El golpe seco del balón al rebotar aún retumba en mis oídos cada vez que me acuerdo de aquel verano. Las últimas luces del día se diluían por el horizonte, y los rayos de un sol casi extinguido teñían el anochecer de naranja. Quedaba poco para que la oscuridad más tenebrosa se cerniese sobre nosotros, pero no nos importaba.
Seguíamos jugando al baloncesto en aquella cancha sin luces, tratando de encontrar, a tientas, aquel preciado balón que nos convertía durante escasos segundos en pequeños héroes. Mientras, a nuestro alrededor, un pequeño grupo de tres chicas, apuraban los últimos minutos del día, patinando despreocupadas y charlando animadamente en una conversación un tanto extraña, interrumpida, a veces, por nuestros gritos salvajes pidiendo ayuda en la defensa o casi rogando que nos pasasen aquel anaranjado y desgastado balón.
Tres años, tres años casi ya han pasado de aquel lejano verano de 2008 y los recuerdos de aquella época andan apilados en algún oscuro rincón de mi memoria. Pero sobre todos ellos, encima de todos los malos y de los buenos momentos, por encima de las risas y las lágrimas, de las desilusiones y los sueños, consigo siempre desempolvar un agradable recuerdo que hace que una sonrisa se dibuje en un rostro que no está muy acostumbrado a ello.
Era una de aquellas patinadoras que rondaban a nuestro alrededor y me acuerdo, como si fuese hoy, del día en que la conocí.
Aún quedaban algunas horas para el ocaso. Agotadas y exhaustas, dos chicas recuperaban fuerzas sentadas en los cimientos de una de las canastas de aquel polideportivo. Nosotros, mientras, sin preocuparnos por ellas, seguíamos haciendo lo que llevábamos haciendo todo el verano, jugar al baloncesto. De repente, unos ojos verdes se cruzaron con los míos y, durante un escaso instante, me fui completamente del partido, milésimas de segundo después, ella apartó su mirada y girando la cabeza, traté de olvidarme de ella.
No podía, a cada balón que tocaba, cada pase que daba, pensaba en ella y, desesperado, trataba de buscarla girando la cabeza hacia la canasta de mi espalda. La veía conversar, sonreír, escuchar, pero no se volvió a fijar en mí. No conseguía que se me pasara, a cada jugaba, ansioso, buscaba una mirada cómplice, a cada segundo, desesperado, intentaba observar furtivamente su rostro durante un breve instante...
Nunca he estado tan seguro de algo como lo estuve aquel día. Un extraño sentimiento se apoderó de mí y en mi cabeza no dejaban de sonar una extrañas voces que me susurraban que ella sería alguien especial para mí. Desde entonces, tan sólo una vez las he vuelto a escuchar, a aquellos ecos lejanos provenientes de mi mente, aquellas vocecillas apagadas que muy de vez en cuando me indican que alguien llegará a convertirse en una persona muy importante para mí.
El caso y sea como fuere, me fui enamorando de ella, poco a poco, día tras día, la veía patinar y anhelaba ser yo la persona que la rescatase del suelo cuando cayera, si es que alguna vez lo hacía, deseaba ser yo a quien esperase sentada a los pies de una canasta, quería, casi imploraba a Dios, que ella fuera tan mía como tan suyo fuese yo...
Se llamaba y se llama Laura. Tenía y aún sigue teniendo unos preciosos ojos verdes y una sonrisa de la que te quedas prendado nada más verla. Se nota a la legua que es especial, que es una chica totalmente distinta a todas las demás, que es una persona por la que merece la pena morir...
El día en que por fin hablé con ella fue uno de los momentos más felices de mi vida. Me acuerdo estar temblando, intentando disimular el inquieto movimiento de mis manos sujetando el balón y lanzando a canasta. Recuerdo que congeniamos muy pronto, que casi de inmediato me di cuenta de que era mi alma gemela, mi media naranja, la mitad de mi corazón...
Aquellas semanas pasaron rápido, cuando estás enamorado tiendes a idealizar las cosas, pero aún así, creo que aquellas tres semanas fueron, posiblemente, unas de las más felices de mi vida.
Esas noches, iluminados únicamente por la escasa luz de la luna, con el sonido suave de los grillos de fondo, la tenía entre mis brazos, intentando calmar aquel frío de septiembre. Esas noches, que ahora parecen tan lejanas, pasaban preocupantemente deprisa y yo intentaba guardar en mi memoria, todos y cada uno de los momentos que pasaba junto a ella, junto a la que fue durante unas semanas, la piedra que sostenía los cimientos de mi vida.
Podrá pasar el tiempo, años y años, pero jamás olvidaré aquel primer beso. Avergonzados, sintiéndonos extraños junto a una persona a la que conocíamos perfectamente, con los nervios a flor de piel, nos acercamos lentamente, sin prisa, como si la noche fuese única y exclusivamente para nosotros y cuando la luz de la luna dibujaba el horizonte llegó uno de los momentos que con más pudor y a la vez, con más orgullo, guardo en un cajón del rincón de mi mente.
Bien está lo que bien acaba y por eso, ahora, puedo sonreír sabiendo que la sigo teniendo a mi lado, por eso puedo esbozar una amplia sonrisa cada vez que la veo, por eso es y será mi mejor amiga...
Y ella... se llama Laura...
Dani Rivera
Seguíamos jugando al baloncesto en aquella cancha sin luces, tratando de encontrar, a tientas, aquel preciado balón que nos convertía durante escasos segundos en pequeños héroes. Mientras, a nuestro alrededor, un pequeño grupo de tres chicas, apuraban los últimos minutos del día, patinando despreocupadas y charlando animadamente en una conversación un tanto extraña, interrumpida, a veces, por nuestros gritos salvajes pidiendo ayuda en la defensa o casi rogando que nos pasasen aquel anaranjado y desgastado balón.
Tres años, tres años casi ya han pasado de aquel lejano verano de 2008 y los recuerdos de aquella época andan apilados en algún oscuro rincón de mi memoria. Pero sobre todos ellos, encima de todos los malos y de los buenos momentos, por encima de las risas y las lágrimas, de las desilusiones y los sueños, consigo siempre desempolvar un agradable recuerdo que hace que una sonrisa se dibuje en un rostro que no está muy acostumbrado a ello.
Era una de aquellas patinadoras que rondaban a nuestro alrededor y me acuerdo, como si fuese hoy, del día en que la conocí.
