La Princesa de la Esperanza Perdida.(Primera y Segunda parte)
Es curioso pero cierto a la vez. Todos los cuentos de princesas, aquellos que comienzan con un “Erase una vez” acaban con un final feliz, el típico “Y fueron felices”, pero, si me permitís, comenzaré narrando este cuento prescindiendo de estas típicas fórmulas, porque no todos las historias reales tienen un final feliz.
Este es el relato de una chica, una chica joven, pongámosla unos 18 años, mes arriba, mes abajo. Aunque ya la quedaban atrás los tiempos de los castillos encantados y los príncipes azules, aún seguía soñando con ser la princesa que ella creía que merecía ser.
Creyó encontrar a su príncipe azul dos años atrás. Era el chico perfecto: atento, guapo, simpático, el ideal de hombre que toda mujer ansía tener. Por desgracia las cosas se torcieron trágicamente. Creía que lo tenía todo y vivía su vida sin salir de las murallas que delimitaban su palacio en la playa con la cruda realidad.
Todo jamás es tan perfecto como parece. Escuche una vez decir a alguien que nunca dijese nunca jamás, pero salvo en contadas ocasiones, la perfección no existe. Es tan solo un ideal, algo que nunca se llega a conseguir porque es imposible ser perfecto. Todos los seres humanos tenemos nuestras escasas virtudes y nuestros numerosos defectos, pero por desgracia, la princesa del castillo de arena se dio cuenta demasiado tarde.
Un mañana de invierno se levantó. Los rayos de sol y el ruido de las olas la acunaban en un sueño profundo, pero algo la consiguió sacar de su mundo de ensueño. Él ya no estaba, pero ella nunca creyó que jamás volvería. Le esperó y le esperó, con la ilusión de volver a andar descalzos por la inmaculada arena, de volver a reír, de volver a sentir lo que aún sentía por él. Su príncipe se fue con otra princesa, pero ella nunca lo aceptó y cada tarde, lo esperaba sentada, viendo el anochecer al borde del mar, él nunca volvió.
La costó, pero al final olvidó. Olvidó porque empezó a ser alguien que no era, comenzó a suplantar la personalidad de otra persona, ella ya no era la princesa del castillo de arena, poco a poco, a base de alcohol y más alcohol se fue trasformando en la Princesa de la Esperanza Perdida.
Desistió, sabía que no volvería a querer a nadie como le quiso a él una vez. No encontró a ningún hombre, porque ni siquera se molestó en buscarle. No quería ser la Princesa de la Esperanza Perdida, pero se resignó a cambiar. Con miedo a querer, a que alguien le volviese a hacer daño.
Príncipes de una noche y romances con fecha de caducidad, burdos parches que no servían para tapar la necesidad que sentía. Quería compartir su tiempo, sus besos, sus caricias con alguien pero el terror al dolor la echó hacia atrás.
Apareció un caballero, alguien que la quería, pero ella le hizo daño, no estaba preparada aún y ya había pasado muchos meses en el calendario y muchos príncipes azules por su cama. Le rompió el corazón y él se fue.
Y allí se quedó ella. En un castillo de arena vacío, viviendo una vida que, en realidad, no era la suya, aunque ella se emperrase en decir lo contrario, en aparentar estar bien, ser feliz, pero en el fondo, su corazón lloraba por haber dejado marchar al único hombre que la amó y, tiempo después, se dio cuenta de que ella también le quería.
2ª PARTE
Un único jinete cabalgaba por aquella pradera. En el horizonte se empezaban a vislumbrar los primeros rayos del anaranjado sol, que daban la bienvenida a un nuevo y cálido día de verano. Se estaba acercando a su destino. Llevaba ramo de flores, que desprendían un sutil aroma que le hacía recordar la primavera, en su mano derecha y las riendas de cuero en la izquierda. Disminuyó el paso de su corcel blanco inmaculado. Al trote atravesó el arco de entrada a aquel extraño castillo y, demostrando su agilidad, se apeó del caballo sin apenas esfuerzo.
