevo su respuesta fue
el silencio. Él paso por alto su reacción y decidió seguir
hablando.
- “¿Sabes? Me he arrepentido mucho de no habértelo dicho mucho antes, porque lo sé desde la primera vez que me miraste a los ojos ¿Te acuerdas? Era una tarde como esta, de mayo, llovía muchísimo, todavía no sé como te atreviste a salir a la calle así, te estabas empapando” rió y retomó la historia “Entonces me encontré contigo en un paso de cebra y te tendí mi paraguas, aun recuerdo aquel sincero 'gracias' y tu mirada...”
Dio un reconfortante
sorbo a su café, Lucía, por fin, le miraba a los ojos. Allí
estaba. Aquella mirada inocente y cautivadora, aquella mirada con la
que había soñado aun sin soñar, aquella mirada que recordaba
cuando pasaba por aquel cruce cada día de lluvia.
- “Pasaron las semanas y aquel chico que conociste en una de tus muchas noches de fiesta, te pidió salir.” Diluviaba en la calle y se comenzó a oír el primer atisbo de tormenta. “Ahí estuvo mi error, dejarte escapar. Y después de ese, vinieron otros, pero nunca yo. Y yo, tonto de mí, nunca te conseguí olvidar, siempre aguardé mi oportunidad, una oportunidad que había perdido en aquel paso de cebra hace ahora ya siete años...”
Otro reparador sorbo y
notó como la bebida caliente se deslizaba por su garganta. Le sirvió
para reunir el suficiente ánimo como para continuar con aquella
historia.
- “Y no sé por qué me he decidido a decírtelo hoy, Lucía, no tengo ni la más remota idea. Lo último que sé de ti es que ahora estás con alguien, de nuevo, quizá si pudiésemos volver al pasado, a aquel paso en el que jamás te debí dejar cruzar en verde sin decirte que me había enamorado de tu pelo empapado, de tu mirada pulcra, de esos labios que todavía hoy me siguen volviendo loco, de ti...”
Se terminó el café.
Seguía sin hablar y aquello le dolía mucho. Rebuscó entre sus
pantalones hasta encontrar su cartera, cogió un billete y le dejó
sobre la mesa.
- “Cuando te canses de amores de un rato, de 'Te quiero' con fecha de caducidad y de besos baratos, llámame. Si es que algún día te cansas, claro. Estaré esperando, impaciente, otra oportunidad...”
Cogió su cazadora y
salió rápidamente, como si huyera de alguien o de algo, quizá de
su pasado. Lucía no habló, ni una mísera palabra. En cuanto pisó
la acera se arrepintió de no haber llevado paraguas a la cita, en
tres pasos su pelo ya estaba tan mojado como si acabase de salir de
la ducha. Tampoco le importó, acababa de perder a su mejor amiga en
una mesa de un café cualquiera.
Semáforo rojo. Se detuvo
en un paso de cebra. El tráfico intenso de un día de lluvia le
impedía cruzar pese a que no se había puesto en verde. Necesitaba
llegar a casa lo más rápido posible, quitarse la ropa empapada y
tirarse en la cama. De repente dejó de llover, miró hacia arriba y
se topó con un paraguas.
- “Gracias” susurró alguien tras él. “Gracias por abrirme tu corazón pero creo que no necesitaré tu número...”
Miró hacia atrás. Era
Lucía. Lucía y la mirada que le había robado el corazón hacía
siete años.
- “Te quiero, Nico, te quiero desde esa tarde de mayo, te quiero aunque nunca me haya atrevido a decírtelo...”
Semáforo verde. La rodeó
con sus brazos por la cintura. Apartó su pelo inquieto de la cara.
Todo lo que quería estaba debajo de un paraguas amarillo en un
lluvioso y vacío paso de cebra del centro de Valladolid. Esta vez no
dejaría que cruzase sin decirla lo que sentía. Esta vez sería la
primera vez de una eternidad. Ambos sonrieron en aquel dulce instante
que precede al momento más importante de la vida. Y la besó.
Dani Rivera
“Yo no quiero un amor
civilizado, con recibos y...” La canción de Sabina quedó
incompleta por el ruido de un golpe seco, excesivamente brusco. “Yo
no quiero que viajes al pasado...” De nuevo la suave melodía se
vio interrumpida, esta vez por un gemido, un grito ahogado que
prontamente se vio sofocado.