Aún quedaban algunas horas para el ocaso. Agotadas y exhaustas, dos chicas recuperaban fuerzas sentadas en los cimientos de una de las canastas de aquel polideportivo. Nosotros, mientras, sin preocuparnos por ellas, seguíamos haciendo lo que llevábamos haciendo todo el verano, jugar al baloncesto. De repente, unos ojos verdes se cruzaron con los míos y, durante un escaso instante, me fui completamente del partido, milésimas de segundo después, ella apartó su mirada y girando la cabeza, traté de olvidarme de ella.
No podía, a cada balón que tocaba, cada pase que daba, pensaba en ella y, desesperado, trataba de buscarla girando la cabeza hacia la canasta de mi espalda. La veía conversar, sonreír, escuchar, pero no se volvió a fijar en mí. No conseguía que se me pasara, a cada jugaba, ansioso, buscaba una mirada cómplice, a cada segundo, desesperado, intentaba observar furtivamente su rostro durante un breve instante...
Nunca he estado tan seguro de algo como lo estuve aquel día. Un extraño sentimiento se apoderó de mí y en mi cabeza no dejaban de sonar una extrañas voces que me susurraban que ella sería alguien especial para mí. Desde entonces, tan sólo una vez las he vuelto a escuchar, a aquellos ecos lejanos provenientes de mi mente, aquellas vocecillas apagadas que muy de vez en cuando me indican que alguien llegará a convertirse en una persona muy importante para mí.
El caso y sea como fuere, me fui enamorando de ella, poco a poco, día tras día, la veía patinar y anhelaba ser yo la persona que la rescatase del suelo cuando cayera, si es que alguna vez lo hacía, deseaba ser yo a quien esperase sentada a los pies de una canasta, quería, casi imploraba a Dios, que ella fuera tan mía como tan suyo fuese yo...
Se llamaba y se llama Laura. Tenía y aún sigue teniendo unos preciosos ojos verdes y una sonrisa de la que te quedas prendado nada más verla. Se nota a la legua que es especial, que es una chica totalmente distinta a todas las demás, que es una persona por la que merece la pena morir...
El día en que por fin hablé con ella fue uno de los momentos más felices de mi vida. Me acuerdo estar temblando, intentando disimular el inquieto movimiento de mis manos sujetando el balón y lanzando a canasta. Recuerdo que congeniamos muy pronto, que casi de inmediato me di cuenta de que era mi alma gemela, mi media naranja, la mitad de mi corazón...
Aquellas semanas pasaron rápido, cuando estás enamorado tiendes a idealizar las cosas, pero aún así, creo que aquellas tres semanas fueron, posiblemente, unas de las más felices de mi vida.
Esas noches, iluminados únicamente por la escasa luz de la luna, con el sonido suave de los grillos de fondo, la tenía entre mis brazos, intentando calmar aquel frío de septiembre. Esas noches, que ahora parecen tan lejanas, pasaban preocupantemente deprisa y yo intentaba guardar en mi memoria, todos y cada uno de los momentos que pasaba junto a ella, junto a la que fue durante unas semanas, la piedra que sostenía los cimientos de mi vida.
Podrá pasar el tiempo, años y años, pero jamás olvidaré aquel primer beso. Avergonzados, sintiéndonos extraños junto a una persona a la que conocíamos perfectamente, con los nervios a flor de piel, nos acercamos lentamente, sin prisa, como si la noche fuese única y exclusivamente para nosotros y cuando la luz de la luna dibujaba el horizonte llegó uno de los momentos que con más pudor y a la vez, con más orgullo, guardo en un cajón del rincón de mi mente.
Bien está lo que bien acaba y por eso, ahora, puedo sonreír sabiendo que la sigo teniendo a mi lado, por eso puedo esbozar una amplia sonrisa cada vez que la veo, por eso es y será mi mejor amiga...
Y ella... se llama Laura...
Dani Rivera
CAPÍTULO 1: AMOR ETERNO
Caminaba entre la tranquilidad que reina en la oscuridad de la noche. Los destellos dorados de las farolas le guiaban de regreso a la más triste de las realidades. No pensaba en nada, tan sólo se dedicaba a observar detenidamente los continuos e inútiles cambios de color de los semáforos. Faltaba algo, parecía casi obligatorio el ruido en aquellas calles del centro de una gran ciudad, parecía necesario el estruendo de los motores o el susurro apagado de las conversaciones ajenas, escuchando el eco de sus propios pasos a uno le daba mucho sobre lo que pensar.
La vuelta a la rutina se tornaba gris, cada sábado que regresaba sólo a casa era un auténtico infierno, llevaba meses viviendo una vida llena de mentiras, superficial si queréis llamarla así, pero en el fondo, todos los sábados por la noche o, más bien, todos los domingos por la mañana, deseaba que llegara el fin de semana siguiente para volver a no ser él.
Pero antes no era el mismo, hace escasos meses atrás, era un pobre ingenuo quizás, que vivía alimentado por cuentos arcaicos y sin valor en el “moderno” presente. Creía que la vida era del color de las rosas, que todo era como se veía a simple vista, hasta que llegó aquella chica...
Ella y la cruda realidad, le sacó de su mundo multicolor en el que no se hallaba la maldad, ni las sobredosis, en el que no había noches de copas para ahogar las penas o pintalabios en las mejillas, en el que no existía los “amores” efímeros ni los falsos príncipes con sus princesas, y se dio cuenta de que hasta el momento había sido un ciego con vista en su propia ciudad.
Aquella chica... la que creyó que era su chica durante apenas dos efímeras semanas... Jugó con él... jugó con sus sentimientos, con su ingenuidad y le privó de soñar para siempre. Catorce días después, un lejano sábado de septiembre, no respondió al teléfono y jamás volvió a verla.
Por su culpa todas las semanas se le antojaban largas. Cada lunes, cada martes, cada miércoles, cada jueves soñaba con salir y hacer, a una chica elegida al azar, lo que le habían hecho a él, pagaba su dolor con el dolor de otras chicas, jurándolas amor eterno para, seis días después, condenarlas al más cruel de los olvidos.
Y ahora, mientras escucha canciones con el volumen al máximo para intentar ahogar definitivamente las pesadillas en las que, de vez en cuando, se veía envuelto, contempla sin pestañear el suelo de aquel autobús.
CAPÍTULO 2: PEQUEÑOS SECRETOS
Ser feliz, significa, a veces, ser inconsciente. Algo en ella había cambiado desde hacía unos meses, su ilusión se había marchitado en primavera, como si fuera una vulgar flor que espera al calor del verano para renacer. Se volvió más fría, superficial, interpretaba un papel ficticio en el que ella era la protagonista de su propia vida, de una vida feliz, sin mentiras ni recuerdos, no era ella y lo más grave, es que lo sabía.
