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Última parada.



Escrito por  Dani Rivera     10/17/2010    Etiquetas: 

CAPÍTULO 1: AMOR ETERNO

Caminaba entre la tranquilidad que reina en la oscuridad de la noche. Los destellos dorados de las farolas le guiaban de regreso a la más triste de las realidades. No pensaba en nada, tan sólo se dedicaba a observar detenidamente los continuos e inútiles cambios de color de los semáforos. Faltaba algo, parecía casi obligatorio el ruido en aquellas calles del centro de una gran ciudad, parecía necesario el estruendo de los motores o el susurro apagado de las conversaciones ajenas, escuchando el eco de sus propios pasos a uno le daba mucho sobre lo que pensar.

La vuelta a la rutina se tornaba gris, cada sábado que regresaba sólo a casa era un auténtico infierno, llevaba meses viviendo una vida llena de mentiras, superficial si queréis llamarla así, pero en el fondo, todos los sábados por la noche o, más bien, todos los domingos por la mañana, deseaba que llegara el fin de semana siguiente para volver a no ser él.

Pero antes no era el mismo, hace escasos meses atrás, era un pobre ingenuo quizás, que vivía alimentado por cuentos arcaicos y sin valor en el “moderno” presente. Creía que la vida era del color de las rosas, que todo era como se veía a simple vista, hasta que llegó aquella chica...

Ella y la cruda realidad, le sacó de su mundo multicolor en el que no se hallaba la maldad, ni las sobredosis, en el que no había noches de copas para ahogar las penas o pintalabios en las mejillas, en el que no existía los “amores” efímeros ni los falsos príncipes con sus princesas, y se dio cuenta de que hasta el momento había sido un ciego con vista en su propia ciudad.

Aquella chica... la que creyó que era su chica durante apenas dos efímeras semanas... Jugó con él... jugó con sus sentimientos, con su ingenuidad y le privó de soñar para siempre. Catorce días después, un lejano sábado de septiembre, no respondió al teléfono y jamás volvió a verla.

Por su culpa todas las semanas se le antojaban largas. Cada lunes, cada martes, cada miércoles, cada jueves soñaba con salir y hacer, a una chica elegida al azar, lo que le habían hecho a él, pagaba su dolor con el dolor de otras chicas, jurándolas amor eterno para, seis días después, condenarlas al más cruel de los olvidos.

Y ahora, mientras escucha canciones con el volumen al máximo para intentar ahogar definitivamente las pesadillas en las que, de vez en cuando, se veía envuelto, contempla sin pestañear el suelo de aquel autobús.

CAPÍTULO 2: PEQUEÑOS SECRETOS

Ser feliz, significa, a veces, ser inconsciente. Algo en ella había cambiado desde hacía unos meses, su ilusión se había marchitado en primavera, como si fuera una vulgar flor que espera al calor del verano para renacer. Se volvió más fría, superficial, interpretaba un papel ficticio en el que ella era la protagonista de su propia vida, de una vida feliz, sin mentiras ni recuerdos, no era ella y lo más grave, es que lo sabía.

Aquella capa invisible que se extendía alrededor de su cuerpo era como el escudo de un guerrero, el caparazón de las tortugas o el armazón de un barco, necesitaba protegerse, necesitaba seguir siendo así, ella no quería pero algo en su mente la obligaba...

Era el recuerdo de un chico... el recuerdo de un día en el que los cimientos de su mundo se desmoronaron, se vinieron abajo y la hecatombe provocó el hundimiento de una vida construida a base de pequeñas mentiras.

El solo recuerdo de aquel lejano día le producía ganas de llorar, ganas de abandonar y de dejar todo a un lado. El día... ese día que llevaba tatuado a fuego en su memoria y que recordaba como si fuera ayer...

Él llevaba aquella cazadora verde que tanto la gustaba y la sonrisa que eclipsaba todo cuanto pasaba a su alrededor, sus ojos, los responsables de que, cuando estaba junto a él, el tiempo se pasara deprisa... era algo que, todavía ahora, seguía añorando.

Era una tarde de mayo, habían quedado en su portal y ella, al verle, se fue directa hacia él, procurando no mirar su cara para no volver a caer en antiguos errores, sin saludos, tan sólo separados por un silencio roto por el sonido de sus tacones al andar, la chica, casi llorando, alargó su temblorosa mano derecha y sin mediar palabra, le pegó.

La encantó aquel sonido y el ver su cara palidecer. Aquello funcionó, sintió como si una bebida caliente, cuando estás enfermo, bajara por todo tu cuerpo y te calmase, aquello la reconfortó pero, por desgracia, eso no es suficiente para olvidar.

Recuperó el aliento, como si acabara de correr durante minutos y minutos, tomó una última bocanada de aire antes de hablar y levantó la vista del suelo por fin, clavando sus pupilas color miel en las suyas y le hizo aquella terrible pregunta, la que hacía horas que la mataba por dentro.