Él había subido a su
casa con el pretexto de echar un vistazo a la vasta colección de CDs
que la joven de sempiterna sonrisa, de la que se había enamorado en
el último bar, guardaba con demasiado esmero en un lugar secreto de
su piso de soltera. Ambos sabían que aquello no iba a terminar tras
la copa de rigor, que lo que había comenzado con un vulgar pero
acertado piropo acabaría a la mañana siguiente con una ducha rápida
y un 'Ya nos llamaremos'.
Ella puso delicadamente
el primer disco que encontró en una desfasada minicadena mientras
los latidos de él comenzaban a multiplicarse. Cuando la mano se
perdió en la frontera que separa lo racional de lo irracional,
prometieron no usar sus nombres, llamarse, simplemente, por un
neutral 'Tú' que ayudase a simplificar las cosas. Cuando el hoy
moría y arrancaba el mañana, dejaron los sentimientos aparcados por
una sola noche en la que únicamente tendría lugar reservado el
placer.
Sus manos se fueron
deslizando hacia su cadera. Hasta que dejó de ser cadera. Sus labios
convenientemente húmedos se juntaron por primera vez en toda la
noche y solo se separarían el tiempo justo para coger aire. Los
corazones de ambos, desbocados, hacían que todo fuese excesivamente
rápido. Él recorrió con la mano derecha el rebelde pelo castaño
que hacía apenas treinta minutos le había llamado la atención en
un rincón de un bar del que ahora ni siquiera recordaba su nombre.
Ella comenzaba a desabrochar los botones de su camisa hasta que su
paciencia se agotó y terminó por arrancar los dos últimos con un
hábil tirón.
La tendió suavemente
sobre su cama. “... Porque el amor cuando no muere, mata, porque
amores que matan nunca mueren...” La voz de Joaquín Sabina todavía
resonaba con claridad desde el salón, pero hacía ya mucho tiempo
que ellos no prestaban atención. Un sendero de besos unió su cuello
con su ombligo. Ella volvió a dejar escapar un grito de
satisfacción. Estaba en el camino correcto.
Trataba de coger aire lo
más rápido posible para no perderse ningún detalle, ningún
suspiro de aprobación, ningún movimiento de la mano izquierda de la
chica que ahora se enredaba entre su pelo. Adoraban ese momento.
Prácticamente cualquier persona del mundo lo desearía y ellos lo
estaban viviendo. Eso sí, como quedó pactado al comienzo de la
noche, aquello no podía ir a mayores, no podía volver a repetirse.
Y al compás de la luna,
se perdieron entre la noche que alguna vez habían deseado en sus
sueños, entre suspiros de placer y sábanas blancas, entre un
persona desconocida y un colchón que aquel día sería el único
testigo de un delito que nunca fue tal. Lo pasaron bien.
Excesivamente bien.
Por eso, a la mañana
siguiente, él no salió huyendo hacia la ducha para marcharse lo
antes posible de aquel lugar, por eso, a la mañana siguiente, ella
no se tapó enseguida al ver que el desconocido no identificado aún
seguía en su cama. Por eso, aquella mañana, él dejó de ser él
para convertirse en Álvaro, por eso, aquella mañana ella dejó de
ser ella para volver a ser Nadia. Por eso, en aquel cálido amanecer
de abril, él y ella dejaron de ser él y ella para convertirse en
ellos.
Dani Rivera
PD: Contigo, el título de este relato, es también el nombre de la canción de Joaquín Sabina que retumba en las paredes de la habitación de Nadia.
Dicen que el romanticismo languidece
por momentos, que se pierde, que llegará un día en el que
definitivamente se extinguirá, que ahora todo se reduce a una mezcla
imperfecta de alcohol, noche y descontrol, de deslices, de Te quieros
con fecha de caducidad, de hasta luegos definitivos. Ojalá las rosas
nunca mueran y siempre sirvan para expresar lo que, a veces, las
palabras nunca alcanzan a describir, porque...