Aquella capa invisible que se extendía alrededor de su cuerpo era como el escudo de un guerrero, el caparazón de las tortugas o el armazón de un barco, necesitaba protegerse, necesitaba seguir siendo así, ella no quería pero algo en su mente la obligaba...
Era el recuerdo de un chico... el recuerdo de un día en el que los cimientos de su mundo se desmoronaron, se vinieron abajo y la hecatombe provocó el hundimiento de una vida construida a base de pequeñas mentiras.
El solo recuerdo de aquel lejano día le producía ganas de llorar, ganas de abandonar y de dejar todo a un lado. El día... ese día que llevaba tatuado a fuego en su memoria y que recordaba como si fuera ayer...
Él llevaba aquella cazadora verde que tanto la gustaba y la sonrisa que eclipsaba todo cuanto pasaba a su alrededor, sus ojos, los responsables de que, cuando estaba junto a él, el tiempo se pasara deprisa... era algo que, todavía ahora, seguía añorando.
Era una tarde de mayo, habían quedado en su portal y ella, al verle, se fue directa hacia él, procurando no mirar su cara para no volver a caer en antiguos errores, sin saludos, tan sólo separados por un silencio roto por el sonido de sus tacones al andar, la chica, casi llorando, alargó su temblorosa mano derecha y sin mediar palabra, le pegó.
La encantó aquel sonido y el ver su cara palidecer. Aquello funcionó, sintió como si una bebida caliente, cuando estás enfermo, bajara por todo tu cuerpo y te calmase, aquello la reconfortó pero, por desgracia, eso no es suficiente para olvidar.
Recuperó el aliento, como si acabara de correr durante minutos y minutos, tomó una última bocanada de aire antes de hablar y levantó la vista del suelo por fin, clavando sus pupilas color miel en las suyas y le hizo aquella terrible pregunta, la que hacía horas que la mataba por dentro.
Respiró tranquila, su respuesta era negativa, pero como he dicho antes y vuelvo a recalcar: “Ser feliz significa, a veces, ser inconsciente” y esta era una de las veces. Dos días después confesó eso que ella sabía pero que prefería ignorar, la respondió afirmativamente y la contó uno de esos “pequeños” secretos que son capaces de arrasar con todo.
La había engañado, había estado con otra chica, ella desconocía quién podía ser, pero la daba igual. Por un momento se quiso morir, la cabeza se la fue, y se mareó. Dos años juntos, tirados inútilmente a la basura, dos años de recuerdos que ahora eran inservibles, dos años de vacaciones juntos, dos años... dos años y mil historias.
Y atravesar aquel parque y recordar las tardes de verano hace todavía que necesite coger aliento. El recuerdo de las lágrimas derramadas, de la felicidad gastada junto a él, de los momentos malos, de los buenos, de las sonrisas de complicidad, de las miradas furtivas, de deseos de enamorados, de la pasión multicolor, de ilusiones con fecha de caducidad...
Fuera bueno, fuera malo, era él quien la hacía llorar, pero el único que la podía hacer reír, era él quien se olvidaba de ella de vez en cuando y sin ningún motivo... Era él...pero aún así le quería...
Era él y le quería, pero como todo lo escrito, es pasado. Para hablar de su presente, tendríamos que trasladarnos a aquel autobús azul, pero eso ya, es papel para otra historia...
CAPÍTULO 3: ÚLTIMA PARADA
Cada vez quedaba menos gente en aquel autobús, las personas bajaban, pero ya no subían. Agitados por el vaivén constante del bus urbano, apenas cuatro personas aguadaban a que llegara la última parada de la línea.
Era de noche y las bajas temperaturas hacían que los cristales del autobús se empañasen, dificultando en exceso la vista al exterior. Una señora, que viajaba en los primeros asientos, tosía y el ruido ronco rasgaba el silencio sepulcral que reinaba desde ya hacía tiempo. Un señor mayor, que peinaba canas aunque lucía con aparente orgullo una incipiente calva, limpiaba con recelo el vaho de una de las lunas laterales del renqueante bus que se abría paso entre la oscuridad de la noche de sábado.
Al fondo, dos jóvenes se aislaban por completo de todo lo poco que sucedía a su alrededor. Un chico, de dieciocho años, mes arriba, mes abajo, se afanaba en aumentar el volumen de su música cada vez que la tos o las continuas explosiones del motor interferían y se colaban sin permiso en su ruidoso silencio. Una chica, aparentemente de la edad del joven, llevaba mucho tiempo inmersa en unos pensamientos que parecían no tener fin. Con los ojos clavados en el asiento de delante, hacía que pasase el tiempo hasta llegar a su ansiado destino, de vez en cuando, eso sí, se la dibujaba en el rostro un gesto de tristeza, seguido de un pequeño destello en sus ojos, como si se hubiera emocionado o simplemente quisiese llorar.
El autobús paró definitivamente y sonó un soplido como de alivio, proveniente de la parte trasera, donde estaba el motor que por fin se había ganado un merecido descanso. Los dígitos verdes fosforitos del reloj de la dársena del bus indicaban que hacía tres horas exactas que había comenzado un nuevo día.
Última parada. Fin de trayecto. Apresurado, el chico dejó pasar educadamente a la señora de la tos y al señor canoso y al final, cuando solo quedaban los jóvenes en aquel autobús, movió la mano izquierda, dibujando un gesto que sustituía a: “Adelante, las preciosas damas primero” Y sustituyó su expresión de dejadez total por una amplia sonrisa.
La dejó pasar y, cuando la vio bajar, se quedó parado. Tenía una pierna apoyada firmemente en el suelo, la chica ya se escabullía entre el laberinto de las calles cercanas a la parada, cuando cayó en la cuenta de algo. Lentamente, se retiró de la oreja diestra el casco y sin pensárselo dos veces, la dio alcance.
Que amargos suelen ser los reencuentros y digo suelen, porque este desde luego no lo fue. Se conocían, de eso recordaba él su pálido rostro, habían pasado por tantas cosas juntos, siendo unos críos ingenuos que, como todos, soñaban con ser bomberos y peluqueras. Hacía años que no se veían y por un momento, por un dulce momento, sus penas se disiparon y durante un escaso instante conoces algo que quien lo tiene no lo sabe apreciar y que, quien no lo posee lo anhela con toda su alma, algunos lo llaman amistad, yo, sin embargo, prefiero llamarlo felicidad.