Respiró tranquila, su respuesta era negativa, pero como he dicho antes y vuelvo a recalcar: “Ser feliz significa, a veces, ser inconsciente” y esta era una de las veces. Dos días después confesó eso que ella sabía pero que prefería ignorar, la respondió afirmativamente y la contó uno de esos “pequeños” secretos que son capaces de arrasar con todo.

La había engañado, había estado con otra chica, ella desconocía quién podía ser, pero la daba igual. Por un momento se quiso morir, la cabeza se la fue, y se mareó. Dos años juntos, tirados inútilmente a la basura, dos años de recuerdos que ahora eran inservibles, dos años de vacaciones juntos, dos años... dos años y mil historias.

Y atravesar aquel parque y recordar las tardes de verano hace todavía que necesite coger aliento. El recuerdo de las lágrimas derramadas, de la felicidad gastada junto a él, de los momentos malos, de los buenos, de las sonrisas de complicidad, de las miradas furtivas, de deseos de enamorados, de la pasión multicolor, de ilusiones con fecha de caducidad...

Fuera bueno, fuera malo, era él quien la hacía llorar, pero el único que la podía hacer reír, era él quien se olvidaba de ella de vez en cuando y sin ningún motivo... Era él...pero aún así le quería...

Era él y le quería, pero como todo lo escrito, es pasado. Para hablar de su presente, tendríamos que trasladarnos a aquel autobús azul, pero eso ya, es papel para otra historia...

CAPÍTULO 3: ÚLTIMA PARADA

Cada vez quedaba menos gente en aquel autobús, las personas bajaban, pero ya no subían. Agitados por el vaivén constante del bus urbano, apenas cuatro personas aguadaban a que llegara la última parada de la línea.

Era de noche y las bajas temperaturas hacían que los cristales del autobús se empañasen, dificultando en exceso la vista al exterior. Una señora, que viajaba en los primeros asientos, tosía y el ruido ronco rasgaba el silencio sepulcral que reinaba desde ya hacía tiempo. Un señor mayor, que peinaba canas aunque lucía con aparente orgullo una incipiente calva, limpiaba con recelo el vaho de una de las lunas laterales del renqueante bus que se abría paso entre la oscuridad de la noche de sábado.

Al fondo, dos jóvenes se aislaban por completo de todo lo poco que sucedía a su alrededor. Un chico, de dieciocho años, mes arriba, mes abajo, se afanaba en aumentar el volumen de su música cada vez que la tos o las continuas explosiones del motor interferían y se colaban sin permiso en su ruidoso silencio. Una chica, aparentemente de la edad del joven, llevaba mucho tiempo inmersa en unos pensamientos que parecían no tener fin. Con los ojos clavados en el asiento de delante, hacía que pasase el tiempo hasta llegar a su ansiado destino, de vez en cuando, eso sí, se la dibujaba en el rostro un gesto de tristeza, seguido de un pequeño destello en sus ojos, como si se hubiera emocionado o simplemente quisiese llorar.

El autobús paró definitivamente y sonó un soplido como de alivio, proveniente de la parte trasera, donde estaba el motor que por fin se había ganado un merecido descanso. Los dígitos verdes fosforitos del reloj de la dársena del bus indicaban que hacía tres horas exactas que había comenzado un nuevo día.

Última parada. Fin de trayecto. Apresurado, el chico dejó pasar educadamente a la señora de la tos y al señor canoso y al final, cuando solo quedaban los jóvenes en aquel autobús, movió la mano izquierda, dibujando un gesto que sustituía a: “Adelante, las preciosas damas primero” Y sustituyó su expresión de dejadez total por una amplia sonrisa.

La dejó pasar y, cuando la vio bajar, se quedó parado. Tenía una pierna apoyada firmemente en el suelo, la chica ya se escabullía entre el laberinto de las calles cercanas a la parada, cuando cayó en la cuenta de algo. Lentamente, se retiró de la oreja diestra el casco y sin pensárselo dos veces, la dio alcance.

Que amargos suelen ser los reencuentros y digo suelen, porque este desde luego no lo fue. Se conocían, de eso recordaba él su pálido rostro, habían pasado por tantas cosas juntos, siendo unos críos ingenuos que, como todos, soñaban con ser bomberos y peluqueras. Hacía años que no se veían y por un momento, por un dulce momento, sus penas se disiparon y durante un escaso instante conoces algo que quien lo tiene no lo sabe apreciar y que, quien no lo posee lo anhela con toda su alma, algunos lo llaman amistad, yo, sin embargo, prefiero llamarlo felicidad.

CAPÍTULO 4: POR MIEDO A QUERER.