¡Que vivan los románticos! Los que
aún creen en un 'Para siempre', aquellos a los que se les acelera el
pulso cada vez que la ven, a ella, a la única. Que nunca mueran los
besos kamikazes, los que desvelan sentimientos que nadie sabía, los
que conquistan medias naranjas.
Que vivan los que creen en lo
imposible, porque no hay nada más imposible que aquello que nunca se
creyó posible. Y que desaparezcan los agoreros, los del 'Tú y ella
no pegáis', los que se ríen de los ramos de flores y de las
declaraciones de amor.
Que vivan los que aún aguardan el
momento ideal para lanzarse y los que ya lo hicieron. Seguro que se
han dado cuenta de que mereció la pena aquel amargo trago de saliva
para reunir el suficiente valor como para soltar un 'Te amo'. Que
vivan los que en el juego del amor alguna vez perdieron porque como
diría aquel “Prefiero haber amado y perdido que jamás haber
amado”.
Que vivan los que no se impacientan
porque saben que en algún lugar del mundo está esperando su alma gemela. Y
también aquellos que arrojaron la toalla, cansados de esperar,
porque tarde o temprano se darán cuenta de que por fin la han
encontrado.
Que viva el amor porque sin él no
habría románticos. Que vivan los románticos porque sin ellos no
habría amor.
Dani Rivera
- “Necesito
necesitarte”
- “Lo sé”
- “¿Lo sabes?”
- “Sí” ella sonrió
como sonríe un niño que acaba de cometer una travesura
- “Necesito decirte que
te quiero”
- “Lo sabía.”
- “¿También?”
- “Sí” repitió,
calcando hasta el detalle más mínimo, su anterior sonrisa.
- “Pues que sepas, si
no lo sabes ya, que necesito compartir los domingos por la mañana
contigo, enredarnos entre las sábanas rogando que regrese la noche,
que necesito intercambiar miradas de esas que lo dicen todo sin decir
nada, que necesito susurrarte al oído que si algún día no estoy a
tu lado es porque te espero en un cercano más allá, que necesito
que me cortes la respiración cada vez que te veo porque sino no
tiene sentido seguir respirando, que necesito que hables del futuro
en primera persona del plural, que necesito darme cuenta de que por
fin he encontrado lo que llevo media vida buscando, que necesito
saber que jamás habrá más nuncas, que a partir de ahora todo serán
para siempres.”
- “Lo sabía.”
- “¿Y qué opinas al
respecto?”
- “Que yo también.”
- “¿Que tú también
qué?”
- “Que yo también
necesito necesitarte.”
Dani Rivera
Te odio porque no puedo dejar de mirarte. Sí, sé que aún no te has dado cuenta. Te odio porque tengo la certeza de que lo nuestro nunca podría funcionar. Te odio porque me encanta tu perfume, ese aroma que te envuelve y que te hace aún más irresistible. Te odio porque me imagino a tu lado dentro de unos años y de repente todo se esfuma. Y eso duele. Te odio porque Dios nos hizo tan iguales y a la vez tan distintos. Te odio porque todo en esta maldita vida me recuerda a ti.
Te odio porque aún guardo un montón de fotografías que ya no sirven de nada. Te odio porque para ti las noches no tienen fin. Te odio porque te pierdes entre las sábanas de otros. Desearía que fuesen las mías. Te odio porque te fuiste y dejaste prendida en mi corazón una llama que nunca se apaga. Creo que, por desgracia, jamás se apagará. Te odio por tu sonrisa imperecedera. Te odio porque me he dicho mil y una veces que ya te había olvidado y mil y una veces me mentí. Te odio porque buscamos cosas distintas y sin embargo yo aún espero encontrarte. Te odio porque al marcharte y cerrar la puerta dejaste el silencio que provoca tu ausencia. Te odio porque no logro encontrar un restaurador de corazones rotos. Y no he dejado de buscar. Te odio porque añoro tu locura infantil. Te odio porque hoy nos separan treinta centímetros. Te odio porque esa distancia nunca será cero. Te odio porque jamás llegará el día que espero desde que te conocí. Te odio porque desde que te conocí, te espero.