CAPÍTULO 4: POR MIEDO A QUERER.
Hacía frío y estaba sólo, sentado en un banco metálico esperando la llegada del autobús que, como cada fin de semana, me llevase de nuevo a casa. Era pronto, pero aún así, la noche se me antojaba demasiado larga como para seguir fingiendo, odiaba entrar en una discoteca o en cualquier bar con la esperanza de encontrar a alguien que mereciese de verdad la pena, de dar por fin con la chica, con mi chica. Pero una, dos o tres horas después, mientras salía de nuevo a la más dura de las realidades, mi corazón se resentía, por desgracia las desilusiones ya eran una parte más de mi vida.
Y allí estaba, empezaba a notar un poco de dolor en la garganta, mientras me preguntaba que harían mis amigos, quizás, pensé, ellos continúan con la ilusión intacta, esperando a que una chica se les presentase al lado pero incapaces de reunir el suficiente valor como para ir ellos a buscarla. Tenía dieciocho años, pero ya sabía como se las gastaba la cruel vida, estaba cansado de buscar una princesa entre una multitud de cenicientas, estaba harto de ser un estúpido romántico que busca a una chica con quien compartir su tiempo y su vida, la chica perfecta, cuanto más lo pensaba, más me odiaba a mi mismo, cuanto más lo pensaba, más cuenta me daba de lo iluso e ingenuo que era.
Me propuse cambiar, ser menos yo, cambiar de cara cada vez que cerrase la puerta de mi casa. Llegó el bus, saqué el bono del bolsillo derecho y monté.
Como la semana pasada, estaba prácticamente vacío. Esperaba encontrarla allí, pero no estaba. Era ella la chica que la había impedido dejar de pensar en otra cosa durante toda la semana, era ella quien me había robado el corazón o, al menos, lo poco que quedaba de él. Mi antigua compañera y mi gran amiga, pero cuando miré al interior del bus, sólo encontró a una chica con una minifalda negra.
No me podía llevar más desilusiones, era imposible, apenas ya las sentía, no me dolía. Me senté en el primer asiento que encontré y subí el volumen de la música al máximo. Transcurrieron los minutos y, casi una hora después, el bus llegó a su última parada, llegó a aquella plaza con una fuente y el laberinto de callejuelas estrechas.
Bajé el primero, no deje salir a nadie antes que yo, y como un rayo salió del bus. Me fijé, durante un largo segundo, mis ojos se clavaron en una chica sentada en el borde de la fuente, era ella... Me acerqué, lentamente con miedo a que se asustara, y la rocé despacio el hombro derecho, haciendo que ella se girase.
Llevaba el rimmel corrido, las gotas negras la resbalaban por su cara y los ojos, llorosos, seguían mirando al calmado agua de la fuente. La abracé, queriéndola dar el cariño que la faltaba, en una actitud protectora, pero no cruzamos ni una sola palabra.
“¿Qué haces por aquí tan pronto?” me preguntó ella cuando pasaron los minutos y dejó de llorar.
“Pues que creo que es inútil seguir con la búsqueda de la chica perfecta, cuando ya la he encontrado.” la respondí sonriendo.
Nos callamos de nuevo. El rugir del agua al caer, hacía que aquel silencio fuese más soportable.
“ ¿Tú que darías por ten...? Comenzó a preguntar la joven. Sabía perfectamente por dónde iba, la conocía perfectamente e intuía que se había dado cuenta de lo que me pasaba.
“¿Por tenerte?” La corté. “Todo.”
Y de nuevo, silencio.
- Lo daría todo, daría mi felicidad, lo poco que queda de mi corazón, mi vida... Con tal de estar a tu lado..”
De nuevo silencio, ese silencio que no es incómodo, ese silencio que hay tras una larga espera, con el corazón en un puño, aguanté estoicamente hasta que intentara responder. Me daba cuenta de que ella buscaba algo que mi nuevo “yo” no la podía dar, quizás con el antiguo sí e intenté recordar como era mi “yo” romántico, misterioso, como era cuando mis amigos me llamaba empalagoso o iluso.
Ella seguía mirando tranquila el agua de la fuente. Parecía que estuviera meditando o pensando algo muy importante, su llanto se había convertido en sollozos apagados. Con pausa, levanté poco a poco mi mano derecha y la limpié o al menos intenté limpiarla los restos del rimmel negro.
Por fin salió de su encierro, me miró y por primera vez, sonrió. Me abrazó más fuerte y la correspondí con caricias en su hombro derecho. Pegó su cabeza contra mi pecho e hizo que se me cortara la respiración, por miedo a que, al escuchar los latidos de mi corazón, adivinara algo.
Levantó la mirada. Tenía miedo, miedo a que alguien la tratara mal, miedo a desenterrar viejos fantasmas, miedo a querer...
Noté las gotas del agua de la fuente en mi rostro, a ella parecía no importarle que de vez en cuando, el viento, inquieto, hiciese que nos mojáramos un poco. Me seguía mirando y yo seguía clavando mis ojos en los suyos y antes de que pudiera o intentase evitar algo que jamás evitaría, me besó y ese fue el comienzo de otra noche larga.
Dani Rivera
Una solitaria lágrima se deslizaba por aquella pálida cara. El chico, sentado sobre un sofá de cuero negro, sostenía entre sus temblorosas manos unas cuantas fotos que pasaba tras mirarlas detenidamente, una a una. Igual de rápido que las lágrimas recorrían su rostro, los recuerdos se agolpaban en su inquieta mente, y por culpa de aquellas fotos, los fantasmas que creyó olvidados le volvieron a asaltar...
Su primer viaje, una foto en blanco y negro en la que ella salía posando como si fuese una modelo profesional, su primer día en su casa recién estrenada, la foto de los Campos Elíseos en la que aparecían abrazándose cariñosamente y que cuya copia aún guardaba con delicado esmero en su cartera y podría estar horas y horas contemplando esos recuerdos de momentos congelados que jamás olvidará, y podrían caer lágrimas y lágrimas hasta que se deshidratase pasando fotos y fotos... Pero, tras acabar de ver uno de los primeros álbumes y de dejar un montón de fotos en la caja de cartón que tenía a un lado de aquel sofá nuevo, se encontró con algo que le hizo pararse.