Hacía frío y estaba sólo, sentado en un banco metálico esperando la llegada del autobús que, como cada fin de semana, me llevase de nuevo a casa. Era pronto, pero aún así, la noche se me antojaba demasiado larga como para seguir fingiendo, odiaba entrar en una discoteca o en cualquier bar con la esperanza de encontrar a alguien que mereciese de verdad la pena, de dar por fin con la chica, con mi chica. Pero una, dos o tres horas después, mientras salía de nuevo a la más dura de las realidades, mi corazón se resentía, por desgracia las desilusiones ya eran una parte más de mi vida.

Y allí estaba, empezaba a notar un poco de dolor en la garganta, mientras me preguntaba que harían mis amigos, quizás, pensé, ellos continúan con la ilusión intacta, esperando a que una chica se les presentase al lado pero incapaces de reunir el suficiente valor como para ir ellos a buscarla. Tenía dieciocho años, pero ya sabía como se las gastaba la cruel vida, estaba cansado de buscar una princesa entre una multitud de cenicientas, estaba harto de ser un estúpido romántico que busca a una chica con quien compartir su tiempo y su vida, la chica perfecta, cuanto más lo pensaba, más me odiaba a mi mismo, cuanto más lo pensaba, más cuenta me daba de lo iluso e ingenuo que era.

Me propuse cambiar, ser menos yo, cambiar de cara cada vez que cerrase la puerta de mi casa. Llegó el bus, saqué el bono del bolsillo derecho y monté.

Como la semana pasada, estaba prácticamente vacío. Esperaba encontrarla allí, pero no estaba. Era ella la chica que la había impedido dejar de pensar en otra cosa durante toda la semana, era ella quien me había robado el corazón o, al menos, lo poco que quedaba de él. Mi antigua compañera y mi gran amiga, pero cuando miré al interior del bus, sólo encontró a una chica con una minifalda negra.

No me podía llevar más desilusiones, era imposible, apenas ya las sentía, no me dolía. Me senté en el primer asiento que encontré y subí el volumen de la música al máximo. Transcurrieron los minutos y, casi una hora después, el bus llegó a su última parada, llegó a aquella plaza con una fuente y el laberinto de callejuelas estrechas.

Bajé el primero, no deje salir a nadie antes que yo, y como un rayo salió del bus. Me fijé, durante un largo segundo, mis ojos se clavaron en una chica sentada en el borde de la fuente, era ella... Me acerqué, lentamente con miedo a que se asustara, y la rocé despacio el hombro derecho, haciendo que ella se girase.

Llevaba el rimmel corrido, las gotas negras la resbalaban por su cara y los ojos, llorosos, seguían mirando al calmado agua de la fuente. La abracé, queriéndola dar el cariño que la faltaba, en una actitud protectora, pero no cruzamos ni una sola palabra.

“¿Qué haces por aquí tan pronto?” me preguntó ella cuando pasaron los minutos y dejó de llorar.
“Pues que creo que es inútil seguir con la búsqueda de la chica perfecta, cuando ya la he encontrado.” la respondí sonriendo.

Nos callamos de nuevo. El rugir del agua al caer, hacía que aquel silencio fuese más soportable.

“ ¿Tú que darías por ten...? Comenzó a preguntar la joven. Sabía perfectamente por dónde iba, la conocía perfectamente e intuía que se había dado cuenta de lo que me pasaba.
“¿Por tenerte?” La corté. “Todo.”
Y de nuevo, silencio.
- Lo daría todo, daría mi felicidad, lo poco que queda de mi corazón, mi vida... Con tal de estar a tu lado..”
De nuevo silencio, ese silencio que no es incómodo, ese silencio que hay tras una larga espera, con el corazón en un puño, aguanté estoicamente hasta que intentara responder. Me daba cuenta de que ella buscaba algo que mi nuevo “yo” no la podía dar, quizás con el antiguo sí e intenté recordar como era mi “yo” romántico, misterioso, como era cuando mis amigos me llamaba empalagoso o iluso.

Ella seguía mirando tranquila el agua de la fuente. Parecía que estuviera meditando o pensando algo muy importante, su llanto se había convertido en sollozos apagados. Con pausa, levanté poco a poco mi mano derecha y la limpié o al menos intenté limpiarla los restos del rimmel negro.

Por fin salió de su encierro, me miró y por primera vez, sonrió. Me abrazó más fuerte y la correspondí con caricias en su hombro derecho. Pegó su cabeza contra mi pecho e hizo que se me cortara la respiración, por miedo a que, al escuchar los latidos de mi corazón, adivinara algo.

Levantó la mirada. Tenía miedo, miedo a que alguien la tratara mal, miedo a desenterrar viejos fantasmas, miedo a querer...

Noté las gotas del agua de la fuente en mi rostro, a ella parecía no importarle que de vez en cuando, el viento, inquieto, hiciese que nos mojáramos un poco. Me seguía mirando y yo seguía clavando mis ojos en los suyos y antes de que pudiera o intentase evitar algo que jamás evitaría, me besó y ese fue el comienzo de otra noche larga.

Dani Rivera

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