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Cuarenta y seis kilómetros.



Escrito por  Dani Rivera     10/07/2010    Etiquetas: 

Cuanto más inconsciente se es, más contento se está. ¿Quién no ha deseado alguna vez volver a ser un niño?

Regresar a aquel patio de arena que nos vió crecer, patear aquel viejo balón desinflado como solíamos hacer, correr sin destino fijo entre coches y espejismos, oasis en el desierto, campos de hierba que tendían al infinito, naves espaciales o cualquiera de las invenciones que nuestra inquieta mente se viese capaz de imaginar, pero, sobre todo... Hacer las cosas que, después de unos cuantos años, nos arrepentimos de no haber hecho.

Me resulta muy curioso... ¿Por qué de pequeños soñamos con ser mayores y de mayores anhelamos volver a ser pequeños?

El caso es que, tarde o temprano, por una razón o por otra, siempre acabas preguntándote ¿Qué sería de mi vida si de pequeño...?

Tendría doce años, día arriba, día abajo, y las ilusiones aún intactas, como cualquier niño de su edad porque la infancia se vive soñando y en la adolescencia, se despierta.

Vivía en un pintoresco pueblo, alejado del mundanal ruido de cualquier ciudad. Al amparo de la inocencia, jugaba con sus amigos en aquel callejón que fue siempre un compañero de aventura más.

Pasaron los años, ocho o nueve, y aún seguía recordando a los amigos de su infancia, de carrerilla seguía siendo capaz de nombrarles uno por uno, sin olvidarse de nadie... Luis, Rodri, Edu, Borja, Paula, Alejandro, Susana, María... Y así durante minutos y minutos.

Recordaba sus rostros e imaginaba como serían años después, a muchos les perdió la pista pronto y algunos seguían siendo grandes amigos pero, por un motivo explicable aunque incomprensible, siempre la dejaba la última...

Se llamaba Sara. Era de su misma edad y su simple recuerdo le seguía provocando un aumento en las pulsaciones de su corazón.

Por raro que pudiera parecer, él nunca advirtió de su presencia, hasta que un día de primavera, alguien se le acercó corriendo al comienzo del ansiado recreo.

Los niños más pequeños o más mayores, pero sobre todo a esa edad, no suelen necesitar de ninguna chica... Ella se presentó en su vida sin avisar....

Aquella sonrisa que aún seguía recordando, por si acaso se volvía a encontrar con ella... Aquella sonrisa que era capaz de apagar el tono de las rosas, abrió sin él querer las puertas de un corazón de juguete.

A Sara hacía tiempo que le gustaba, aunque no hubieran cruzado ni una solo palabra y él no tardó en enamorarse tanto o más como ella lo estaba de él... Pero a esa edad, el amor no es más que un paso más para intentar ser mayor, el amor de la infancia no deja de ser un vulgar sustitutivo del verdadero amor.

Y si eso era verdad... ¿Por qué anhelaba estar junto a ella como lo estuvo una tarde de verano en aquel parque?

Ella se marchó a la gran ciudad, y lo que para cualquier adulto es un pequeño obstáculo de cuarenta y seis kilómetros, salvable gracias al tren o al coche, para un niño, cuarenta y seis kilómetros era como cruzar el “charco”.

Recordaba aquella despedida tan amarga. Subiéndose al coche como en cualquier típica escena de película pastelosa de Hollywood, solo que ella no se marchaba a otro continente, ni siquiera a otro país, eran cuarenta y seis simples kilómetros, o lo que es lo mismo para un niño, un mundo...

Memorizó aquella sonrisa, sus ojos, aquella boca que apenas probó en contadas ocasiones, su largo pelo moreno que se enredaba en las tardes de octubre... Lo memorizó por si acaso... Por si acaso, algún día la volvía a ver y se cruzaba con ella. Los niños no suelen distinguir los sueños de lo que es real, los niños no entienden de posibilidades y de que, en una ciudad con miles de almas, cruzarse con ella, sería prácticamente un milagro.

Aquel chico que apenas acababa de tomar la comunión, creció. A la sombra de la ciudad y con el recuerdo de esa tal Sara tatuado en su piel se fue convirtiendo en un hombre, hasta que le llegó el día, le llegó la hora de trasladarse a la Gran Ciudad por culpa de sus estudios.

Cada vez que andaba por aquel largo paseo, observaba con lupa cada rostro que se cruzaba con él, cada mirada intercambiada con una chica de pelo moreno le hacía preguntarse si no sería ella, pero estaba prácticamente seguro de que si se encontraba algún día cara a cara, la reconocería...

Era otoño, el período entre el caluroso verano y el frío invierno. Otoño es, sin saber por qué, la época del recuerdo... Y para aquel solitario chico, perdido en una ciudad que le era ajena, el recuerdo era ella.

Paseando por aquel parque a través de una densa capa de hojas, esparcidas por un suelo alfombrado, sin prestar atención a nada en particular, tarareaba la canción que estaba escuchando. Levantó la mirada, que llevaba clavada a las hojas durante toda su corta caminata. Hacía sol, pero era el típico sol de otoño que no calienta, si no que tan sólo colorea las tardes de un color anaranjado.

Se fijó en la gente, niños jugando con un balón, señores mayores sentados en un banco y una chica que venía justo de frente. Las rosas de los lados del paseo perdieron paulatinamente su color, cegadas por aquella sonrisa que una vez se separó cuarenta y seis kilómetros de él, aquel pelo moreno que destelleaba en verano y que se enredaba en tardes de otoño como esa. Era ella y ya no estábamos tan lejos. Era ella y ya no eramos niños.

Dani Rivera

-Nota del autor: Cuarenta y seis kilómetros es la distancia exacta que separa el lugar donde nací y crecí, Medina del Campo, con la ciudad donde actualmente vivo, Valladolid. He de decir que algunos de los nombres que aparecen no corresponden a nadie en particular, mientras que otros son los de algunas de las personas que más me importan y que más me han apoyado. Por último, cada relato no tiene por qué ser real, habrá algunos que narraran experiencias personales y otros que no tendrán absolutamente nada que ver conmigo. Dejo la interpretación de cada uno de los relatos al juicio de mis inteligentes lectores.

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