Era un sobre blanco abierto. La parte delantera estaba coronada por un gran corazón rojo carmín y en la parte posterior, un enorme “Te quiero” daba color a aquel nimio sobre. Respirando una bocanada de aire que le sirvió para tranquilizarse, lo cogió y en un acto reflejo se lo llevó a los labios, como si quisiera besar aquella boca que ahora solo era un triste recuerdo, lo olió sin darse cuenta, esperando encontrar aquel perfume amargo que hoy tan sólo le recordaba a una derrota...
Su mente se perdía cada cierto tiempo, mientras abría y guardaba en aquella sucia caja de cartón, tatuada con rotulador rojo a un lado por dos sencillas palabras : “Mis pertenencias”. Aquello era lo único que le quedaba, eso y sus recuerdos que por un extraño motivo de vez en cuando se coloreaban de blanco y negro o de tonos sepias, como en aquellas viejas fotos que su madre aún guardaba de su comunión.
Recordaba las tardes de invierno, cuando la escasez de luz natural, obligaba a encender aquella lámpara del salón a las siete de la tarde, o las noches de enero, cuando se tumbaba junto a ella a los pies de la chimenea que ella se emperró en restaurar y junto al calor del fuego pasaban las horas tirados en aquella alfombra granate.
Durante un escaso instante, una tímida sonrisa se le dibujó en la cara. Aquellas frías noches, cuando las llamas crepitaban devorando la madera seca, él extendía un brazo alrededor de su cadera, tumbados boca abajo, y ella siempre le correspondía con una mirada cómplice y todos los días, acababan enredados en la alfombra, besándose hasta que el viernes por la noche se convertía en un sábado por la mañana y cuando todo se acababa, ella se quedaba mirándole y sonriendo decía: “Qué será de ti, si alguna vez no estoy.”
Se levantó del confortable sofá negro, cogió todas las cartas, todas las fotos, todos los recuerdos de una vida feliz y se tumbó en aquella aterciopelada alfombra granate. Estaba tranquilo, pero a la vez, fuera de sí. Despacio, arrojó dos grandes troncos a la chimenea y prendió la mecha para encenderlos. Pocos minutos después, estaba boca abajo, arropado por el reparador calor del fuego, volviendo a pasar las fotos una a una.
Queriéndolo o no, no dejaba de pensar en aquella maldita noche. Era un sábado cualquiera que había decidido dedicar a sus amigos. Cada cierto tiempo, su novia y él, dejaban un día especial y únicamente para todas aquellas personas que pasaron juntos a ellos la mayor parte de su vida y a los que, ahora, casi sin tiempo por culpa de la relación y la vida en pareja, no querían descuidar.
El caso es que ese día, ese sábado por la noche, él había quedado con sus viejos colegas del instituto en el bar que les vió crecer. Ella por su parte, se iba con sus amigas de la universidad.
Ya no estaba para esos trotes. Sería la una y ya estaba cansado. Derrengado, sacó las llaves del bolsillo para abrir la puerta de su nueva casa. Se acordaba de los tiempos en el que le costaba cinco minutos conseguir acertar con la llave en la cerradura mientras se tambaleaba. Esta vez no tardó demasiado en abrir la puerta de su casa.
Estaba todo apagado, a oscuras, salvo en el fondo del largo pasillo de entrada, dónde una pequeña luz ponía el único punto de claridad de toda la casa. Era la habitación dónde dormían los dos en una gran cama de matrimonio con el cabecero plateado, antojo de su chica.
Sonrió. “Se ha cansado antes que yo” pensó. Deseaba abrazarla y dormir junto a ella, sigilosamente, se deshizo de los caros zapatos de piel y, descalzo, se dejó guiar por la luz de la lamparilla que estaba colocada en la mesilla de noche de su novia. A tientas, procurando no tropezar con nada y sujetándose en la pared, se acercó a su habitación. Esperando encontrarla dormida o con un libro entre las manos, giró la vista hacia la izquierda apoyándose en el umbral de la puerta de la habitación.
Allí estaba. En una habitación desordenada, con un par de pantalones y una camisa de rayas a los pies de la cama, con una falda malva encima de la lámpara y con unos gemidos apagados como música de fondo.
No recordaba que pasó a continuación. Se le venían a la mente fragmentos inconexos... Dejar caer la vista al suelo, como si él fuera el que se tuviese que avergonzar o como si no quisiera ver lo que tenía delante de sus ojos, escuchar gritos lejanos como si no estuvieran en la misma habitación, recordaba que se frotó los ojos como queriendo despertar de una horrible pesadilla, sentía frío, veía que se desmayaba, estaba débil, como si fuera un enfermo que se acaba de recuperar de una larga enfermedad... No sabía que hacer y dudaba que pudiera borrar el recuerdo de aquel hombre con su chica. En ese momento, el ángel de su paraíso se convirtió en un demonio camuflado en el Cielo, en su Cielo.
No sabía porque lo hizo, pero girando la vista, huyó de aquel lugar, volviéndose a poner los zapatos y recuperando las llaves había dejado encima del recibidor.
Y ahora estaba allí, dónde cada mañana de invierno, otoño, primavera o verano deseaba pasar la tarde junto a ella. Ojeando las fotos que le evocaban una vida a su lado y que ahora le parecía que no había sido más que un valioso tiempo perdido, malgastado junto a alguien, junto a la persona a la que más quería en este cruel mundo.
El crepitar del fuego, el calor de la alfombra, la oscuridad de la tarde, nada era igual sin ella, pero estaba dispuesto a olvidar. Cogió todas, todas las fotos, las cartas, la huella de una malvada chica en su vida, todos los recuerdos junto a ella, y los lanzó a las llamas sin pensárselo dos veces.
Se quedó allí sentado, viendo como todos los sueños que una vez construyó a su lado eran devorados por el fuego. A su lado, en el suelo, un sobre blanco permanecía intacto, su parte delantera estaba coronada por un gran corazón rojo carmín y en la parte posterior, un enorme “Te quiero” que daba color a un sobre, en apariencia, sin importancia.
Le cogió delicadamente y le abrió. “Por nuestro amor eterno, yo siempre te quiero y te querré.” Era su letra, su pulcra caligrafía que desataba en él a un antiguo fantasma del pasado llamado recuerdo. Guardando la carta en el colorido sobre y sustituyendo la expresión de tristeza y dolor de su rostro por una amplia sonrisa, le arrugó y le arrojo violentamente a las rojizas y doradas llamas del olvido.
Dani Rivera.