Te odio porque tu pintalabios rojo carmín aún espera que regreses. Y no es el único. Te odio porque cada vez que te veo trato de disimular que no siento nada. No sabes lo mucho que me cuesta. Te odio porque me conformé con amistad y ahora deseo amor. Te odio porque me cuesta pensar en alguien que no seas tú. Te odio porque sé que en alguna de tus aventuras encontrarás a quien andas buscando. Y no seré yo. Te odio porque llegará el día en el que reciba una invitación de boda. Y será tuya. Te odio porque nunca conoceré a nadie como tú. Te odio porque sé que nunca me escribirías algo así. Te odio porque parece que hay miles de chicas y te odio porque únicamente hay una.
Te odio porque en realidad me odio a mi mismo. Te odio porque nunca me he atrevido a decirte 'Te amo'. Te odio porque me encantas. Te odio porque te quiero.
Dani Rivera
“¿Qué te pasa?” Preguntó, queriendo leer el rostro afligido de la persona que tenía enfrente, mientras llevaba su mano derecha al vaso.
“¿Que qué me pasa, Marta? Que llevo cinco años enamorado de ti y no lo soporto más, cinco largos años en los que he esperado cada día a que el olvido borrase la huella de tu presencia, cinco años en los que he tenido que soportar tus romances, cada noche loca, cinco años en los que no he podido decirte 'Te quiero' y ni siquiera insinuar que te amaba, que deseaba estar a tu lado, cinco años en los que he aguantado que besases al primero que te invitaba a una copa, cinco insoportables años en los que me he querido separar de ti pero en los que, por desgracia, mi corazón no quería distanciarse ni un milímetro, cinco años he esperado a dejar de sentir que eres especial ¿Y sabes qué? Sigo enamorado como aquel mediodía de septiembre en el que te conocí...”
Hizo una pausa y tragó saliva. Había ensayado aquel discurso una y otra vez pero jamás hubiese pensado que estaría haciendo aquello allí, en medio de un bar prácticamente vacío, nunca pensó que se atrevería a decirle a la cara a la persona que amaba todo lo que acababa de recitar. Ella había agachado la cabeza desde ese “enamorado de ti” que se había convertido en una flecha que ahora yacía en alguna parte de su corazón.
“Dudo que puedas hacerte una idea de las noches que he soñado con despertarme a tu lado, con apartarte el pelo de la cabeza cuando el sol comenzaba a colarse por la ventana, de llevarte el desayuno a la cama, de agarrarte furtivamente la mano en el cine, de besarte...”
Volvió a parar. Lo necesitaba. Cogió aire. Tampoco comprendía aquel arrebato de valentía que se había apoderado de él. Levantó la mirada de la mesa y la miró. Aún continuaba con los ojos clavados en aquel vaso sin apenas líquido. Alguna lágrima esporádica había hecho correr su rimmel. No pronunció ni una sola palabra, simplemente continuó callada.
“¿Y sabes qué?” preguntó retóricamente, como si esperase respuesta “Que sé que yo no soy lo que buscas y sé, con toda certeza, que tú tampoco eres lo que busco, que yo quiero sentar la cabeza y pasar de los sábados por la noche cuando tú, justamente, deseas todo lo contrario y eso hace que sea aún más doloroso...”
Por primera vez desde que había comenzado a hablar, Marta le miró. Temía su reacción, temía que se marchase sin más y que jamás le volviese a dirigir la palabra, sin embargo, sonrió.
“¿Y sabes qué?” Dijo ella y aguardó hasta que la miró “Creo que por fin ha llegado la hora de cambiar.”
Dani Rivera@Dani_RiveraRuiz
La
vida de Raúl Astray transcurre por los derroteros habituales hasta
que el traumático divorcio de sus padres hace que se precipiten los
cambios. De pronto y sin él quererlo se verá envuelto en un oscuro
caso en el que tendrá que ejercer de detective improvisado. Amor,
intriga y misterio se dan cita en la primera 'novela tuitera' que se
dividirá en capítulos publicados periódicamente en este blog y que
se podrán comentar en Twitter con el hastag #laslucesdelaoscuridad,
bajo el cual se podrá dar el punto de vista o, incluso, sugerir
continuaciones para la novela.