No quedaba nadie en el patio del castillo de arena. Todos habían huido, poco tiempo atrás, dejando sola a la Princesa de la Esperanza Perdida, que se consumía en las ruinas de lo que antaño fue un hogar feliz, lleno de risas, gritos, ilusiones y sueños.
Es raro, aunque quizás sea lógico, pero cuando las cosas van mal poca gente se queda para luchar contigo, poca gente te apoya y, por desgracia son muchas personas las que huyen despavoridas, dejándote solo, abandonándote a tu suerte.
El caballero llevaba tiempo enamorado de la preciosa pero desafortunada Princesa. Una vez la quiso conquistar, pero la flecha de su particular Cupido se debió perder, y rasgando el viento, se clavaría en algún árbol, haciendo nulo el único intento que le quedaba para que la Princesa de las Esperanza Perdida fuese suya.
Aquel día escuchó en la taberna la triste historia de la Princesa, de cómo lo había echado todo a perder por su miedo a querer. La dijeron que estaba sola, desahuciada, abandonada en su gran castillo de arena que, como los castillos en el aire, se empezaba a desvanecer. Sin pensárselo dos veces, ensilló a su mejor caballo, necesitaba verla, saber cómo estaba, ayudarla y, después de cabalgar durante veinte horas sin descanso...
Allí estaba, contemplando las ruinas de la fortaleza aún majestuosa aunque también lúgubre y misteriosa. No se escuchaba nada, absolutamente nada. Silencio. Y de repente lo oyó. Un lamento. El sollozo de alguien agonizante, que sufre...
Dejó a su caballo blanco y salió corriendo en busca de lo que más anhelaba tener, su amor, el amor de la Princesa que, por desgracia, una vez le rechazó. Subió las escaleras, de dos en dos, aún con el ramillete en la mano. Y la encontró...
Estaba tendida en el suelo, de cara a la ventana, contemplando la playa, su playa, que una vez vio cómo el hombre de su vida se marchaba. Acurrucada, como si tuviese una pesadilla infantil y tapada con una manta gris porque debía tener frío.
Le escuchó entrar, las pesadas botas de hierro con las espuelas traseras hacían demasiado ruido como para no oírlo. Se giró, hacía tiempo que ya había perdido su última esperanza pero cuando le vio, una extraña mueca, muy parecida a una sonrisa, se dibujó en su rostro manchado por las cenizas de la chimenea.
La agarró, ayudándola a incorporase. Hacía tiempo que no andaba, desde que el último sirviente se había marchado, si ya no había dinero para ganar... La rescató, la rescató de su desesperanza, de su pesadilla, de la sombra del amor perdido que, tras dos años, aún no había conseguido borrar.
Ella en el fondo le quería, aunque se hubiese dado cuenta tarde. Estaba demacrada, era un fantasma de lo que había sido, pero él la seguía queriendo, aún más que el primer día que la vio, si cabe.
Pasaron los meses. Todas las tardes se reunían en el patio de la casa del caballero, donde la había refugiado aquella tarde que la trajo del Castillo de arena. La curó, la cuidó y dos semanas después, la Princesa volvía a brillar como la estrella más grande del Cinturón de Orión.
Reían, hablaban, discutían... La princesa encontró lo que había perdido hace tanto tiempo, se reencontró a sí misma y comenzó a ser como era en realidad y no como una marioneta del alcohol y del amor con fecha de caducidad.
Un día, una nevada tarde de invierno, sentado al lado de la chimenea, contemplando el blanco paisaje a través de los ventanales de la Casa del Caballero, la Princesa se dio cuenta de algo que no sabía de su anfitrión, curiosa, le preguntó.
“Caballero, ¿cuál es tu verdadero nombre?” le preguntó inquieta la Princesa de la Esperanza Perdida.
Como si saliese de un sueño profundo, el caballero la miró. Sonrió y volvió a mirar al cristal empañado.
“¿ Mi nombre?” repitió “Mi nombre completo es el Caballero de las Esperanzas Encontradas.”
Y rieron en aquella nevada tarde en la que el anochecer bañaba el paisaje de blanco y negro.
Dani Rivera
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