Día de rosas, día de besos, día de cartas, día de sueños,todo eso es San Valentín. Se aproximaba el deseado catorce de febrero, fecha marcada en cualquier calendario de todas las personas enamoradas del mundo, y se respiraba un nerviosismo teñido de rosa, se sentía en el ambiente que cada vez quedaba menos para que el temido día de todos los solteros llegara.
Y como cada catorce de febrero, estaba solo. Y si ya es difícil no tener a nadie especial a tu lado cualquier día del año, lo es mucho más cuando llega San Valentín. Por mí, aquel viejo reloj de dígitos rojos luminosos de mi mesa se podía detener cuando marcase las once y cincuenta y nueve horas del trece de febrero...
Pero por desgracia, todos los años, llegaba. Y te tocaba ir por la calle, como si andases entre pétalos de rosas y cajas de bombones en forma de corazón, cada paso era un martirio, cada vez que veía a una pareja besándose o grabando sus nombres en la corteza de cualquier árbol, cada vez que veía a una pareja cerrando un candado en un puente y tirando la llave al río, sentía como poco a poco, mi dolido corazón se transformaba en ceniza.
En todos y cada uno de los catorce de febrero que he vivido hasta la fecha no consigo dejar de pensar en todas las chicas que una vez tuve, en todas las que dejé y con las que me gustaría volver aunque fuese solo un día, no dejo de recordar a todas aquellas que me dejaron y se marcharon, a las que me borraron de su vida tan fríamente, a todas las chicas con las que pasé buenos y malos momentos... Quiero olvidar, pero cada día, se me viene a la cabeza todos los labios que he besado, todas las caricias que dado, todos los corazones que rompí o todos los sueños que repartí... Maldito San Valentín.
Y ahora va pasando el tiempo, la cuenta atrás comienza y estoy como estaba hace un año... Lo que más añoro es el poder abrazar a una chica, sentados en un banco y mirarla y que, cuando nuestras miradas se crucen, avergonzados, las retiremos inmediatamente y que, pasados unos pocos segundos, vuelva a ocurrir, pero esta vez, en un acto de valentía o de deseo, abrazarla más fuerte y besarla y que un beso de escasos instantes se convierta en el más largo de la historia...
Cada vez que llega la horrible fecha, me pongo a pensar y de repente, sin saber por qué, caigo en una peligrosa espiral que me hunde hacia el más profundo de mis temores, la soledad... Temo que nadie vuelva a estar a mi lado y que, cuando caiga enfermo por última vez en mi vida, al girar mi cabeza hacia la izquierda en el hospital, esperando cruzar mi mirada con alguien que me de fuerzas para seguir luchando, no encontrar a nadie... Temo morir por culpa de mi mal de amores... ¿Acaso existe el día de los desenamorados? Temo que cada año, regrese aquel condenado San Valentín y que me recuerde que, por desgracia, ya no soy feliz.
Dani Rivera
Cuanto más inconsciente se es, más contento se está. ¿Quién no ha deseado alguna vez volver a ser un niño?
Regresar a aquel patio de arena que nos vió crecer, patear aquel viejo balón desinflado como solíamos hacer, correr sin destino fijo entre coches y espejismos, oasis en el desierto, campos de hierba que tendían al infinito, naves espaciales o cualquiera de las invenciones que nuestra inquieta mente se viese capaz de imaginar, pero, sobre todo... Hacer las cosas que, después de unos cuantos años, nos arrepentimos de no haber hecho.
Me resulta muy curioso... ¿Por qué de pequeños soñamos con ser mayores y de mayores anhelamos volver a ser pequeños?
El caso es que, tarde o temprano, por una razón o por otra, siempre acabas preguntándote ¿Qué sería de mi vida si de pequeño...?
Tendría doce años, día arriba, día abajo, y las ilusiones aún intactas, como cualquier niño de su edad porque la infancia se vive soñando y en la adolescencia, se despierta.
Vivía en un pintoresco pueblo, alejado del mundanal ruido de cualquier ciudad. Al amparo de la inocencia, jugaba con sus amigos en aquel callejón que fue siempre un compañero de aventura más.
Pasaron los años, ocho o nueve, y aún seguía recordando a los amigos de su infancia, de carrerilla seguía siendo capaz de nombrarles uno por uno, sin olvidarse de nadie... Luis, Rodri, Edu, Borja, Paula, Alejandro, Susana, María... Y así durante minutos y minutos.
Recordaba sus rostros e imaginaba como serían años después, a muchos les perdió la pista pronto y algunos seguían siendo grandes amigos pero, por un motivo explicable aunque incomprensible, siempre la dejaba la última...
Se llamaba Sara. Era de su misma edad y su simple recuerdo le seguía provocando un aumento en las pulsaciones de su corazón.
Por raro que pudiera parecer, él nunca advirtió de su presencia, hasta que un día de primavera, alguien se le acercó corriendo al comienzo del ansiado recreo.
Los niños más pequeños o más mayores, pero sobre todo a esa edad, no suelen necesitar de ninguna chica... Ella se presentó en su vida sin avisar....
Aquella sonrisa que aún seguía recordando, por si acaso se volvía a encontrar con ella... Aquella sonrisa que era capaz de apagar el tono de las rosas, abrió sin él querer las puertas de un corazón de juguete.
A Sara hacía tiempo que le gustaba, aunque no hubieran cruzado ni una solo palabra y él no tardó en enamorarse tanto o más como ella lo estaba de él... Pero a esa edad, el amor no es más que un paso más para intentar ser mayor, el amor de la infancia no deja de ser un vulgar sustitutivo del verdadero amor.
Y si eso era verdad... ¿Por qué anhelaba estar junto a ella como lo estuvo una tarde de verano en aquel parque?
Ella se marchó a la gran ciudad, y lo que para cualquier adulto es un pequeño obstáculo de cuarenta y seis kilómetros, salvable gracias al tren o al coche, para un niño, cuarenta y seis kilómetros era como cruzar el “charco”.
Recordaba aquella despedida tan amarga. Subiéndose al coche como en cualquier típica escena de película pastelosa de Hollywood, solo que ella no se marchaba a otro continente, ni siquiera a otro país, eran cuarenta y seis simples kilómetros, o lo que es lo mismo para un niño, un mundo...
Memorizó aquella sonrisa, sus ojos, aquella boca que apenas probó en contadas ocasiones, su largo pelo moreno que se enredaba en las tardes de octubre... Lo memorizó por si acaso... Por si acaso, algún día la volvía a ver y se cruzaba con ella. Los niños no suelen distinguir los sueños de lo que es real, los niños no entienden de posibilidades y de que, en una ciudad con miles de almas, cruzarse con ella, sería prácticamente un milagro.