Tomó aire. Lo
necesitaba. Echó un fugaz vistazo al reloj, lo había logrado. Bajo
elevado techo de la estación de tren de Valladolid, recogió su
mochila del suelo, se la colgó en el hombro izquierdo y volvió a
emprender una marcha que se había visto pausada por culpa de su
forma física. Llevaba corriendo algunos minutos, necesitaba coger
ese tren, el haberlo perdido hubiese significado tener que quedarse
otra noche más en aquella gélida ciudad. Y llegó.
No estaba lejos de casa,
con suerte en apenas cuarenta y cinco minutos el tren se detendría
en los andenes de su estación. Estaba feliz, radiante, atrás dejaba
una semana plagada de trabajo, de idas y venidas, de llamadas
telefónicas estériles, de gritos, de discusiones, de soledad al
llegar a casa. En el fondo la echaba de menos, a sus veinticinco años
había pasado seis de ellos a su lado, pero sabía que la culpa había
sido única y exclusivamente suya, de la mujer a la que había amado
desde que la pidió salir después de un tímido “Me gustas” allá
en un lejano 2005.
Tenía ganas de coger las
llaves de la casa de sus padres, abrir la puerta y pasar un fin de
semana alejado de todo aquel recuerdo que le hacía pensar en ella.
Hacía tiempo que no les visitaba, un par de meses, una semana antes
de que ella hiciese las maletas y se largase a no se dónde con no se
quién, un tipo que, por cierto, había aprendido a hacerla feliz.
Llegaba puntual, pese a
las prisas, a su cita con el tren. Esperó un par de minutos a que el
morro del Media Distancia apareciese en la lejanía en un andén
repleto, lleno a rebosar de lágrimas de despedida, de maletas de ida
y vuelta, de sentimientos encontrados, de esperanzas y de nervios, de
últimos besos y de adioses de esos que encharcan las pupilas. Todos
parecían tener alguien de quien despedirse o alguien a quien
esperar, todos menos él y una chica que no dejaba de apartar la
mirada de un libro que parecía interesarla tanto que ni se dio
cuenta de que su tren acababa de soltar el resoplido de alivio y se
había detenido a su lado, milésimas de segundo antes de que
comenzase el alboroto, el ir y venir, el mirar el número de vagón,
las puertas de las que no cesan de salir gente.
Se despreocupó de ella
pese a que se había quedado ensimismado contemplándola. Necesitaba
buscar su asiento, necesitaba descansar de la carrera que se había
echado para llegar a tiempo. Cuando paró de salir gente, comenzó la
lucha por entrar en las primeras posiciones. Él esperó a que todos
subiesen, sin meterse en peleas absurdas.
No había posado ni
siquiera el pie en el primer escalón de la escalerilla metálica del
tren cuando alguien le golpeó. Miró hacia atrás aguardando alguna
explicación cuando se dio cuenta de que era ella. Se le acababa de
caer una voluminosa maleta que no había podido controlar por culpa
de su exceso de equipaje. Queriéndola ayudar, la tendió la mano y
ella le fue pasando las tres bolsas que descansaban sobre el cemento
del andén. Justo cuando subió al tren, el pitido aviso de que las
puertas comenzaban a cerrarse.
- “Muchas gracias”
- “Si no te llego a ayudar, todavía sigues en la estación” dijo sonriendo.
- “Pues sí, no estaba prestando atención porque me había quedado leyendo un libro, de verdad, muchas gracias” Y fue entonces cuando enarboló una preciosa sonrisa. Él se quedó absorto, como cuando la había visto por primera vez. Los latidos se atropellaban y le costó articular palabra.
- “De nada, ha sido un placer” Sus caminos se separaron, ella sacó su billete y sin mirarlo si quiera, entró al vagón de la izquierda, él al de la derecha.
Se cerraron las puertas
después de que las cruzase y fue consciente de que había perdido la
oportunidad. “¿Un placer?” Pensó “¿Un placer cargar con tus
maletas? Así no ligaré en la vida, de verdad, estoy tonto”.
Comenzaba el tren a
acelerar, dejando poco a poco atrás a Valladolid, los fríos
edificios quedaban desfilaban y de pronto desaparecieron por completo
dejando solo campo. Sus ojos miraban el paisaje sin prestar demasiada
atención, aún seguía pensando en lo que debería haber dicho, le
daban ganas de pegarse cabezazos contra la ventanilla y mientras
gritar “Estúpido, estúpido” pero respiró, se puso los cascos,
cerró los ojos y dio al 'play'.
