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Corazón rojo carmín.



Escrito por  Dani Rivera     10/10/2010    Etiquetas: 

Una solitaria lágrima se deslizaba por aquella pálida cara. El chico, sentado sobre un sofá de cuero negro, sostenía entre sus temblorosas manos unas cuantas fotos que pasaba tras mirarlas detenidamente, una a una. Igual de rápido que las lágrimas recorrían su rostro, los recuerdos se agolpaban en su inquieta mente, y por culpa de aquellas fotos, los fantasmas que creyó olvidados le volvieron a asaltar...

Su primer viaje, una foto en blanco y negro en la que ella salía posando como si fuese una modelo profesional, su primer día en su casa recién estrenada, la foto de los Campos Elíseos en la que aparecían abrazándose cariñosamente y que cuya copia aún guardaba con delicado esmero en su cartera y podría estar horas y horas contemplando esos recuerdos de momentos congelados que jamás olvidará, y podrían caer lágrimas y lágrimas hasta que se deshidratase pasando fotos y fotos... Pero, tras acabar de ver uno de los primeros álbumes y de dejar un montón de fotos en la caja de cartón que tenía a un lado de aquel sofá nuevo, se encontró con algo que le hizo pararse.

Era un sobre blanco abierto. La parte delantera estaba coronada por un gran corazón rojo carmín y en la parte posterior, un enorme “Te quiero” daba color a aquel nimio sobre. Respirando una bocanada de aire que le sirvió para tranquilizarse, lo cogió y en un acto reflejo se lo llevó a los labios, como si quisiera besar aquella boca que ahora solo era un triste recuerdo, lo olió sin darse cuenta, esperando encontrar aquel perfume amargo que hoy tan sólo le recordaba a una derrota...

Su mente se perdía cada cierto tiempo, mientras abría y guardaba en aquella sucia caja de cartón, tatuada con rotulador rojo a un lado por dos sencillas palabras : “Mis pertenencias”. Aquello era lo único que le quedaba, eso y sus recuerdos que por un extraño motivo de vez en cuando se coloreaban de blanco y negro o de tonos sepias, como en aquellas viejas fotos que su madre aún guardaba de su comunión.

Recordaba las tardes de invierno, cuando la escasez de luz natural, obligaba a encender aquella lámpara del salón a las siete de la tarde, o las noches de enero, cuando se tumbaba junto a ella a los pies de la chimenea que ella se emperró en restaurar y junto al calor del fuego pasaban las horas tirados en aquella alfombra granate.

Durante un escaso instante, una tímida sonrisa se le dibujó en la cara. Aquellas frías noches, cuando las llamas crepitaban devorando la madera seca, él extendía un brazo alrededor de su cadera, tumbados boca abajo, y ella siempre le correspondía con una mirada cómplice y todos los días, acababan enredados en la alfombra, besándose hasta que el viernes por la noche se convertía en un sábado por la mañana y cuando todo se acababa, ella se quedaba mirándole y sonriendo decía: “Qué será de ti, si alguna vez no estoy.”

Se levantó del confortable sofá negro, cogió todas las cartas, todas las fotos, todos los recuerdos de una vida feliz y se tumbó en aquella aterciopelada alfombra granate. Estaba tranquilo, pero a la vez, fuera de sí. Despacio, arrojó dos grandes troncos a la chimenea y prendió la mecha para encenderlos. Pocos minutos después, estaba boca abajo, arropado por el reparador calor del fuego, volviendo a pasar las fotos una a una.

Queriéndolo o no, no dejaba de pensar en aquella maldita noche. Era un sábado cualquiera que había decidido dedicar a sus amigos. Cada cierto tiempo, su novia y él, dejaban un día especial y únicamente para todas aquellas personas que pasaron juntos a ellos la mayor parte de su vida y a los que, ahora, casi sin tiempo por culpa de la relación y la vida en pareja, no querían descuidar.