Aquel chico que apenas acababa de tomar la comunión, creció. A la sombra de la ciudad y con el recuerdo de esa tal Sara tatuado en su piel se fue convirtiendo en un hombre, hasta que le llegó el día, le llegó la hora de trasladarse a la Gran Ciudad por culpa de sus estudios.
Cada vez que andaba por aquel largo paseo, observaba con lupa cada rostro que se cruzaba con él, cada mirada intercambiada con una chica de pelo moreno le hacía preguntarse si no sería ella, pero estaba prácticamente seguro de que si se encontraba algún día cara a cara, la reconocería...
Era otoño, el período entre el caluroso verano y el frío invierno. Otoño es, sin saber por qué, la época del recuerdo... Y para aquel solitario chico, perdido en una ciudad que le era ajena, el recuerdo era ella.
Paseando por aquel parque a través de una densa capa de hojas, esparcidas por un suelo alfombrado, sin prestar atención a nada en particular, tarareaba la canción que estaba escuchando. Levantó la mirada, que llevaba clavada a las hojas durante toda su corta caminata. Hacía sol, pero era el típico sol de otoño que no calienta, si no que tan sólo colorea las tardes de un color anaranjado.
Se fijó en la gente, niños jugando con un balón, señores mayores sentados en un banco y una chica que venía justo de frente. Las rosas de los lados del paseo perdieron paulatinamente su color, cegadas por aquella sonrisa que una vez se separó cuarenta y seis kilómetros de él, aquel pelo moreno que destelleaba en verano y que se enredaba en tardes de otoño como esa. Era ella y ya no estábamos tan lejos. Era ella y ya no eramos niños.
Dani Rivera
-Nota del autor: Cuarenta y seis kilómetros es la distancia exacta que separa el lugar donde nací y crecí, Medina del Campo, con la ciudad donde actualmente vivo, Valladolid. He de decir que algunos de los nombres que aparecen no corresponden a nadie en particular, mientras que otros son los de algunas de las personas que más me importan y que más me han apoyado. Por último, cada relato no tiene por qué ser real, habrá algunos que narraran experiencias personales y otros que no tendrán absolutamente nada que ver conmigo. Dejo la interpretación de cada uno de los relatos al juicio de mis inteligentes lectores.
Llueve, otra maldita mañana de domingo desperdiciada. Me quedo pensando, tumbado en la cama y viendo como caen las incesantes gotas al otro lado de mi ventana. Absorto, mi mente comienza a divagar, a patinar entre mis recuerdos y mis sueños, donde la imaginación y la realidad se funden y se pierde la noción de todo, donde no sabes distinguir entre lo real y lo inventado...
Veo su rostro dibujarse en el cristal mojado. Aquella chica estaba llorando y su cara, cruzada por unas frías lágrimas, me resultaba vagamente familiar, entonces me doy cuenta de que es un absurdo reflejo de mi memoria, sin saberlo, inconscientemente quizás, la echaba de menos.
Gota a gota, me iba hundiendo cada vez más en el extraño mundo de los pensamientos. Aquel suave repiqueteo, aquella extraña música que nos acompaña cada día de lluvia, se fue perdiendo, poco a poco, en la lejanía...
Estaba frente a ella. Era de noche y la luna llena iluminaba una pequeña iglesia a las afueras de una gran ciudad. La abrazaba y ella apoyó su cabeza en mi hombro y de repente, empezó a llorar. Cada lágrima que se derramaba contaba una historia, narraba una vida llena de desengaños, de tristeza, plagada de soledad, de desilusiones, saturada de fracasos y, por desgracia, vacía de felicidad.
“¿Tanto sufrimiento al final vale la pena?” No cesaba de preguntármelo a cada lamento apagado que se le escapaba a la persona a la que más quería en este mundo. Los sollozos se empezaron a apagar, lentamente, y la abracé aún si cabe más fuerte.
Un año atrás, ella comenzó a salir con un chico dos años mayor. Era y aún sigue siendo mi mejor amiga, pero cuando me lo contó, sin motivo alguno, me partió el corazón ¿Quizás es que me dolió por que la quería tanto y, acobardado, no me atreví a decirselo?.
Pasó el tiempo y se distanció, se fue alejando de sus amigos, absorbida por aquel macarra de chupa de cuero con pintas de ángel. Ella le quería, pero, muy a menudo, el amor ciega a las personas y por desgracia no consiguió ver lo que pasaba hasta que ya era demasiado tarde, porque todo se acaba y él se cansó de jugar a hacerse el perfecto y se marchó.
Y allí estábamos, enfrente de aquella iglesia en una noche cualquiera. Los reflejos centelleantes de la luz de la luna llena hacían destellar las últimas lágrimas de plata. En un gesto protector, levanté suavemente mi dedo pulgar y limpié hasta el último resto de agua de su bello rostro.
“ Venga, tranquilízate, ahora te toca ser feliz a ti.” la dije, animándola.
Una sonrisa se dibujó durante un escaso instante en su cara. Fue suficiente con eso, me bastó con verla contenta durante apenas un segundo. Estaba tan preciosa... Levantó la mirada del suelo, dónde llevaba toda la noche mirando y sus pupilas marrones se fijaron en mí, y mis ojos también se detuvieron en los suyos, durante un minuto, reinó el más sepulcral de los silencios.
He de reconocer que fui un estúpido, pero en esos momentos la sangre te hierve y se evapora antes de llegar a la cabeza. Me fui agachando, despacio, como si no quisiese romper la solemnidad de aquel momento y bajo la protección de una inmensa luna, nos besamos.
Me agarró fuertemente el pecho y, bruscamente, se separó. Su mirada se volvió a clavar en mí, pero sus ojos ya no eran los mismos. Cogió aire y sin apartar su vista de mí, levantó su mano derecha, queriéndose despedirse, se giró rápidamente y corrió.
Llevo seis meses sin saber nada de ella. Desapareció sin dejar apenas rastro, pero, como si fuese una broma macabra del destino, me dejó tatuado su nombre en mi corazón y mis sentimientos hacia ella no habían variado desde entonces lo más mínimo. Su recuerdo no ha muerto y en días lluviosos como estos las gotas me evocan aquella maldita noche en la que la luz teñía sus lágrimas de color plata.
Es curioso. Hace seis meses mientras me tenía a su lado,lloraba y yo, desesperado por hacerla feliz, intentaba consolarla... pero ahora, inmerso en la más profunda de las soledades, el que llora, soy yo.