Justo un minuto después,
alguien perturbó su tranquilidad. Con dos pequeños golpes en su
hombro derecho bastó. Se sobresaltó. ¿Era ella? ¿Ella otra vez?
Preguntó en cuanto vio su cara.
- “Parece que este es mi asiento” dijo ella señalando a la butaca contigua a la suya. “Qué casualidad ¿eh?”
- “Sí, sí”
- “Me llamo Silvia, antes ni siquiera nos ha dado tiempo a presentarnos.”
- “Encantado, Silvia, yo soy Ismael” respondió mientras se afanaba en retirar la pesada maleta con la que había ocupado su sitio para subirla a la parte de arriba. En cuanto la colocó, pensó “Gracias, destino”.
Sin embargo apenas
hablaron. Cada uno se puso a hacer una cosa diferente. Él trataba de
pensar en un tema de conversación mientras observaba, impotente,
cómo el paisaje pasaba y el tiempo se iba agotando. Ella seguía
ensimismada con la lectura de su libro. Cuando apenas le quedaban
diez minutos de viaje para llegar a su destino, Silvia cerró el
libro y lo guardó delicadamente en un bolso. Aprovechó la ocasión
para pasar a la acción.
- “¿Y adónde vas?” preguntó Ismael como si no hubieran dejado de hablar.
Ese fue el comienzo de
una conversación breve pero intensa. Ella se marchaba a Madrid
durante unos días para pasar algo de tiempo con sus padres, aunque
vivía en Valladolid donde hacía tres años había conseguido
encontrar un buen trabajo como diseñadora de interiores. Al
principio la resultó difícil separarse de su familia, pero con el
paso del tiempo se fue aclimatando a las tardes de lluvia, las
mañanas de niebla y el frío que solía imperar a primeras horas de
la mañana. Ahora le encantaba Valladolid, de hecho se había
comprado piso propio, que obviamente había decorado ella misma.
Salvo a sus padres y a su hermana, que vivía en un apartamento del
paseo de la Castellana madrileño, todo lo tenía en Valladolid,
amigos, trabajo, casa... Todo salvo a un chico que la soportase y al
que soportar. Acababa de cumplir veinticuatro años y comenzaba a
sentir que el tiempo pasaba y ella, sin embargo, no avanzaba.
No se dio cuenta. Por los
altavoces sonó una preciosa voz de mujer anunciando la siguiente
parada, la suya. Fue un acto reflejo. Ismael se levantó, arrancó un
trozo de hoja de un cuaderno de su mochila, cogió un boli azul y
apuntó rápidamente su número de teléfono. Cuando terminó de
anotarlo, se lo tendió. Ella sonrió y lo cogió. “Por si acaso te
entran más ganas de hablar en cuanto regreses de Madrid” la dijo.
Se dieron los dos besos
de rigor y desapareció entre la multitud nada más apearse del tren.
Entre las idas y las venidas, él se detuvo en mitad del andén a
rebosar. Necesitaba verla una última vez para acordarse y grabar
cada detalle de su rostro en su falible memoria. Cuando se giró,
únicamente vio el final del tren. Sabía que los días se le harían
eternos, justo al contrario que cualquier fin de semana en el pueblo
que le vio crecer.
Los segundos no pasaban,
la aguja del minutero parecía haberse quedado quieta. Las horas se
estiraban y se estiraban hiciese lo que hiciese. A cada milésima,
echaba un vistazo al móvil, por si a ella se le hubiese ocurrido
darle un toque para que él también pudiera guardar su número de
teléfono. Pero nada. Ahora que lo pensaba más en frío parecía
algo estúpido. “¿Cómo se iba a poder enamorar una chica de mí
en apenas sesenta kilómetros?” pensaba.
Llegó el lunes y no le
llamó. Ni el martes, ni el miércoles. Pasó la semana entera y no
tenía ninguna noticia suya. Desistió. En el trabajo estaba fuera de
cobertura, pensativo y todos lo notaron.