El caso es que ese día, ese sábado por la noche, él había quedado con sus viejos colegas del instituto en el bar que les vió crecer. Ella por su parte, se iba con sus amigas de la universidad.

Ya no estaba para esos trotes. Sería la una y ya estaba cansado. Derrengado, sacó las llaves del bolsillo para abrir la puerta de su nueva casa. Se acordaba de los tiempos en el que le costaba cinco minutos conseguir acertar con la llave en la cerradura mientras se tambaleaba. Esta vez no tardó demasiado en abrir la puerta de su casa.

Estaba todo apagado, a oscuras, salvo en el fondo del largo pasillo de entrada, dónde una pequeña luz ponía el único punto de claridad de toda la casa. Era la habitación dónde dormían los dos en una gran cama de matrimonio con el cabecero plateado, antojo de su chica.

Sonrió. “Se ha cansado antes que yo” pensó. Deseaba abrazarla y dormir junto a ella, sigilosamente, se deshizo de los caros zapatos de piel y, descalzo, se dejó guiar por la luz de la lamparilla que estaba colocada en la mesilla de noche de su novia. A tientas, procurando no tropezar con nada y sujetándose en la pared, se acercó a su habitación. Esperando encontrarla dormida o con un libro entre las manos, giró la vista hacia la izquierda apoyándose en el umbral de la puerta de la habitación.

Allí estaba. En una habitación desordenada, con un par de pantalones y una camisa de rayas a los pies de la cama, con una falda malva encima de la lámpara y con unos gemidos apagados como música de fondo.

No recordaba que pasó a continuación. Se le venían a la mente fragmentos inconexos... Dejar caer la vista al suelo, como si él fuera el que se tuviese que avergonzar o como si no quisiera ver lo que tenía delante de sus ojos, escuchar gritos lejanos como si no estuvieran en la misma habitación, recordaba que se frotó los ojos como queriendo despertar de una horrible pesadilla, sentía frío, veía que se desmayaba, estaba débil, como si fuera un enfermo que se acaba de recuperar de una larga enfermedad... No sabía que hacer y dudaba que pudiera borrar el recuerdo de aquel hombre con su chica. En ese momento, el ángel de su paraíso se convirtió en un demonio camuflado en el Cielo, en su Cielo.

No sabía porque lo hizo, pero girando la vista, huyó de aquel lugar, volviéndose a poner los zapatos y recuperando las llaves había dejado encima del recibidor.

Y ahora estaba allí, dónde cada mañana de invierno, otoño, primavera o verano deseaba pasar la tarde junto a ella. Ojeando las fotos que le evocaban una vida a su lado y que ahora le parecía que no había sido más que un valioso tiempo perdido, malgastado junto a alguien, junto a la persona a la que más quería en este cruel mundo.

El crepitar del fuego, el calor de la alfombra, la oscuridad de la tarde, nada era igual sin ella, pero estaba dispuesto a olvidar. Cogió todas, todas las fotos, las cartas, la huella de una malvada chica en su vida, todos los recuerdos junto a ella, y los lanzó a las llamas sin pensárselo dos veces.

Se quedó allí sentado, viendo como todos los sueños que una vez construyó a su lado eran devorados por el fuego. A su lado, en el suelo, un sobre blanco permanecía intacto, su parte delantera estaba coronada por un gran corazón rojo carmín y en la parte posterior, un enorme “Te quiero” que daba color a un sobre, en apariencia, sin importancia.

Le cogió delicadamente y le abrió. “Por nuestro amor eterno, yo siempre te quiero y te querré.” Era su letra, su pulcra caligrafía que desataba en él a un antiguo fantasma del pasado llamado recuerdo. Guardando la carta en el colorido sobre y sustituyendo la expresión de tristeza y dolor de su rostro por una amplia sonrisa, le arrugó y le arrojo violentamente a las rojizas y doradas llamas del olvido.

Dani Rivera.

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