Dani Rivera
Bostecé y entreabrí lentamente los ojos. Lo hice por miedo, por temor a que la claridad de una recién estrenada mañana de lunes me cegase, pero por suerte, no fue así.
Las sombras de la persiana estaban tatuadas en la pared aunque no con la viveza habitual. Observé a través de la sucia ventana, lo que vi confirmó lo que sospechaba, el primer lunes de octubre amanecía nublado. Mi mano se deslizó rápidamente hacia mi cabeza. Mi frente estaba abrasando y me costaba mantener abiertos los ojos, por lo visto debía tener jaquecas, porque de vez en cuando parecía como si fuese a estallarme la cabeza. Intenté incorporarme inútilmente, pero al menos logré mantenerme lo suficiente como para echar una un rápido vistazo al reloj. Eran las siete y veinticinco, llevaba apenas tres horas durmiendo pero ni la escasez de sueño ni el agudo dolor de cabeza hicieron que tuviese ganas para quedarme en mi cama.
Saqué el pie derecho tras forcejear con las sábanas y le siguió el izquierdo. Apoyé el brazo en el colchón y fui levantándome poco a poco, como si mi madre estuviese a mi lado advirtiéndomelo. Y es que ya hacía cinco años que vivía en un minúsculo apartamento del centro del pueblo donde trabajaba.
Es como sí la mezcla de mi alta fiebre y mi dolorosa soledad me impulsara a recordar, me empezaba a dar cuenta de que eran cinco años sin mis padres, cinco largos pero a la vez fructíferos años, viviendo a trescientos kilómetros de la ciudad donde nací. Una vez abandoné a mis mejores amigos, conseguidos tras años y años de aventuras a su lado, dejé a mi familia, pero sobre todo... la mitad de mi corazón se quedó guardado entre el colchón y el somier de la cama de mi gran amor, de mi novia.
Cada día, el recuerdo de aquella despedida hace que me pare en seco y que necesite aire para continuar. Me acuerdo perfectamente de mi promesa “Tranquila te prometo que volveré, aunque sólo sea para verte, y que siempre, cada segundo, cada milésima, pensaré en ti” Y la besé en medio de la incipiente oscuridad, cuando el atardecer se convierte en otra noche cerrada.
Volví tres semanas después de marcharme a aquel inhóspito pueblo, alegre, sabiendo que la encontraría allí, de pie, aguardándome cuando llegara a la estación de tren . Y cuando la vi desde la ventana, se dibujó en mi cara una sonrisa.
Puse la única maleta que traía en el suelo, pensando que en cualquier momento mi chica se abalanzaría sobre mí, cosa que no sucedió. Venía andando lentamente, esquivando besos de bienvenidas y lágrimas de despedidas. Tampoco esbozaba la amplia sonrisa, nada de lo que me había imaginado que sucedería, sucedió.
La abracé y ella me correspondió con un suave e insignificante beso en mi mejilla que no sirvió para aplacar o intentar calmar mi ímpetu. La miré a los ojos, pero nada, bajó la vista, como si yo la molestase o por una extraña razón la avergonzase, y cuando me acerqué a ella, lentamente, para besarla, levantó el dedo pulgar de su mano izquierda y me lo puso en los labios, retirándoles poco a poco.
La iba a preguntar que la pasaba cuando una lágrima se desprendió y la cruzó zigzagueando el rostro, hasta llegar a aquellos anhelados labios a los que no recordaba cuál era la última vez que les besé. Se zafó de mi mano y se alejó, huyendo de mí y yo me quedé parado en aquel andén, en medio de tanta gente, sin saber bien que hacer.
La llamé, pero no lo cogió, fui a su casa, pero tampoco contestó. Pasaron los días y me tocaba volver a mi trabajo. Mi última noche allí quedé con mis amigos para salir a tomar algo en cualquier sitio y dar aunque sólo fuese una vuelta.
Estábamos en uno de nuestros bares favoritos cuando me sonó el teléfono. Era ella. Salí a la calle y, nervioso, di al botón verde.
Quedamos una hora después. Tan sólo se digno a decirme cuatro palabras y volvió a colgar. Llevaba una semana y no la había vuelto a ver en persona, porque cada vez que abría los ojos soñaba con la última noche que pasamos juntos antes de que me fuese.
Allí estaba, había decidido quedar con ella en el lugar en al que fuimos en la primera cita. Era un paseo, rodeado de rosas rojas y claveles blancos, a lo lejos, el suave rumor del agua fue la banda sonora de nuestro primer beso. Un año después de aquel día estábamos en el mismo sitio pero algo había cambiado.
Silencio, jamás había pasado tanto tiempo con ella sin cruzar una palabra, miraba al suelo y eso a mi me desconcertaba. Nos sentamos en aquel banco, como si estuviésemos calcando aquella primera cita. Ella cogió aire y por fin, habló...
La cabeza me estaba matando y el recordar aquel día hace que mi muerte fuese, aún si cabe, más dolorosa. Estaba sentado sobre mi cama, pero las jaquecas eran tan intensas que no aguantaba mucho tiempo así. Daba tumbos, debatiéndome entre caerme de espaldas o hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarme de una vez por todas.
Recuerdo ver ponerse todo negro, cerrar los ojos fuertemente y sentir un fuerte golpe.
Me dejó, se había enamorado de otra persona y me dijo que la lejanía había apagado la llama de nuestro amor. Regresé a mi vida normal, pero cuando acababa de trabajar, cuando regresaba al lado de mi fiel amiga la soledad, cuando abría la puerta de mi pequeño piso, me hundía y, tumbado en mi cama, mirando al techo, lloraba. Días después, hablando por teléfono, me enteré de que estaba saliendo con uno de mis mejores amigos...
Esa fue la puñalada definitiva, decidí cortar con todo y con todos, aislarme en un mundo en el que el dolor no existiese. Aprendí a vivir sin la felicidad, acompañado únicamente por mi soledad y así pasaron mis días, encerrado entre las verdes paredes de la esperanza...
Desperté y entreabrí lentamente los ojos. Lo hice por miedo, por temor a que la claridad de una recién estrenada mañana me cegase, pero por suerte, no fue así.
Aquella no era mi habitación y cuando al fin me di cuenta de lo que dónde estaba, miré a mi alrededor. Allí estaban todos mis amigos, mis padres, toda mi familia... Allí, cinco años después, estaba ella...
Dani Rivera