Amiga soledad.
Bostecé y entreabrí lentamente los ojos. Lo hice por miedo, por temor a que la claridad de una recién estrenada mañana de lunes me cegase, pero por suerte, no fue así.
Las sombras de la persiana estaban tatuadas en la pared aunque no con la viveza habitual. Observé a través de la sucia ventana, lo que vi confirmó lo que sospechaba, el primer lunes de octubre amanecía nublado. Mi mano se deslizó rápidamente hacia mi cabeza. Mi frente estaba abrasando y me costaba mantener abiertos los ojos, por lo visto debía tener jaquecas, porque de vez en cuando parecía como si fuese a estallarme la cabeza. Intenté incorporarme inútilmente, pero al menos logré mantenerme lo suficiente como para echar una un rápido vistazo al reloj. Eran las siete y veinticinco, llevaba apenas tres horas durmiendo pero ni la escasez de sueño ni el agudo dolor de cabeza hicieron que tuviese ganas para quedarme en mi cama.
Saqué el pie derecho tras forcejear con las sábanas y le siguió el izquierdo. Apoyé el brazo en el colchón y fui levantándome poco a poco, como si mi madre estuviese a mi lado advirtiéndomelo. Y es que ya hacía cinco años que vivía en un minúsculo apartamento del centro del pueblo donde trabajaba.
Es como sí la mezcla de mi alta fiebre y mi dolorosa soledad me impulsara a recordar, me empezaba a dar cuenta de que eran cinco años sin mis padres, cinco largos pero a la vez fructíferos años, viviendo a trescientos kilómetros de la ciudad donde nací. Una vez abandoné a mis mejores amigos, conseguidos tras años y años de aventuras a su lado, dejé a mi familia, pero sobre todo... la mitad de mi corazón se quedó guardado entre el colchón y el somier de la cama de mi gran amor, de mi novia.
Cada día, el recuerdo de aquella despedida hace que me pare en seco y que necesite aire para continuar. Me acuerdo perfectamente de mi promesa “Tranquila te prometo que volveré, aunque sólo sea para verte, y que siempre, cada segundo, cada milésima, pensaré en ti” Y la besé en medio de la incipiente oscuridad, cuando el atardecer se convierte en otra noche cerrada.
Volví tres semanas después de marcharme a aquel inhóspito pueblo, alegre, sabiendo que la encontraría allí, de pie, aguardándome cuando llegara a la estación de tren . Y cuando la vi desde la ventana, se dibujó en mi cara una sonrisa.
Puse la única maleta que traía en el suelo, pensando que en cualquier momento mi chica se abalanzaría sobre mí, cosa que no sucedió. Venía andando lentamente, esquivando besos de bienvenidas y lágrimas de despedidas. Tampoco esbozaba la amplia sonrisa, nada de lo que me había imaginado que sucedería, sucedió.
La abracé y ella me correspondió con un suave e insignificante beso en mi mejilla que no sirvió para aplacar o intentar calmar mi ímpetu. La miré a los ojos, pero nada, bajó la vista, como si yo la molestase o por una extraña razón la avergonzase, y cuando me acerqué a ella, lentamente, para besarla, levantó el dedo pulgar de su mano izquierda y me lo puso en los labios, retirándoles poco a poco.
La iba a preguntar que la pasaba cuando una lágrima se desprendió y la cruzó zigzagueando el rostro, hasta llegar a aquellos anhelados labios a los que no recordaba cuál era la última vez que les besé. Se zafó de mi mano y se alejó, huyendo de mí y yo me quedé parado en aquel andén, en medio de tanta gente, sin saber bien que hacer.
La llamé, pero no lo cogió, fui a su casa, pero tampoco contestó. Pasaron los días y me tocaba volver a mi trabajo. Mi última noche allí quedé con mis amigos para salir a tomar algo en cualquier sitio y dar aunque sólo fuese una vuelta.
Estábamos en uno de nuestros bares favoritos cuando me sonó el teléfono. Era ella. Salí a la calle y, nervioso, di al botón verde.
Quedamos una hora después. Tan sólo se digno a decirme cuatro palabras y volvió a colgar. Llevaba una semana y no la había vuelto a ver en persona, porque cada vez que abría los ojos soñaba con la última noche que pasamos juntos antes de que me fuese.
Allí estaba, había decidido quedar con ella en el lugar en al que fuimos en la primera cita. Era un paseo, rodeado de rosas rojas y claveles blancos, a lo lejos, el suave rumor del agua fue la banda sonora de nuestro primer beso. Un año después de aquel día estábamos en el mismo sitio pero algo había cambiado.
Silencio, jamás había pasado tanto tiempo con ella sin cruzar una palabra, miraba al suelo y eso a mi me desconcertaba. Nos sentamos en aquel banco, como si estuviésemos calcando aquella primera cita. Ella cogió aire y por fin, habló...
La cabeza me estaba matando y el recordar aquel día hace que mi muerte fuese, aún si cabe, más dolorosa. Estaba sentado sobre mi cama, pero las jaquecas eran tan intensas que no aguantaba mucho tiempo así. Daba tumbos, debatiéndome entre caerme de espaldas o hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarme de una vez por todas.
Recuerdo ver ponerse todo negro, cerrar los ojos fuertemente y sentir un fuerte golpe.
Me dejó, se había enamorado de otra persona y me dijo que la lejanía había apagado la llama de nuestro amor. Regresé a mi vida normal, pero cuando acababa de trabajar, cuando regresaba al lado de mi fiel amiga la soledad, cuando abría la puerta de mi pequeño piso, me hundía y, tumbado en mi cama, mirando al techo, lloraba. Días después, hablando por teléfono, me enteré de que estaba saliendo con uno de mis mejores amigos...
Esa fue la puñalada definitiva, decidí cortar con todo y con todos, aislarme en un mundo en el que el dolor no existiese. Aprendí a vivir sin la felicidad, acompañado únicamente por mi soledad y así pasaron mis días, encerrado entre las verdes paredes de la esperanza...
Desperté y entreabrí lentamente los ojos. Lo hice por miedo, por temor a que la claridad de una recién estrenada mañana me cegase, pero por suerte, no fue así.
Aquella no era mi habitación y cuando al fin me di cuenta de lo que dónde estaba, miré a mi alrededor. Allí estaban todos mis amigos, mis padres, toda mi familia... Allí, cinco años después, estaba ella...
Dani Rivera
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