- “Ismael, Ismael” repitió Fer, uno de sus mejores amigos. “¿Qué te pasa? Estás alelado últimamente... Incluso más que de costumbre”
- “No llama... ¿Y sabes? No llamará.”
- “¿Que no llamará quién?”
- “Ella...”
- “¡Anda, que Isma ha ligado esta semana!” dijo, casi gritando, a la vez que le golpeó el hombro con la mano.
La mirada que le dirigió
hizo que bajar el tono de voz casi de inmediato. Nadie lo entendía y
nadie lo entendería. A él le daba igual. Necesitaba volver a verla,
urgentemente. Pero aquel día nunca llegó, jamás descolgó el
teléfono y comprobó, exultante, que al otro lado de la línea
estaba ella, era su anhelada voz.
Pasó el tiempo y el
recuerdo de aquella chica pronto quedó enterrado entre montañas de
ligues de una noche, de novias sin compromisos y de relaciones sin
futuro. Ocho meses después de que se subiese a aquel tren que
trastocó su vida momentáneamente, regresó a la escena del crimen,
como ya había vuelto cada fin de semana desde ese día que parecía
tan lejano.
Llegó asfixiado por las
prisas a la estación. Como siempre. Respiró y subió al tren. Ni
siquiera ojeó el billete y se paró en el primer asiento que vio
libre, dejó a su lado el poco equipaje que llevaba y se sentó a
contemplar la ventana, deseoso de que el tren emprendiese su camino
cuanto antes para llegar a casa lo más pronto posible.
Comenzaba a quedarse
dormido acunado por la suave melodía de 'Brothers in arms' cuando
dos golpes muy leves, prácticamente imperceptibles, le hicieron
sobresaltarse. Rápidamente abrió los ojos y sin apenas fijarse,
buscó con viveza el billete, creyendo que era el revisor. Cuando
levantó la cara tuvo ante sí algo que le resultaba familiar.
Aquella sonrisa descarada, los ojos que le evocaban un mar en calma,
la melena perfectamente cuidada que apenas llegaba a la altura de los
hombros... Tardó unos segundos en darse cuenta. Era ella.
- “¡Silvia!” Exclamó.
- “Pensé que no te darías cuenta” dijo ella mientras esbozó aquella sonrisa que hacía tambalear las desconfianzas “¿Me dejas que me siente a tu lado? Tengo muchas cosas que contarte” Nada más acabar la frase su sonrisa se esfumó.
- “Por supuesto, siéntate”
- “Disculpa por no haberte llamado... Lo siento, de verdad...” Parecía que de un momento a otro se iba a poner a llorar “Cuando llegué a Madrid me enteré que mi madre había fallecido...” Finalmente se derrumbó “Cuando me recuperé días después ya había perdido la pista del papel con tu número de teléfono...” La costaba retener las lágrimas e Ismael la rodeó con su brazo izquierdo, intentando consolarla.
Se quedaron en silencio.
Ella seguía llorando aunque a medida que transcurrían los minutos
parecía mejorar y los sollozos fueron a menos. Continuaban agarrados
en un vagón vacío. Cuando se secó las últimas lágrimas y mirando
al suelo, incapaz de cruzar su mirada con la de Ismael, retomó la
conversación.
- “Desde entonces, todos los viernes, venía hasta la estación y te esperaba en el andén por si algún día conseguía encontrarte... ¿Sabes? Nunca me había enamorado a primera vista... Nunca... De hecho, renegaba de ello, no creía que dos personas que se viesen por primera vez fuesen capaces de llegar a quererse el uno al otro... Como la típica película en la que se miran el chico y la chica y no se vuelven a separar...Qué tontos, pensaba, y fíjate, ahora yo soy la protagonista...”
Entonces subió la vista
y sus miradas se cruzaron por primera vez. Los azules ojos vidriosos
se clavaron en sus pupilas. La mano de Ismael recorrió su cuerpo
hasta llegar a la cara. Respiraron profundamente y los corazones
comenzaron a latir al unísono. Por fin se volvió a dibujar en el
rostro la sonrisa que tanto le gustaba. Aquel día, después de
recorrer los sesenta kilómetros, no se apeó sólo del tren. Aquel
fue el primero de infinitos viajes, juntos.
Dani Rivera